Motivos de Proteo: 018

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Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
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XVII - La respuesta de Leuconoe.[editar]

Soñé una vez que volviendo el gran Trajano de una de sus gloriosas conquistas, pasó por no sé cuál de las ciudades de la Etruria, donde fue agasajado con tanta espontaneidad como magnificencia. Cierto patricio preparó en honor suyo el más pomposo y delicado homenaje que hubiera podido imaginar. Escogió en las familias ciudadanas las más lindas doncellas, y las instruyó de modo que, con adecuados trajes y atributos, formasen una alegórica representación del mundo conocido, donde cada una personificara a determinada tierra, ya romana, ya bárbara, y en su nombre reverenciase al César y le hiciera ofrecimiento de sus dones. Púsose en ensayo este propósito; todo marchaba a maravilla; pero sea que, distribuidos los papeles, quedase sin ninguno una aspirante a quien no fuera posible desdeñar; sea que lo exigiese el arreglo y proporción en la manera como debían tejerse las danzas y figuras, ello es que hubo necesidad de aumentar en uno el número de las personas. Se había contado ya con todos los países del mundo, y se dudaba cómo salvar esta dificultad, cuando el patricio, que era dado a los libros, se dirigió a un estante, de donde tomó un ejemplar de las tragedias de Séneca, y buscando en la Medea el pasaje donde están unos versos que hoy son famosos, por el soplo profético que los inspira, habló de la presunción que hacía el poeta de la existencia de una tierra ignorada, que futuras gentes hallarían, yendo sobre el misterioso Océano; más allá (añadió el patricio) de donde situó a la sumergida Atlántida, Platón. Este soñado país propuso que fuera el que completase el cuadro, ya que faltaba otro. Poco apetecible destino parecía ser el de representar a una tierra de que nada podía afirmarse, ni aun su propia existencia, mientras que todas las demás daban ocasión para lucir pintorescos y significativos atributos, y para que se las loase, o se las diferenciase cuando menos, en elocuentes recitados. Pero hubo quien, renunciando al papel que ya tenía atribuido, reclamó el humilde oficio para sí. Era la más joven de todas y la llamaban Leuconoe. No se halló el modo de caracterizar, con apropiadas galas, su parte, y se acordó que no llevara más que un traje blanco y aéreo como una página donde no se ha sabido qué poner... Llegado el día, realizóse la fiesta; y noblemente personificadas, las tierras desfilaron ante el señor del mundo, después de concertarse en variadas danzas de artificio, y cada una de ellas le dedicó sus ofrendas.

