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Montes de Oca/5

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Al día siguiente de este suceso recibió Ibero orden de partir para Valencia, conduciendo cuatro compañías de Borbón y dos de San Fernando. Las únicas personas que de política le hablaron el día de su partida fueron los inseparables Milagro y D. Bruno, sin que ninguno de los dos obtuviera de él ninguna referencia de la misteriosa reunión del Postigo de San Martín. Medroso, turbado por la visión continua de graves disturbios, el manchego se mostraba pesimista, con más ganas de volver al terruño que de continuar en Madrid su inútil via-crucis de oficina en oficina. En cambio, D. José soñaba despierto con una revolución pacífica y absolutamente limpia de sangre, que nos trajera la justicia y el reinado de la honradez; jarana filosófica, ante la cual habrían de prosternarse todos, reconociéndola buena, eficaz y definitiva, como principio de una era de perdurable ventura. «Este país se gobierna con una hebra de seda, señores -decía con tenaz convencimiento, que parecía fe religiosa-. Y lo que es una revolución pacífica, que resuelva de una vez todas las cuestiones, no ha de faltarnos. Yo, yo me comprometo a ello sólo con que me dejen tres días de Gaceta. Nada, nada: es cosa sencillísima... Tres días de Gaceta me bastan, y si me apuran, dos... Soy sastre viejo, conozco el paño. Pero, Señor, ¿no es principio de los principios la voluntad nacional? Pues teniendo esta bien manifiesta, basta con un cúmplase. Que se cumpla, y todo el mundo boca abajo. Y no me salgan los moderados con la tecla de que la santísima voluntad de los españoles no es clara como el agua. España clama libertad con justicia, y honradez en todas las esferas, y al pedirlo señala con el dedo bien tieso quién puede darnos el bien que no gozamos. ¿Lo quieren más claro? Pues para claridades, ahí tienen lo que ocurrió al paso de la Reina por Zaragoza. El pueblo aclamó con mayor estruendo a la señora Duquesa de la Victoria que a la propia doña María Cristina. ¿Y eso? Pues a cada instante vemos demostraciones no menos elocuentes de la voluntad de la Nación... Yo gobernante, ustedes gobernantes, ¿qué haríamos? Decir cúmplase... y cumplir... Ya ven a qué sencilla fórmula se reduce todo mi sistema. ¡Cumplir, cumplimiento! Y no más trapisondas, no más discusiones, no más derramamiento de sangre... Declaro que no soy partidario de la violencia, ni de los tumultos, ni de que se haga uso de las armas... No se ofenda usted, querido Ibero, si le digo que a todos los militares, en tiempo de paz, les mandaría yo a sus casas, quedándose sólo una corta fuerza para contener a los malhechores... ¿Para qué necesitamos tanta tropa una vez que todo quede establecido en regla? Para nada. Más bien servirán ustedes de estorbo que de ayuda... Y luego, un gasto fabuloso, inútil, mi querido D. Santiago. Yo emplearía las tres cuartas partes del presupuesto de guerra en fomentar la riqueza pública, y por cada fusil que suprimiera plantaría un árbol, y en vez de regimientos, pondría Sociedades de Amigos del País, y los cuarteles se convertirían en Universidades, y las banderas servirían para adornar las imágenes en nuestros templos... en fin, poca fuerza y mucha ilustración. Que me dejen la Gaceta, y verán qué pronto...».

