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Montes de Oca/7

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Viviendo en sus soledades, sin dejar de atender con mecánica regularidad a su militar obligación, nada le importaban a Ibero los acontecimientos políticos, y las noticias del motín de 1.º de Septiembre en Madrid le afectaron muy poco. El movimiento no fue iniciado por la plebe ni por los militares. El Ayuntamiento rompió plaza, declarando su propósito de no cumplir la Ley Municipal y poniéndose en frente del Estado. Era una nueva forma de revolución, a lo pacífico, como la preconizaba el buen Milagro, y ello debía de estar bien guisado, porque la Milicia se apiñó resueltamente al lado de los ediles, y el ejército fraternizó con el pueblo. Con este modo de señalar, claro es que no había de correr sangre, ni había para qué.

Llegaban a Valencia las noticias abultadas y con cierto cariz poético. ¡Qué orden tan admirable! Verdaderamente no había pueblo más digno de la libertad que el español. Así se engrandecían las naciones. Los extranjeros se admiraban de nuestra cordura, de nuestra cívica virilidad. Se repetían las frases ardientes de González Bravo, pronunciadas en el Ayuntamiento, las proclamas de San Miguel a la Milicia, y los dichos catonianos de este y el otro individuo, que entonces empezaban a figurar en la historia. Naturalmente, se formó una Junta, que asumió todos los poderes, y su primer cuidado fue dirigir una respetuosa exposición a la Reina. Todo se hacía con respeto: con respeto se convirtió un Municipio en Estado, y la fuerza pública se ponía a las órdenes de un Alcalde, con muchísimo respeto. Oyendo contar a su amigo Araoz estas novedades, Ibero lo encontraba todo muy natural; pero no pudo menos de reír al enterarse de que en la flamante lista de secretarios de la Junta de Madrid figuraba el claro nombre de José del Milagro.

Dígase entre paréntesis que la ley de Ayuntamientos, causa de toda la trapisonda, no era más que una triquiñuela legal de los moderados para reducir a su mínima expresión la fuerza popular en los comicios, y matar de raíz las aspiraciones progresistas. Revelaron en ello, si no la suprema inteligencia de que blasonaban, una trastienda frailuna de que sus contrarios carecían. Los caballeros del Progreso, aferrados a la política sentimental, todo lo resolvían con himnos, abrazos y banderolas; los otros iban un poco más al bulto.

Cundió por toda España el ejemplo de Madrid, y el pronunciamiento no tardó en ser nacional. Vencida por un superior juego, la Reina no tenía ya más que una carta, y la jugó sin vacilar: Espartero fue Presidente del Consejo de Ministros... Vio en ello Ibero la solución más natural y conveniente, pues el Duque y la Reina, las dos personas más altas de la Nación, encontrarían la forma y manera de hacer felices a los españoles, dándoles leyes justas y gobernando con prudencia y eficacia. Siempre había sido Ibero un gran inocente, y bajo la influencia soñadora y narcotizante de su refinado amor, lo era mucho más. Pensaba como un niño, y en la paz los tonos rudos de su fiereza militar se avenían singularmente con el carácter incoloro y anodino de sus ideas. Por aquellos días recibió su nombramiento de coronel, y fue a dar las gracias a la Reina, que le recibió muy afable, sin repetir las delicadas bromas acerca del noviazgo. Sin duda la señora no se acordaba ya de tal cosa: su semblante revelaba insomnios y tristeza. La gravedad de la situación política la reconoció Ibero claramente en los hoyuelos, que aparecían algo desvanecidos y con pocas ganas de broma. Salió de la regia estancia compadeciendo a Su Majestad, y deseoso de que el Pronunciamiento le trajese días gloriosos, cosa en verdad menos fácil de lo que parecía.

Recibió el coronel con su honroso grado el mando del Príncipe, y en la toma de posesión y en los trabajos de revista de material, documentación, caja y demás, se le pasaron algunos días. Consagrose después a un rudo trabajo epistolar, mandando para La Guardia en plieguecillos de papel toda su alma y tiernísimos memoriales, y mientras escribía con destreza febril, apenas se enteró de que el recibimiento hecho en Madrid al Duque fue un delirio, de que la Junta revolucionaria, como quien no dice nada, se permitía pedir a la Reina que diese un manifiesto reprobando los consejos de los traidores que la rodeaban; que separase de su lado a todos los funcionarios palatinos y personas notables que habían concurrido a engañarla, etc. Poco después, no fueron tan sentimentales los acuerdos de la Junta, pues se arrancó a proponer al Duque la reforma de la Regencia, con arreglo a los buenos principios. La Reina era excelente persona, según la Junta, y estaba animada de las mejores intenciones; pero en su inexperiencia encontraban un campo fácil de explotar los que aspiran a perdernos. Para no cansar (el documento es largo y mal escrito), querían los junteros asociar a la augusta persona otras que participaran con ella de carga tan pesada... y merecieran la estimación y confianza nacional.

