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Montes de Oca/26

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-Si a usted no le parece mal -dijo Montes de Oca, sin aliento casi, estirando sus miembros doloridos-, descansaré. No tiene usted idea de cómo me han traído esos perros, de Vergara a Vitoria. Creí que me quedaba en el camino, y no habría sido malo para mí.

-He mandado que le pongan a usted una buena cama, y podrá descansar. También se le traerá la cena. Yo siento mucho que usted no hubiera sido más cauto en su fuga. Debió usted salir de aquí en la noche del 17, en la diligencia que le prepararon sus amigos.

-Qué quiere usted... No tengo, no he tenido nunca el instinto de la fuga. Me siento amarrado al puesto en que me coloca mi deber. No quería Piquero que yo partiese sin él, ni quería yo dejarle aquí. Juntos nos lanzamos a esta calaverada, juntos debíamos salvarnos o perecer. No me pasó nunca por la cabeza que los miñones fueran mi Judas.

-Egaña y Ciorroga ¿por qué no impidieron este oprobio que los miñones han arrojado sobre la raza alavesa? Si aquí mandara yo, crea usted que después de darles el dinero les mandaría hacer testamento y les fusilaría sin escrúpulo de conciencia.

-¡Ah!, esto no puede ser -replicó el reo, que de improviso apartó su mente de aquel asunto, más atento a la cama que entraron los asistentes y a designar el sitio donde debían ponerla.

Dio sus órdenes con serenidad, cual si se hallara en las ocasiones ordinarias de la vida, y volviendo la espalda al Coronel, ayudó a colocar los cojos bancos sobre que se ponían las desunidas tablas para sostener los colchones.

«Agradeceré mucho -dijo cuando los asistentes traían sábanas y abrigo- que me den lo necesario para asearme un poco: agua, cepillo, peines. Nada me molesta como la suciedad, y este viaje ha sido funesto bajo el punto de vista de la pulcritud... Mire usted qué manos... Mi pelo es un bardal...».

Dio órdenes Ibero de que se le trajesen los avíos de tocador de que se pudiese disponer, y agua abundante.

«Es triste cosa -dijo Montes de Oca quitándose el gabán y la levita, y preparándose a un breve lavatorio- que siendo yo fanático por la limpieza me vea en tal suciedad. No se asuste usted ni me riña si le digo que mi intento ha sido lavar al país... Y ahora resulta que no se deja... como los niños mal criados que no tienen más gusto que revolcarse en el fango de los caminos... Y yo, tan aficionado al aseo general, ahora me veo en la porquería particular más repugnante, sin otro consuelo que unos cuantos buches de agua para darme un refregón en cara y manos... Pero, en fin, pronto no me hará falta el agua para estar bien limpio».

Terminada la frase con un gran suspiro, empezó sus abluciones, que la corta medida del agua había de limitar más de lo que él quisiera. Salió D. Santiago a prevenir la cena, ordenando que fuera lo mejor posible, y al volver junto al preso, le encontró refregándose el rostro con la toalla.

«Pues sí -dijo Montes de Oca expresando lo que había pensado durante el lavatorio-, la noche de marras, ¿se acuerda usted?, cuando nos conocimos en una casa... el nombre de la calle se me ha ido de la memoria... Pues yo le emplacé a usted...».

-Y yo anuncié a usted y a Gallo que esto era una locura y...

-Justamente. Cada cual dijo lo que sentía. Este desastre, que tengo por accidental, no modifica mis ideas sobre lo fundamental. Hoy hemos sido vencidos; somos la primera fila de combatientes, que tropieza y cae. Pero detrás vienen otros y otros... No lo dude usted: triunfarán la verdad y la justicia. No puede ser de otra manera. Confirmo, pues, mi pronóstico.

-Y yo el mío... Pero no es ocasión de empeñarnos en discusiones ni en alabarnos de profetas. Los grandes cambios de la vida general vienen cuando ellos quieren, y no está en nuestra mano traerlos fuera de tiempo. ¿No piensa usted lo mismo?

-No, señor -dijo Montes de Oca, peinando con fruición su espléndida cabellera-, y dispénseme que le contradiga. Es deber del hombre impulsar los acontecimientos buenos, los que realizan la justicia y el bien, porque si nos abandonamos, si la apatía nos vence... el mal se hará dueño del mundo.

-Cierto; pero no confundamos los acontecimientos buenos, como usted dice, con los que parecen tales por la forma engañosa que les da nuestro deseo... o si se quiere, nuestro fanatismo.

-¡Fanatismo! Sí, a eso vamos a parar. El mío tiene por objeto de su culto las cosas eternas. Vea usted por qué no estoy tan afligido y agobiado como corresponde a mi situación, según el criterio vulgar.

-Muy bien, señor mío. Pero yo sé que no pensaban mucho en las cosas eternas otros que se lanzaron a esta insensatez -afirmó Ibero, que antes de concluir la frase, cayó en la cuenta de su inoportunidad.

-Quítense ustedes el éxito, y hablaremos de lo que es insensato y de lo que no lo es -dijo Montes de Oca, ya peinado, sentándose frente al Coronel, rodillas con rodillas-. Por de pronto, este pobre vencido y condenado sostiene ahora que vale más, mucho más, hacer locuras por la justicia y la verdad que hacer cosas muy sensatas y muy correctas por la usurpación y por la mentira. Yo he cumplido con mi deber; mi conciencia no hace ahora distinciones entre la demencia y la cordura: no ve más que lo justo y lo injusto. Con lo justo estuve y estoy, con todo lo que vemos de la parte de Dios. Soy religioso: la muerte no causa terror a los hombres de acendrada fe. ¿Qué tiene usted que decir?