Hubiera seguido desarrollando con fácil vena sus proyectos, producto inagotable de su reciente desvarío político, si el buen Ibero, que comúnmente se interesaba poco en la aplicación de los principios, por serle más grata la contemplación mental de los mismos en abstracto, no acelerase la despedida. Deseáronle los dos amigos, y otros que a la sazón llegaron, un viaje feliz, y partió a la cabeza de las seis compañías. Era un anochecer caluroso. Para no fatigar inútilmente a sus soldados, Ibero dispuso aumentar las jornadas nocturnas, abreviando las caminatas durante el día. No podría imaginarse peor tiempo de viaje, siquiera este fuese de tropa, que en toda ocasión debe y sabe ir a donde la llevan. Los caminos eran polvo, el aire fuego; del sol diríase que arrojaba la luz a torrentes y con ella el polvo, y del suelo, que ensuciaba y resplandecía. Y al través de aquel territorio arábigo, seco y ardiente, que media entre las puertas de Madrid y las riberas del Jarama, los soldados iban locos de alegría; el calor y la sequedad eran su elemento; ni el peligro ni el temor de guerra podían inquietarles; no aguardaban ni perseguían a un enemigo fiero; no les faltaban alimentos, ni agua, ni obsequios de vino; era su viaje un paseo triunfal por los pueblos feos tras de los cuales vendrían pueblos bonitos, y en todos ellos encontraban muchachas de distintos pelajes a quienes embromar. El contento de la tropa, soltando chispas a lo largo del árido camino, iba prendiendo fuego y levantando llamas de alegría: para los pueblos era una dicha el paso de la tropa, y esta no deseaba sino que España fuese del tamaño de todo el mundo para que la marcha no tuviese fin. ¿Qué más podía desear el soldado sino que le pasearan por el mapa, viviendo y gozando sin funciones de guerra? Vida más deliciosa no podrían soñar los pobres hijos del terruño español, destinados poco antes a matarse despiadadamente. Hermosa era la paz, y grande entre los más grandes el que la había traído...

En medio de la infantil alegría de su tropa, Ibero iba triste, agobiado por el calor. Recorría largas distancias sin hablar con los compañeros que le rodeaban más que lo necesario para los actos del servicio. Como D. Quijote en sus horas de melancolía soñolienta, dejaba tomar al caballo el paso que quisiese, y contemplaba las vagas líneas del horizonte, o las nubes, si por acaso las había en el cielo, o las ondas de polvo que el viento llevaba consigo, arreándolas como a una recua de fantasmas. No se crea que el militar adormecía su entendimiento en un éxtasis de cosas políticas, discurriendo si tendríamos mayor o menor grado de libertad. Esto le interesaba, le había interesado en los tiempos de la campaña activa; mas desde los meses que precedieron al abrazo de Vergara, Ibero había sufrido la brusca invasión de una enfermedad del espíritu muy propia de sus años viriles, la cual por venir algo tardía entró con más fuerza, cogiéndole de un extremo a otro todo el campo de la naturaleza física y moral, sin que quedase parte alguna que no estuviese afectada por tan grave dolencia. Que esta era el amor, fácilmente se comprende; un amor como los que se estilaban en aquella época: abrasador, exclusivo, con tendencias lloronas y funerarias, sabores de amargura y relámpagos de lirismo.

La historia era de las más comunes. Apenas conocía Santiago el amor más que por inclinaciones o caprichos insubstanciales, cuando se prendó de una señorita de La Guardia, a quien había conocido en la niñez y en la juventud florida de ella, sin que jamás se le ocurriera que viniese a ser la dama de sus pensamientos. Ello fue repentino, obra de un par de tardes apacibles; se inició en una fiesta popular; siguió desarrollándose en un paseo junto a la iglesia, después en un refresco que dio el cura párroco al señorío principal de la villa; y para determinar el incendio de la grande alma de Ibero, no hubo más combustible que unas palabritas de simpatía disimulada con donosas burlas; después otras de él que debieron de ser de lo más atrevido dentro del comedimiento social, y luego... un par de cartas muy respetuosas con las indispensables fórmulas de rendimiento y ternura. Obtuvieron estas una cortés acogida, que ya significaba mucho en la condición de la niña, y a tal demostración siguieron bromas delicadas que encerraban veras muy dulces; en sucesivas entrevistas se marcó el gusto que recibía la señorita de verse amada por un joven tan gallardo como Ibero y de tan honrosos adelantos en la carrera militar; mas no queriendo entregar su alma sin la preparación y trámites que pide la decencia, echó por delante risueñas esperanzas, con las cuales el hombre se tuvo por amante dichoso. Pero ¡ay!, en cuanto le alejó de La Guardia la dura obligación militar, ya no fue vida su vida, sino un martirio continuado, pues lo mismo le atormentaban sus alegrías delirantes que sus lúgubres tristezas. Un correo amoroso, enviado y recibido de tarde en tarde, sostenía su pasión en el punto de mayor ardimiento. Cartas recibió en Miranda, en Morella, en Madrid, y cartas expidió desde aquellos y otros puntos. No queriendo dudar, dudaba; la niña, fuese por estudio, fuese porque así lo dictaba la realidad, a lo mejor salía proponiendo ruptura. ¿En qué se fundaba? En razones de familia muy atendibles que no podían exponerse por cartas; en repentinas veleidades de vocación religiosa, que despertaban en Ibero furiosos celos de Jesucristo... Ello es que el hombre no vivía, y sus inquietudes subían de punto con la idea mortificante de no ser grato a la familia, que si le apreciaba como a un joven de mérito, de honrada progenie y buen acomodo, quizás no le creía digno de poseer un bien tan grande como la niña de Castro Amézaga, noble por los cuatro costados y poseedora de un rico patrimonio. En el aburrimiento y soledad de aquel viaje a Valencia, sus temores y tristezas se resumían en el propósito de dirigir una expresiva carta al Sr. de Navarridas no bien llegara al término de su caminata. Urgía despejar la terrible incógnita. Pensando en ello, ocupada la mente noche y día por la linda imagen de su dama, iba el hombre tragando leguas, bebiendo polvo, espaciando la vista por las llanuras abrasadoras o distrayéndola en los cerros piníferos; cumpliendo como una máquina sus deberes militares, sin más gusto que el de tolerar a los soldados todos los esparcimientos que no fueran escandalosa violación de la disciplina.

