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Mosquita muerta

De Wikisource, la biblioteca libre.
Tradiciones peruanas: Cuarta serie (1894)
de Ricardo Palma
Mosquita muerta


(Al poeta español Adolfo Llanos y Alcaraz)


El virrey marqués de Castelfuerte vino al Perú en 1724, precedido de gran reputación de hombre bragado y de malas pulgas.

Al día siguiente de instalado en Palacio, presentose el capitán de guardia muy alarmado, y díjole que en la puerta principal había amanecido un cartel con letras gordas, injurioso para su excelencia. Sonriose el marqués, y queriendo convencerse del agravio, salió seguido del oficial.

Efectivamente, en la puerta que da sobre la plaza Mayor leíase:


AQUÍ SE AMANSAN LEONES.


El virrey llamó a su plumario, y le dijo: «Ponga usted debajo y con iguales letrones:


«CUANDO SE CAZAN CACHORROS».


Y ordenó que por tres días permaneciesen los letreros en su puerta.

Y pasaban semanas y meses, y apenas si se hacía sentir la autoridad del marqués. Empleaba sus horas en estudiar las costumbres y necesidades del pueblo y en frecuentar la buena sociedad colonial. No perdía, pues, su tiempo; porque antes de echarla de gobierno, quería conocer a fondo el país cuya administración le estaba encomendada. No le faltaba a su excelencia más que decir.


«Yo no soy de esta parroquia,
yo soy de Barquisimeto;
nadie se meta conmigo,
que yo con nadie me meto».


La fama que lo había precedido iba quedando por mentirosa, y ya se murmuraba que el virrey no pasaba de ser un memo, del cual se podía sin recelo hacer giras y recortes.

¿La Audiencia acordaba un disparate? Armendáriz decía: «Cúmplase, sin chistar ni mistar».

¿El Cabildo mortificaba a los vecinos con una injusticia? Su excelencia contestaba: «Amenemén, amén».

¿La gente de cogulla cometía un exceso? «Licencia tendrá de Dios», murmuraba el marqués.

Aquel gobernante no quería quemarse la sangre por nada ni armar camorra con nadie. Era un pánfilo, un bobalicón de tomo y lomo.

Así llegó a creerlo el pueblo, y tan general fue la creencia, que apareció un nuevo pasquín en la puerta de palacio, que decía:


ESTE CARNERO NO TOPARÁ.


El de Castelfuerte volvió a sonreír, y como en la primera vez, hizo poner debajo esta contestación:


A SU TIEMPO TOPARÁ.


Y ¡vaya si topó!... Como que de una plumada mandó ahorcar ochenta bochincheros en Cochabamba; y lanza en mano, se le vio en Lima, a la cabeza de su escolta, matar frailes de San Francisco. Se las tuvo tiesas con clero, audiencia y cabildantes, y es fama que hasta a la misma Inquisición le metió el resuello.

Sin embargo, los rigores del de Castelfuerte tuvieron su época de calma. Descubiertos algunos gatuperios de un empleado de la real hacienda, el virrey anduvo con paños tibios y dejó sin castigo al delincuente. Los pasquinistas le pusieron entonces el cartel que sigue:


ESTE GALLO YA NO CANTA,

SE LE SECÓ LA GARGANTA.


Y como de costumbre, su excelencia no quiso dejar sin respuesta el pasquín, y mandó escribir debajo:


PACIENCIA, YA CANTARÁ

Y A ALGUNOS LES PESARÁ.


Y se echó a examinar cuentas y a hurgar en la conducta de los que manejaban fondos, metiendo en la cárcel a todos los que resultaron con las manos sucias.

La verdad es que no tuvo el Perú un virrey más justiciero, más honrado, ni más enérgico y temido que el que principió haciéndose la mosquita muerta.

Lo que pinta por completo su prestigio y el miedo que llegó a inspirar es la siguiente décima, muy conocida en Lima, y que se atribuye a un fraile agustino:


«Ni a descomunión mayor,
ni a vestir el sambenito,
tiene pena ese maldito
durecido pecador.
Mandinga, que es embaidor,
lo sacó de su caldero:
vino con piel de cordero
teniéndola de león...
Mas ¡chitón, chitón, chitón!,
la pared tiene agujero».