-Nada, nada más sino que admiro su entereza, y que me causa vivo dolor ver que hombres de tal temple... En fin, señor mío, hablemos de otra cosa, porque al paso que vamos resultará que tendrá usted que consolarme a mí y darme ánimos, cuando lo que procede... Ea, ya está aquí la cena. ¿Tiene usted apetito?

-Regular -dijo el reo preparándose a caer sobre el primer plato-. Antes de lavarme sentía gran debilidad... Realmente necesito alimentarme para que no se apoderen de mí las ideas tristes... No le invito a usted a que me acompañe, porque habrá cenado a hora más conveniente. Los condenados a muerte tenemos unas horas absurdas para nuestras comidas.

Empezó con mediano apetito, y según avanzaba iba recibiendo más gusto de la cena. Mientras esta duró, oyéronse mugidos del viento: las persianas del único balcón de la pieza se movían con lastimero chirrido, y en los buhardillones sonaban porrazos, como de algún batiente abierto que era juguete de las impetuosas ráfagas del aire.

-Viento del Oeste -dijo D. Manuel con absoluta serenidad, sin dejar de comer-. Esta tarde, cuando bajábamos por las Peñas de Zaraya, soplaba el Sur sofocante. El cariz del cielo me dijo que antes de media noche rolaría el viento al tercer cuadrante.

-Y tras este ventarrón tendremos agua.

-Si se agarra al Sudoeste, tal vez; pero por intermitencia de las rachas, paréceme que rola al Noroeste... Vendrá el agua... pero más tarde... No seré yo el que se moje.

-¡Quién sabe...!

-Que no, digo. Le apuesto a usted todo lo que quiera a que no me mojo...

Le vio Ibero soltar el tenedor y quedarse inmóvil, fija la vaga mirada en el mantel. Quiso decirle algo, y aun pronunció algunas palabras de vulgar consuelo; pero pronto enmudeció. Le constaba que no había esperanza: era por tanto crueldad llevar al ánimo del reo una vana ilusión, que al desvanecerse haría más acerbo su suplicio. No se le ocurrió más que la simplicidad de invitarle a dormir, buscando en el sueño la reparación de fuerzas. ¿Y para qué las necesitaba?... Más inquieto por su descanso que por su vida, el reo formuló una pregunta:

-Dígame: ¿querrán que esta noche amplíe mi declaración?

-Mañana quizás. No piense usted ahora más que en descansar.

-¿De modo que por esta noche no vienen a molestarme? Magnífico... Pues si usted me lo permite, me acostaré ahora mismo.

-Y dormirá. El cansancio es un excelente narcótico.

-Yo tengo un sueño fácil. Dormía profundamente cuando los miñones tramaban venderme.


-¿Y este furioso viento que hace ruidos tan extraños no le impedirá dormir?

-¡Quia! ¡No me despertó la traición, y cree usted que me despierta el aire! Ya conozco yo al viento: somos amigos. No es malo el viento, no; por lo menos, traidor no es. Mejor estaría yo ahora en medio de la mar que aquí. A un temporal duro del Oeste se le capea; a una mar gruesa se la domina poniéndole la proa; ¿pero contra estas infamias de los hombres qué podemos?

-¿Y por qué dejó usted la vida del mar por las ignominias de la política?

-¡Ah!, no puedo contestarle tan fácilmente... Mucho hablaríamos usted y yo si tuviéramos tiempo; pero ya verá usted cómo no lo tenemos... Llevarán las cosas muy aprisa, y más vale así.

-Sí: más vale... Pero no se detenga usted si quiere acostarse, ni le importe que yo esté presente.

-Gracias. Pues es usted tan amable que me permite el descanso, me acostaré.

Y diciéndolo, iba dejando sobre dos sillas próximas las prendas que se quitaba. Ibero, que desde la llegada y entrega del prisionero se sentía devorado por intensísima curiosidad, anhelando aclarar un punto obscuro de sus breves conexiones con el interesante cuanto infeliz caballero, creyó que la ocasión era propicia para permitirse apelar a su confianza. «Señor de Montes de Oca -le dijo cuando el reo acababa de meterse en la cama-, quisiera que me sacase usted de una duda... Hemos recordado esta noche la entrevista que tuvimos Gallo, usted y yo...».

-La tengo tan presente como si hubiera sido ayer.

-Y yo... Pero no es eso. Yo estoy en que nos vimos después en otra parte.

-¿Después... cuándo, dónde? -preguntó el condenado mirándole un rato con gran fijeza.

-Si no sabe usted cuándo y dónde, es que no recuerda, o que en efecto no me vio... o que no le conviene decirlo...

-Desde la entrevista con Gallo, no volví a ver a usted hasta que nos encontramos en el castillo de Olite.

-Perdone usted -dijo Santiago notando disgusto en la fisonomía del preso-; cometo quizás una inconveniencia interrogándole... Quitar a su descanso algunos minutos es verdadero crimen. Me retiraré para que usted duerma.

-Gracias. Pues mire usted, aunque parezca mentira, tengo sueño.


-¿Y dormirá?

-Creo que sí. Cuando navegaba, dormía sosegadamente en las noches de temporal duro, siempre que no estaba de guardia, se entiende. Ahora, no sé... En fin, pásese usted por aquí dentro de un rato y lo verá.