Nada ocurría en el cansado viaje que alterara la desazón tediosa del alma de Ibero. ¡Si al menos hubiera guerra, enemigos que combatir, ocasiones de exponer la vida y de ganar nuevos laureles! ¡Acabarse la guerra cuando él se hallaba casi a las puertas del generalato! La faja hubiera sido un título ante el cual los Navarridas no podrían mostrarse inflexibles... Pero ya no había que pensar en nuevas campañas, pues Espartero había asegurado la paz por mucho tiempo. ¡Qué cosas trae la vida, Señor! ¡Él, Santiago Ibero, que había peleado sin ambición, movido tan sólo del ardiente amor de la libertad, y del gusto de afianzarla con las armas, apenas terminada la lucha sentía en su alma el gusanillo, la avidez de más altos títulos y empleos para deslumbrar con ellos a una noble familia! Y no era él hombre para despreciar la paz, ni haría cosa alguna que contribuyese a renovar los pasados horrores. Su conciencia antes que todo. Si no le daban la niña de Castro, no podría vivir. La muerte sería la solución, un morir no menos glorioso que el de los campos de batalla, pues lo mismo daba caer a los pies de Cupido que a los pies de Marte, que tan dios era Juan como Pedro.

Por efecto del calor y del cansancio que le quitaban el apetito, al pasar las Cabrillas iba el hombre tan espiritado, que el caballo, si en ello pensara, habría podido darse cuenta de una notable disminución en el peso de su jinete y señor. Ya en el llano de Valencia, donde los soldados se entregaban a locas alegrías, convidados de la dulzura del clima y de las abundancias de aquella tierra, Ibero se sintió invadido por tristezas más crueles, que se le agarraron al hígado, al corazón, y luego despedían negros vapores hacia la cabeza. Marchando en las serenas noches, se complacía en ver espectros, que surgían a uno y otro lado del camino, y pausadamente se alejaban ante el regimiento, mirando hacia atrás con fúnebres ojos. No eran, no, las nubes de polvo que levantaba el viento, eran ilusorios o verdaderos fantasmas, seres de otro mundo, que venían a penar en este y en el propio lugar donde fueron despojados de su carnal vestidura; eran las sombras de los infelices españoles brutalmente fusilados en los mataderos de Utiel, Chiva y Burjasot. De un suelo harto de sangre se evaporaban los trágicos horrores de la guerra para turbar los días serenos y las noches plácidas de la paz. Fuese porque estas imaginaciones le trastornaran, fuese porque al pasar bruscamente del achicharradero de la meseta central a las humedades ribereñas contrajera algo de paludismo, ello es que entró en Valencia con escalofríos y sed insana. El físico le recomendó descanso y pócimas; mas no hizo caso, atendiendo sólo, antes que a su salud, a buscar en el correo, o en la Capitanía General, las cartitas de La Guardia. Contaba con ellas como con la salida y puesta del sol a la hora marcada por los almanaques. Pero los divinos papeles ¡ay!, o no habían llegado, o andaban perdidos en los laberintos de la ciudad, quizás en manos de personas extrañas que los profanaban leyéndolos. ¡Qué abominación! Horrenda catástrofe era que se perdiesen, y crimen nefando que los violara la curiosidad. Lo primero merecía una revolución; lo segundo, un cruel castigo... fusilar sin piedad a todo español que desflorase una carta.