Motivos de Proteo: 048

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XLVII - La autoridad paterna. Los oblatos.[editar]

Por otra parte, el verdadero impulso de la vocación cede más de una vez, desde sus tempranos indicios, a fuerzas y ardides que se le oponen. A pesar de lo profética y reveladora que suele ser la espontaneidad de la niñez para quien la observa de cerca, y a pesar también de la maravillosa intuición que el amor presta para ver en lo hondo de las almas, es caso común que la enamorada voluntad de los padres milite entre las causas que producen las desviaciones, los malogros y los vanos remedos de la vocación.

No se funda, la mayor parte de las veces, esta contraria influencia, en el desconocimiento de la predilección natural, que, cuando ya se anuncia en la infancia, lo hace en forma sobrado diáfana, viva y candorosa, para quedar inadvertida; sino en la falsa persuasión de que aquella voz de la naturaleza pueda sustituirse o anticiparse, con ventaja, por otra, elegida a voluntad, que se procura obtener laboriosamente, sin saber si hallará eco que la responda en el abismo interior. La oficiosidad del cariño, que previene peligros y padecimientos en la vía adonde tiende un precoz deseo; el halago de las promesas y los beneficios de otra; quizá el orgullo de la vocación propia y querida, que engendra la ambición de perpetuarla con el nombre; quizá, alguna vez, el amor melancólico por una antigua vocación que defraudó la suerte, y que se anhela ver resurgir y triunfar en un alma exhalada de la propia, ya que no pudo ser en ésta: todas son causas de que la voluntad de los padres se manifieste, a menudo, no para favorecer la espontánea orientación del alma del niño, sino para orientarla sin provocar su libre elección, o para apartarla del rumbo en que ella atinadamente acude a la voz misteriosa que la solicita.

La piedad de otros tiempos rendía a la Iglesia el tributo vivo del oblato, consagrado, sin intervención de su voluntad, al sacerdocio, desde antes del uso de razón. En todas las profesiones hay oblatos; y aun más habría si la «predestinación» paternal tuviera en ellas la irrevocabilidad de la consagración eclesiástica.

Fácil es de hallar en la infancia de los hombres superiores esta como prematura prueba de la incomprensión y los obstáculos del mundo. Si Haendel y Berlioz hubieron de optar entre la obediencia filial y su amor por la música, en cambio Benvenuto Cellini y Guido Reni, a la música eran destinados por sus padres, y sólo la rebelión del instinto los encaminó a su género de gloria. La autoridad doméstica que prometía a Hernán Cortés a las letras, dedicaba a Filangieri a las armas. Menos frecuente, pero no imposible, es el opuesto caso, en que la voluntad del padre, guiada por una segura observación, pone a un espíritu, contra el anhelo y preferencia de éste, en la vía de su verdadera aptitud, ahogando en germen una vocación falsa o dudosa. Ejemplo de ello es Donizetti, que soñaba ilusoriamente, de niño, no con el arte más espiritual, sino con el más material: la arquitectura. Cuando la educación que gobierna los primeros años, obra con este acierto, su eficacia es poderosa, casi tanto como el mismo don de la naturaleza: ¿quién tasará la influencia que, para formar y guiar, desde sus tiernos y plásticos comienzos, la natural disposición de un espíritu, puede tener una disciplina tal como la que el padre de Mengs fijó a la infancia del futuro pintor, ordenando menudamente, así sus estudios como sus juegos, a la superior finalidad de aquella vocación, cultivada como se haría con una simiente única y preciosa?

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Sabemos de los yerros de la oposición paterna por la historia de los que, superándola, lograron salir adelante con su intento. Pero en la «medianía» de todas las actividades y aplicaciones; en los rebaños de almas que cumplen, sin amor y sin gloria, su trabajo en el mundo ¡cuántos espíritus habrá cuya aptitud original y cierta, sacrificada desde sus indicios más tempranos para forzarla a dar paso a una aptitud facticia, no tuvo empuje o no halló medios con que resistir, y quedó ahogada bajo esta vocación parasitaria, que los condena a una irredimible mediocridad!