En esto, formaba el Duque su Ministerio, lo que no le fue difícil, dueño como era de la fuerza y de la opinión, y con sus ministros en el bolsillo, tomó el camino de Valencia, a donde llegó el 8 de Octubre, harto de ovaciones, siendo la más solemne y estrepitosa la que en la ciudad del Turia dispuso y efectuó la gran mayoría del vecindario, el Ejército y Milicia. A la Cruz Cubierta salieron a esperarle generales y jefes, el Ayuntamiento, y gentío inmenso de todas las clases sociales. Locos de entusiasmo, los chicos de Milicia y pueblo desengancharon los caballos de la carretela y tiraron de ella tan guapamente hasta el interior de la ciudad, en medio del estruendo de las aclamaciones patrióticas, que semejaba a los fragores de la Naturaleza. Comparsas y músicas unían su clamor a la delirante voz del Progreso. De balcones, ventanas y azoteas llovían flores, coronas, dulces, confites, versos del inspirado Arolas. Al llegar el pacificador a su alojamiento en casa del Marqués de Mascarell, cantaron un himno los coristas del teatro, digno remate de función tan lucida y grandiosa... No ha existido en España popularidad semejante, tanto más hermosa cuanto eran más efectivos los méritos que la justificaban. ¡Qué caminito para fundar algo grande y duradero! Ya se irá viendo, a medida que vaya clareándose el balance histórico, lo que España debió a Espartero, y lo que Espartero quedó a deber a España. Esta pobre vieja siempre sale perdiendo en todas las cuentas.

«Eso de que la Regencia sea doble -dijo Ibero en aquellos días, imponiendo su opinión a la oficialidad, mientras tomaban café en el cuarto de banderas-, me parece una inspiración del cielo. Los dos partidos, las dos ideas se juntan y gobiernan y transigen como un matrimonio, que no se puede disolver. Si esto no cuaja, señores, será porque aquí ya no hay patriotismo».

Opinaron todos como él, y pusieron en el cuerno de la luna lo que llamaban la co-Regencia, invención de la Junta municipal y constituyente de Madrid. Mientras de esto platicaban los militares, haciendo de paso sátiras muy acerbas de los personajes moderados que componían la camarilla de la Reina, esta escuchaba en su cámara la lectura del programa ministerial, en el cual, entre vanas retóricas, se soltaba esta idea: Pero lo que más generalmente se desea es que Vuestra Majestad se acompañe de hombres prácticos en la ciencia de gobierno... Luego remachaban con este otro parrafito: Es opinión tan generalizada, que hasta en los pueblos más pequeños y que menos parece se ocupan de las cosas públicas, existe; y es tal la exigencia respecto a este punto, que la creemos irresistible, y un escollo contra el cual se estrellaría cualquier Gobierno que intentase contrarrestarla. Oyó la Reina, y no dijo si le parecía bien o mal el documento, discreción en verdad muy extraña, pues para saber lo que opinaba del programa se lo habían leído. Como para quitar a los consejeros el mal efecto que había hecho su mutismo, requirió Cristina el Crucifijo y Evangelios para que los tales juraran, y con esto y el acto solemne de tomarles la prenda de sus conciencias, les tranquilizó, y ellos se tuvieron ya por ministros efectivos. Salieron de Palacio, y pasó un lapso de tiempo que por su importancia en aquella comedia hubo de merecer diversos cálculos acerca de su duración. Fue lo que podría llamarse un rato histórico, y su longitud la apreciaron unos en más, otros en menos. D. Joaquín María Ferrer lo fijaba en veinte minutos, D. Manuel Cortina en quince, y Gómez Becerra en media hora. Ello es que no había transcurrido después de la jura una larga existencia ministerial, cuando Espartero, que aún no había salido del palacio de Cervellón, fue llamado precipitadamente. Su instinto le anunció algo grave, y no se equivocaba el señor Duque, hombre de olfato seguro, pues al entrar en la regia estancia, la Gobernadora, nerviosa y demudada, retorciendo en sus lindas manos el pañuelo, le dijo sólo tres palabritas: «Espartero, yo abdico».

¿Qué hablaron en el resto de la conferencia, que duró más de una hora? Claro es que Espartero empleó aquel tiempo en disuadir a Su Majestad de la resolución expresada. Debió de argumentar como ministro, como general y como caballero, y las varias razones salidas de sus labios no debieron de tener otro fin que la demostración del daño grande que al país ocasionaría la renuncia. En ningún archivo histórico consta ni puede constar aquel diálogo; pero la verosimilitud y el arte hipotético pueden reconstruirlo. Lo verdaderamente indescifrable es el pensamiento de uno y otro mientras hablaban; lo que dijeron no ofrece dificultad grande al historiador. Claro como el agua se ve que el Duque agotó todo su caudal lógico para quitarle de la cabeza a la bella Cristina la ventolera de abandonar su cargo, y que la Reina se obstinó en la renuncia, como quien ha tomado un acuerdo irrevocable, con su cuenta y razón. O anhelaba descanso, vida doméstica, goces más tranquilos que los del poder, despojado ya de todo encanto para ella, o vislumbrando un porvenir de dificultades insuperables, hacía la jugada de endosar al vecino su parte de responsabilidad. Cualesquiera que fuesen los móviles, estrategia o fatiga, ello es que la Soberana y el Soldado se separaron cada cual con su tema. No hubo acuerdo más que en la conveniencia de que sólo el Gobierno supiese la grave resolución, y de que al día siguiente se celebrara Consejo para discutirla.