Presentóse, primero que ninguna, Roma, en forma casi varonil: éste era el modo de hermosura de la que llevaba sus colores; el andar, de diosa; el imperio en el modo de mirar; la majestad en cada actitud y cada movimiento. Ofreció el orbe por tributo; y la siguió, como madre que viene después de la hija por ser ésta soberana, Grecia, coronada de mirto. Lo que dijo de sí sólo podría abreviarse en lápida de mármol. Italia vino luego. Habló de la gracia esculpida, en suaves declives, sobre un suelo que dora el sol, al son armónico del aire. Celebró su feracidad; aludió al trigo de Campania, al óleo de Venafro, al vino de Falerno. La rubia Galia, depuesto el primitivo furor, mostró colmadas de pacíficos frutos las corriente del Saona y el Ródano. Iberia presentó sus rebaños, sus trotones, sus minas. Ceñida de bárbaros arreos, se adelantó Germania, e hizo el elogio de las pieles espesas, el ámbar transparente, y los gigantes de ojos azules cazados para el circo en la espesura de la Carbonaria y de la Hircinia. Bretaña dijo que, en sus Casitérides, había el metal de que toman su firmeza los bronces. La Iliria, famosa por sus abundantes cosechas; la Tracia, que cría caballos raudos como el viento; la Macedonia, cuyos montes son arcas de ricos minerales, rindieron sus tesoros; y se acercó tras ellas la postrera Thule, que ofreció juntos fuego y nieve, con la fianza de Pytheas. Llegó el turno de las tierras asiáticas; y en cuerpo de faunesca hermosura, la Siria habló de los laureles de Dafne y los placeres de Antioquía. El Asia Menor reunió, en doble tributo, los esplendores del Oriente con las gracias de Jonia, tendiendo, entre ambas ofrendas, la flauta frigia, como cruz de balanza. Se ufanó Babilonia con el resplandor de sus recuerdos. La Persia, madre de los frutos de Europa, brindó semillas de generosa condición. Grande estuvo la India cuando pintó montañas y ríos colosales, cuando invocó las piedras fúlgidas, el algodón, el marfil, la pluma de los papagayos, las perlas; cuando nombró cien plantas preciosas: el ébano, que ensalzó Virgilio; el amono y el malabatro, braseros de raros perfumes; el árbol milagroso cuyo fruto hace vivir doscientos años... La Palestina ofreció olivos y viñedos. Fenicia se glorió de su púrpura. La región sabea, de su oro. Mesopotamia hizo mención de los bosques espesísimos donde Alejandro cortó las tablas de sus naves. El país de Sérica cifró su orgullo en una tela primorosa; y Taprobana, que remece el doble monzón, en la fragante canela. Vinieron luego los pueblos de la Libia. Presidiéndolos llegó el Egipto multisecular: habló de sus Pirámides, de sus esfinges y colosos; del despertar mejor de su grandeza, en una ciudad donde una torre iluminada señala el puerto a los marinos. La Cirenaica dijo el encanto de su serenidad, que hizo que fuese el lecho a donde iban a morir los epicúreos. Cartago, a quien realzara Augusto de las ruinas, se anunció llamada a esplendor nuevo. La Numidia expuso que daba mármoles para los palacios; fieras para las theriomaquias y las pompas. La Etiopía afirmó que en ella estaban el país del cinamomo, el de la mirra, los enanos de un pigmo y los macrobios de mil años. Las Fortunadas, fijando el término de lo conocido, recordaron que en su seno esperaba a las almas de los justos la mansión de la eterna felicidad.

Por último, con suma gracia y divino candor, llegó Leuconoe. En nada aparentaba formar parte de la viviente y simbólica armonía. No llevaba sino un traje blanco y aéreo, como una página donde no se ha sabido qué poner... En aquel instante, nadie la envidiaba, por más que luciese su hermosura. El César preguntó la razón de su presencia, y se extrañó, cuando lo supo, viéndola tan mal destinada y tan hermosa.

-Leuconoe -dijo con una benévola ironía-: no te ha tocado un gran papel. Tu poca suerte quiso que la realidad concluyera en manos de las otras, y he aquí que has debido contentarte con la ficción del poeta... Admiro tu dulce conformidad, y me complace tu homenaje, puesto que eres hermosa. Pero ¿qué bien me dirás de la región que representas, si has de evitar el engañarme?... ¿Qué me ofreces de allí? ¿Qué puedes afirmar que haya en tu tierra de quimera?...

-¡Espacio! -dijo con encantadora sencillez Leuconoe.

Todos sonreían.

-Espacio -repitió el César- ...¡Es verdad! Sea desapacible o risueña, estéril o fecunda, espacio habrá en la tierra incógnita, si existe; y aun cuando ella no exista, y allí donde la finge el poeta sólo esté el mar, o acaso el vacío pavoroso, ¿quién duda que en el mar o en el vacío habrá espacio?... Leuconoe -prosiguió con mayor animación-: tu respuesta tiene un alto sentido. Tiene, si se la considera, más de uno. Ella dice la misteriosa superioridad de lo soñado sobre lo cierto y tangible, porque está en la humana condición que no haya bien mejor que la esperanza, ni cosa real que se aventaje a la dulce incertidumbre del sueño. Pero, además, encierra tu respuesta una hermosa consigna para nuestra voluntad, un brioso estímulo a nuestro denuedo. No hay límite en donde acabe para el fuerte el incentivo de la acción. Donde hay espacio, hay cabida para nuestra gloria. Donde hay espacio, hay posibilidad de que Roma triunfe y se dilate.

Dijo el César; arrancó de su pecho una gruesa esmeralda que allí estaba de broche, y era de las que el Egipto produce mayores y más puras; y prendiéndola al seno de la niña, la dejó, como un fulgor de esperanza, sobre la estola, toda blanca, mientras terminaba diciendo:

-¡Sea el premio para la región desconocida; sea el premio para Leuconoe!