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Motivos de Proteo: 036

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XXXV - Cosas que desaparecen en nuestro abismo interior, y vuelven de él. Las pulvículas de lo inconsciente.

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Fija tu atención, por breve espacio, un pensamiento; lo apartas de ti, o él se desvanece por sí mismo; no lo divisas más; y un día remoto reaparece a pleno sol de tu conciencia, transfigurado en concepción orgánica y madura, en convencimiento, capaz de desplegarse con toda fuerza de dialéctica y todo ardimiento de pasión.

Nubla tu fe una leve duda; la ahuyentas, la disipas; y cuando menos la recuerdas, torna de tal manera embravecida y reforzada, que todo el edificio de tu fe se viene, en un instante y para siempre, al suelo.

Lees un libro que te hace quedar meditabundo; vuelves a confundirte en el bullicio de las gentes y las cosas; olvidas la impresión que el libro te causó; y andando el tiempo, llegas a averiguar que aquella lectura, sin tú removerla voluntaria y reflexivamente, ha labrado de tal modo dentro de ti, que toda tu vida espiritual se ha impregnado de ella y se ha modificado según ella.

Experimentas una sensación; pasa de ti; otras comparecen que borran su dejo y su memoria, como una ola quita de la playa las huellas de la que la precedió; y un día que sientes que una pasión, inmensa y avasalladora, rebosa de tu alma, induces que de aquella olvidada sensación partió una oculta cadena de acciones interiores, que hicieron de ella el centro obedecido y amparado por todas las fuerzas de tu ser: como ese tenue rodrigón de un hilo, a cuyo alrededor se ordenan dócilmente las lujuriosas pompas de la enredadera.

Todas estas cosas son el barco que parte, y desaparece, y vuelve cargado de tributos.

Y es que nuestro espacio interior, ése de que decíamos que parece acabar donde acaba la claridad de la conciencia, como semeja la espaciosidad del mar tener por límite la línea en que confina con el cielo, es infinitamente más vasto, y abarca inmensidades donde, sin nuestro conocimiento y sin nuestra participación, se verifican mil reacciones y transformaciones laboriosas, que, cuando están consumadas y en su punto, suben a la luz, y nos sorprenden con una modificación de nuestra personalidad, cuyo origen y proceso ignoramos; como se sorprendería, si tuviese conciencia, la larva, en el momento de salir de su clausura y desplegar al sol alas que ha criado mientras dormía.

Allí, en ese obscuro abismo del alma, habitan cosas que acaso creemos desterradas de ella sin levante, y que esperan en sigilo y acecho: el instinto brutal que, domado, al parecer, en la naturaleza del malvado o el bárbaro, se desatará, llegando la ocasión, en arrebato irrefrenable; y el sentimiento de rectitud de aquel que, ofuscado por la pasión, cayó en la culpa, y ha de volver al arrepentimiento; y el impulso de libertad del esclavo que se habitúa a la cadena y yace en soporosa mansedumbre, hasta que, un día, todos sus agravios desbordan en uno de su pecho, y se iergue delante del tirano.

Allí duermen, para despertar a su hora, cosas que vienen de aun más lejos: la predisposición heredada, que, a la misma edad en que ocupó el alma del abuelo o el padre, a la misma edad se manifiesta y reproduce: la fatídica aparición de los Espectros, y esas impresiones de la infancia que, desvanecidas con ella, reaparecen en la madurez como centro o estímulo de una conversión que persevera hasta la muerte: así la emoción de Tolstoy niño ante la piedad de Gricha el vagabundo.

De allí, de esa obscuridad, soplan las intuiciones súbitas del genio, las inspiraciones del artista, las profecías del iluminado, que adivinan belleza o verdad sin saber cómo, por una elaboración interior de que no tienen más conciencia que de los cambios que se desenvuelven en las entrañas de la tierra. De allí también vienen esas tristezas sin objeto y esas alegrías sin causa, que el tiempo suele descifrar después, certificando los anuncios del oráculo íntimo, como el presentimiento de una calamidad o la anticipada fruición de una ventura.

«El Mercader de Venecia. -No acierto a entender por qué estoy triste. Mi tristeza me enfada a mí como a vosotros; pero no sé lo que es, ni dónde tropecé con ella, ni de qué origen mana. Hasta tal punto me ha enajenado la tristeza, que no me reconozco a mí mismo.