Pero ¡ay!, el Gobierno no fue más afortunado que su Presidente: los pobres ministros, que se creían en situación muy desairada ante una Reina que, mientras tomaba juramento, tenía guardado el escrito de su renuncia en la gaveta de la mesa donde estaban el Crucifijo y los Evangelios, hablaron sin tasa para disuadirla. Todo inútil. «Yo me voy, yo me voy, y yo no puedo más». Con esta misma tenacidad categórica rechazaba María Cristina todos los extremos del programa ministerial, negándose a suspender la ley de Ayuntamientos y a reconocer la legalidad de las Juntas, y abominando de la co-Regencia.

«¿Por qué Vuestra Majestad no nos dijo todo eso antes de hacernos jurar?».

-Porque no podíamos prescindir del juramento, señores míos; porque era forzoso que hubiese un Ministerio en quien resignar el poder, para que la Nación no quedase sin gobierno.

Ni con estas razones ni con otras que expuso la dama se dieron por convencidos, y acordaron dejar en suspenso la discusión, celebrando nuevo Consejo al siguiente día. En el intermedio preparose Cristina de nuevas armas dialécticas, que fácilmente encontraba en el arsenal de su camarilla, y el Ministerio, tras una fatigosa disputa en que la fuerza lógica de seis hombres de autoridad se estrellaba en la tenaz porfía de un ser débil (hecho en verdad muy humano, que ocurre constantemente en el orden privado), se declaró vencido... Espartero y los suyos hubieron de aceptar la situación creada por la renuncia; mas no se puede determinar, a estas distancias cronológicas, si al acto de aceptar el hecho acompañó tristeza o alegría de los corazones. La actitud de Cristina tomaba toda su fuerza de la propia debilidad mujeril y del respeto y exquisitas consideraciones con que era forzoso tratarla. Había pronunciado con toda la majestad del mundo un ahí queda eso, y ya podían venir a predicarle abogados, generales y hacendistas. Si estos querían hacer un poco de historia con elementos más o menos políticos y literarios, ella sabía componerla con un mohín tan enérgico como gracioso, con un rasgueo de abanico y un estira y afloja de los expresivos hoyuelos.

No tardó en hacerse público el estupendo caso, y cada cual lo comentó como quiso, prevaleciendo el criterio de que Doña María Cristina daba muestras de gran patriotismo, quitándose de en medio para que viniesen otros a labrar la felicidad de la patria. Entre tantas opiniones, el historiador debe preferir las que rompían los vulgares moldes del juicio de los más, revelando en su propia extravagancia un cierto poder de adivinación. A la tertulia del cuerpo de guardia de Palacio asistía diariamente un señor de edad madura, a quien llamaban Don Nicolás, no se sabe por qué, pues no era este su verdadero nombre. Gustaba de andar entre militares, sabía revolver la historia de su época y apuntar sobre cosas y personas juicios muy donosos. Valenciano neto, poseía la perspicacia levantina, el decir sentencioso, y un sentido de la realidad que los ribereños del Mediterráneo deben a la frecuencia con que les visita el espíritu de Maquiavelo.

D. Nicolás expresó una opinión que fue motivo de risa y chacota entre los circunstantes, bebedores de café y copas, fumadores de tagarninas. «Pues la razón de todo esto -dijo- es el odio que la señora ha tomado a Espartero. Le aborrece; no puede matarle con su autoridad, y le mata con su dimisión. La cosa es bien clara. ¿Cuál es para Cristina la mejor manera de hundir al Duque y de inutilizarle para siempre? Un hombre, un Rey, le arrancaría de las manos el bastón de generalísimo. Una mujer posee otros medios de venganza y castigo más eficaces... ¿Qué es ello? Pues ponerle en la situación de que la patriotería le haga Regente. Cátate Regente por virtud y gracia de los patriotas, cátate perdido. Esto es juego muy fino, señores, la quinta esencia del saber político y humano. Para poseer esta ciencia sutil hay que ser de la otra banda, haber nacido al pie del Vesubio o del Etna. Acá somos más llanotes y atacamos al enemigo por lo derecho... ¿Qué, se ríen? Le da la Regencia; él la toma; y ella, sentadita a la otra orilla, le ve patalear y hundirse...».

Rieron, porque si el juicio era tan disparatado que no merecía los honores de la refutación, en él resplandecían la originalidad y el ingenio. Por toda Valencia cundía, entre carcajadas, con el estribillo de Cosas de D. Nicolás.