Montes de Oca/28

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Montes de Oca
Capítulo XXVIII​
 de Benito Pérez Galdós

Vio D. Santiago al oficial de guardia, que ante él se inclinaba, repitiendo una pregunta que acababa de formular sin obtener contestación. Tuvo el Coronel la palabra en la boca para decirle: «Esa mujer que ha entrado aquí, ¿dónde está?». Pero no tardó en comprender la incongruencia de este concepto, y sólo dijo: «¿Qué hay?».

-Mi Coronel, ya es de día. Creo que el preso ha despertado. Los señores capellanes están a sus órdenes. ¿Les mando que entren? ¿Se acabará el arreglo de la capilla?

-Es muy temprano aún. Retírese usted, y los capellanes que aguarden hasta que se les avise... Yo no dormía. Es que me duele horriblemente la cabeza. Este maldito viento...

Nuevamente solo, sintió toser a Montes de Oca, y allá se fue casi de un salto. El reo había despertado, conservando la misma postura del sueño, y recibió a su amigo con una sonrisa cariñosa y un cortés saludo. «¿Se ha descansado?» fue lo único que dijo Ibero, que recayendo en su incertidumbre, registró con inquieto mirar toda la estancia.

-Es de día -dijo Montes de Oca-. ¡Qué pronto viene!

-Aún puede usted descansar un poco; yo se lo permito.

-Lo agradezco. Aunque no dormiré más, me quedaré un ratito en la cama... Créame usted: están mis pobres huesos como si me los hubieran roto. No puedo moverme. Deme usted un cigarro.

El Coronel le alargó su petaca; cogió de la misma un cigarro para sí, y encendiéndolo en la lámpara, dio lumbre al reo. Cuidose luego de apagar la luz y de abrir las maderas para que entrase la claridad del día. Iluminado por ella, el rostro del reo salía de la noche y del sueño con marcada expresión de santidad, y cuando se incorporó con la dificultad premiosa de sus huesos doloridos, Ibero le halló más demacrado que la noche anterior, y notó en su semblante mayor dulzura y serenidad. Pero debía de ser ilusión, efecto quizás de la débil luz matutina, porque no podía una sola noche determinar cambio tan brusco, habiendo cenado y dormido el hombre como en días normales. «Esta es la mía -se dijo Ibero sentándose junto al lecho, y viendo cómo se confundía el humo de los dos cigarros-. No encontraré mejor ocasión para salir de dudas. Haré mi pregunta con la mayor delicadeza: ¿Conoce a una tal Rafaela Milagro, viuda...? ¿Salió con ella de una casa, etcétera?...». No había encontrado aún la fórmula más discreta para empezar, cuando Montes de Oca se le anticipó planteando la conversación a su gusto.

«Las ocasiones críticas de nuestra existencia -dijo- son las más propicias para avivar en nosotros el recuerdo de cosas pasadas, a veces muy remotas, representándonos los sucesos lejanos tan vivos como si fueran de ayer; y lo más particular es que comúnmente reproducimos, en estos casos críticos, escenas, pasajes y actos que no tienen nada que ver con nuestra situación presente. Le contaré a usted un prodigio de mi memoria, si no le molesta oírme».

-De ningún modo... ¿Ha tenido usted sueños, reproducción fingida de lo que fue real...?