»Salarino. -Tu pensamiento se inquieta sobre el Océano, donde tus naves, con sus pomposas velas, como señoras o ricas ciudadanas de las ondas, dominan a las barcas de los pequeños traficantes, que reverentemente las saludan al pasar.

»El Mercader. -No creas que sea ésa la causa. No he puesto mi fortuna en una sola nave, ni en un solo puerto; ni pende todo mi caudal de las ganancias de este año. No nace de negocios mi melancolía.

»Salarino. -¿Nace entonces de amor?

»El Mercader. -Calla, calla...

»Salarino. -¿Tampoco nace de amor? Digamos, pues, que estás triste porque no estás alegre, del mismo modo que si dieras en reír y saltar, y dijeses luego que estabas alegre porque no estabas triste».

Cualquiera idea, sentimiento o acto tuyo, aun el más mínimo, puede ser un punto de partida en ese abismo a que tu vista íntima no alcanza. Lo que, olvidado, se sumerge en él, es quizá como el barco que se desorienta y pierde, y destrozado por las iras del piélago, ya no vuelve más; pero, a menudo también, es como el barco que vuelve, colmado de tesoros. La fuerza de transformación y de fomento que mora en aquella profundidad, es infinita. Por eso, en el principio de las más grandes pasiones, y de los empeños más heroicos, no se suele encontrar sino esas indefinibles vaguedades, esos tímidos amagos, esos pálidos vislumbres, esos perezosos movimientos que aun cuando no los ponga bajo su amparo la atención, ni vengan a excitarlos nuevas provocaciones de las cosas, toman por sí mismos portentoso vuelo con sólo el calor y la humedad de la tierra pródiga y salvaje que se dilata bajo la raíz de nuestra vida consciente.

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Son los infinitamente pequeños del pensamiento y la sensibilidad; las pulvículas que flotan, innumerables y dispersas, en nuestro ambiente íntimo; los vagos ecos que la conciencia escucha algunas veces, como venidos de un hervor subterráneo; gérmenes o despojos que representan, con relación al sentimiento neto, actual y definido, lo que para el chorro de agua del surtidor el polvo húmedo que de él se desprende y le rodea.

El sutil y ejercitado atalayador de sí mismo, los trae al campo de la observación; y cuando el psicólogo por los procedimientos del arte, se aventura en las reconditeces de la conciencia y saca a luz lo del más obscuro fondo, ellos aparecen, como los corpúsculos del aire si un rayo de sol cruza por entre sus inarmónicas danzas. Así cuando Sterne, el imaginador de Tristram Shandy, descubre con su lente humorística la imperceptible operación del hecho nimio y desdeñado, dentro del alma y en la vida de cada uno, y su repercusión en las de los otros, y sus asociaciones, y su engrandecimiento; como quien siguiera a la burbuja levísima desde que se disuelve en el aire y entra a hacer parte de invisible vaporación, hasta que nace y campa, preñada de tormentas, la nube; o bien, cuando Marivaux, docto en mil menudencias arduas y preciosas, observa, como tras un vidrio de aumento, los inciertos albores de una pasión, el relampagueo de las intenciones, la gradación de los afectos, el vaivén de la voluntad vacilante, las gracias del amor que a sí propio se ignora; el transito, apenas discernible, de la indiferencia al amor, o del amor al desvío; todo el quizá, todo el casi, todo el apenas, del alma.

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Lo que nos parece instantáneo, improviso, y como comunicado por una potestad superior, en las bruscas transformaciones de nuestra vida moral, no es, la mayor parte de las veces, sino el resultado visible, la tardía madurez, de una acción larga y lentamente desenvuelta en el abismo interior, teniendo por principio y arranque una moción levísima. De aquí que baste, a menudo, otra moción no menos leve, una vaga y sutil excitación, un delicado toque, para provocar el estallido con que se desemboza nuevo modo de ser, nueva existencia: la obra estaba a punto de cuajar y no aguardaba más que un rasguño que la estimulara.

«Nada hay vil en la casa de Júpiter», decían los antiguos. Parodiándolo, digamos: «Nada hay nimio o insignificante en la casa de Psiquis».