-Algo soñé; pero fue después, hallándome despierto, poco antes de que usted entrara, cuando vi repetirse en mi mente un suceso de mi vida pasada... con tal viveza, amigo mío, que llegué a creer que no vivía en este tiempo, sino en aquel, y que no pasaba lo que ahora pasa, sino aquello... ¡Cosa más rara!... Óigalo usted. Ello fue el año 29: yo tenía entonces veinticinco años, ¡dichosa edad!, y era alférez de navío... No crea usted, había navegado mucho: en la fragata Temis, en la Sabina, en la María Isabel, en la corbeta Zafiro. Ya me conocían los mares... Pues, como digo, hallábame en Cádiz, cuando encalló en aquellas playas un barco de piratas, y reducidos a prisión todos sus tripulantes, resultó la más execrable patulea de bandidos que se pudiera imaginar. Sus declaraciones espantaban: incendios de buques, asesinatos de navegantes, robos inauditos, violaciones de mujeres, cuantas atrocidades ideó el infierno... El capitán, que era un francés de buena presencia y modos elegantes, lo refería todo con la mayor indiferencia, contando también las horribles crueldades que hubo de emplear para imponerse a la vil chusma que con él servía. Nombráronme a mí su defensor... y figúrese usted mi compromiso. Era el francés muy simpático, y en la cárcel, cargado de grillos, cautivaba a todo el mundo por su lenguaje fino y discreto, y la resignación con que esperaba su sentencia. A mí también me cautivó: aires tenía de gran señor, conocimientos de historia y literatura, palabra muy amena y un don de simpatía irresistible. Naturalmente, movido de esa misma simpatía y de la compasión, quise salvarle; pero vea usted aquí lo más peregrino del caso. Verdier, que así se llamaba, no quería por ningún caso dejarse salvar. «D. Manuel -me decía-, no se empeñe usted en lo imposible. Mis delitos sólo alcanzarán perdón en el Cielo: ningún tribunal del mundo puede ni debe absolverme». Firme en su resolución, que sostenía con una tenacidad admirable, todos los esfuerzos que yo hacía para disculpar sus crímenes los destruía el francés declarando más horrores, y presentando ante el tribunal nuevos cuadros de maldad sanguinaria. Aquel hombre, créalo usted, me ponía en gran confusión. ¿Cómo negar su grandeza, no inferior a sus crímenes? «D. Manuel -repetía-, es inútil cuanto usted haga para salvarme. No quiero, no quiero. Emplee su talento en defender a otros, que también están manchados de sangre, pero no tanto como yo, y además son padres de familia, tienen hijos. Yo no tengo a nadie. No tengo más que a mi conciencia, que me manda morir».


-¡Qué hombre! Amaba el castigo.

-Se enamoró de la muerte; la muerte era su ilusión, como lo había sido antes el crimen. En fin, que me convencí de la imposibilidad de salvarle la vida, y me apliqué a conseguir para otros la conmutación de pena. Verdier subió al patíbulo, demostrando un arrepentimiento sincero, una dignidad caballeresca y una efusión cristiana que fue el pasmo de todos... Y ahora voy al fin de mi cuento. Esta madrugada, un rato en sueños, y después tan despierto como estoy ahora, vi al pirata entrar por esa puerta. No tengo duda de que hablamos y de que me dijo: «D. Manuel, que se le quite de la cabeza el redimirme. Ya me redimo yo». Y todas las escenas, todos los incidentes de la causa, cuanto hice y vi en aquellos días, se me ha reproducido con claridad maravillosa.

-En verdad que es inaudito... Yo también... yo también he visto personas y sucesos pasados, no tan remotos como los que usted cuenta... He visto...

-Y fíjese en otra particularidad: ninguna relación tiene el caso del pirata con este caso mío. ¿Por qué mi memoria eligió caprichosamente aquel suceso de mi vida para reproducírmelo ahora con tanta claridad...? ¡Pobre Verdier...! Materia de bandido, que fermentada en la desgracia se volvió espíritu de caballero cristiano...

Callaron ambos, pensando cada cual en cosas íntimas, y no se determinaba Ibero a formular la interrogación consabida. No es delicado mortificar a los reos de muerte con preguntas que sólo interesan al interpelante, y es caritativo dejarles la iniciativa de la conversación en la angustiosa espera de la capilla. Cortó la pausa el oficial de guardia, dando al Coronel aviso de que el General le llamaba. Inmutose Montes de Oca con la repentina entrada del oficial, y se preparó a salir del lecho, murmurando: «Será tarde... y yo aquí con esta calma... Fuera pereza».

Ibero salió, aplicando con más empeño su mente a la solución del acertijo, y aunque ningún dato nuevo justificaba su repentina inclinación al término afirmativo, no cesaba de decirse: «¡Es, es... vaya si es!...». Llamábale Aleson para designar de común acuerdo la hora y el sitio.