Motivos de Proteo: 067

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Motivos de Proteo de José Enrique Rodó
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LXVI - Paso de una vocación a otra. De la acción a la contemplación; los grandes historiadores. De la contemplación a la acción.[editar]

Interesante objeto de estudio sería el del paso de una vocación a otra: hecho para el que no son obstáculo forzoso, ni la aptitud probada en la primera, ni la honra y el provecho en ella alcanzados, ni el imperio con que un cierto genero de actividad tiende a fijar asociaciones y costumbres, cuando se le ha ejercido largo tiempo. Y no falta ocasión en que este trueque de actividades viene como por desenvolvimiento natural, y en que la nueva vocación parece que nace de las entrañas de la otra, o que maneja y beneficia riquezas que ésta ha acumulado.

El tránsito de Marta a María, de la vida de acción a la de contemplación, es cambio frecuente en el declinar de la existencia que empezó consagrada a las artes de la voluntad; aun dejando de lado los casos de interrupción frustránea o prematura de la aptitud primera, a que ya me referí cuando hablé del niño que jugaba con la copa de cristal. En mucha parte de los espíritus dotados a la vez del ánimo heroico, o el don de gobierno, y de la virtud de la expresión literaria, esta virtud se manifiesta y pone en obra, no simultáneamente con aquellos dones, sino después que ellos han completado la órbita de su actividad. Tal sucesión de aptitudes vese, particularmente, en la vida de los grandes historiadores. El historiador insigne suele ser un hombre de acción que, doblando la cúspide de la existencia, se consagra a acuñar su ciencia del mundo en el troquel de una superioridad literaria que sólo entonces descubre, o sólo entonces cultiva como ella merece. Fácil sería indicar ejemplos de ello en los historiadores clásicos: ya Tucídides, que no da vado a su vocación de narrador sino cuando la pérdida de Anfípolis señala el término de su vida pública; ya Tácito, que toma el punzón y las tablillas de Clío después de quitarse de los hombros la toga consular, bajo el despotismo de Domiciano; ya Polibio, que emplea en escribir su Historia la proscripción a que le reduce Paulo Emilio. Tras la ruina de la cultura intelectual, la narración histórica renace, en Occidente, en brazos de la experiencia política. Cuando los godos de Vitiges caen vencidos por las armas de Belisario, Casiodoro, que, como hombre de gobierno, no ha logrado evitar la ruina de aquel imperio efímero, se retira al convento de Viviers, y entre otras labores de su pensamiento, acomete la de narrar los hechos de los reyes de quienes ha sido, durante medio siglo, inspirador. Veteranos de la acción política y guerrera, fueron muchos de los cronistas que preceden a la reencarnación de la grande historia clásica. Joinville había acrecentado con la recompensa de sus hazañas, como conmilitón de San Luis, las tierras patrimoniales donde, en el reposo de sus últimos días, se contrajo a referir sus recuerdos, con el épico y delicioso candor de su crónica... Cuando don Juan II de Castilla aparta de su confianza a aquel hidalgo de la sangre, del carácter y del estilo, que se llamó Fernán Pérez de Guzmán, el antiguo privado compone, recluido en su señorío de Batres, la más rica y penetrante prosa histórica del siglo XV. Esta observación resultaría confirmada sí se la probase en los historiadores del Renacimiento. Guicciardini vuelve los ojos al tiempo pasado mientras reposa, en su Tusculum de Aratri, de los afanes del gobierno y de la guerra; Hurtado de Mendoza, cuando la ingratitud y suspicacia de Felipe II le retraen a su solar de Granada, después de gloriosísima vida de diplomático y político; Brantôme, hallándose de vuelta en sus dominios de Dordoña, tras largas aventuras de soldado y prolija experiencia de la corte; don Francisco de Melo, el Tácito portugués, cuando su desvalimiento y prisión le obligan a trocar por los libros su espada de las campañas de Flandes y Cataluña. Más adelante, el desengaño y sosiego de Saint-Simon, al cabo del porfiado maquinar con que consagró su vida a un pensamiento de vindicta aristocrática, valdría para la posteridad las pinceladas soberbias de las Memorias. El historiador que sólo sabe del mundo por los papeles que quita del polvo de los archivos, es especie que abunda más desde tiempos más cercanos; pero aún son numerosos, entre los del último siglo, los que proceden del campo de la acción: llámense Grote, que trueca, al término de su juventud, las borrascas del Parlamento por la serena contemplación de las cosas pasadas; llámense Guizot, cuya labor histórica, interrumpida durante veinte años de ilustre acción política, entra en definitiva y fecunda actividad después que el destronamiento de Luis Felipe aparta a su mentor de participar en la historia actual y viva; llámense Niebuhr, que deja su embajada de Roma y se recluye, por el resto de sus días, en el universitario ambiente de Bonn, para dar cima a una idea de su juventud con la obra magna a que dura vinculado su nombre.

La inspiración poética es también, alguna vez, flor que se abre en el ocaso de una vida de acción, por los voluptuosos o melancólicos estímulos del ocio y el recuerdo: tal se reveló en Silio Itálico entre los mármoles de su retiro de Parténope. Y el interés de la especulación filosófica, despertando en la mente, como incitativo dejo del mundo, luego de una juventud, y parte de una madurez, consagradas a la carrera de las armas y a la pasión de los negocios públicos, realizase en la vida de Destutt de Tracy.

Fue teoría de Saint-Simon, no el insigne autor de las Memorias, sino el utopista, que las doctrinas del pensador que aspirara a innovar en punto a ideas morales y sociales, no habían de concretarse y propagarse nunca sino en la vejez, viniendo precedidas de un dilatado período de acción, varia y enérgica, que diese lugar al conocimiento directo de las realidades más distintas y veladas; período experimental, en que proveyera el espíritu sus trojes para el retiro del invierno. Él mismo ajustó su existencia, de tan extrañas aventuras, a esta idea del perfecto reformador; o acaso ajustó la idea, a posteriori, al carácter que su existencia tuvo por necesidad; pero hay en ello, de todos modos, un fondo exacto y discreto, que corrobora cuán lógica y oportuna transformación puede ser la de un modo de vida en que desempeña principal papel la voluntad, en otro que dé preferencia al pensamiento.

El tránsito contrario, de la ciencia o el arte a la vida de acción, es hecho que se reproduce, a menudo, cuando a largos períodos de paz suceden grandes sacudimientos revolucionarios o guerreros. Naturalezas esencialmente activas, a quienes la quietud del ambiente mantiene ignorantes de su radical vocación o sin modo de satisfacerla, permanecen vinculadas hasta entonces a otra, quizá abonada por muy positiva aptitud, pero menos profunda y congenial que la que aguarda silenciosa su tiempo. La voluntad heroica se destaca tal vez, en esas horas supremas, por brazo sólo habituado a manejar una pluma, un compás, un pincel o un escalpelo. La tradición de las guerras de la Edad Media, en la Italia de güelfos y gibelinos, guardó el nombre del médico Juan de Prócida, que, ya famoso como tal, siente un día rebosar de su pecho los agravios de sus paisanos de Sicilia contra la conquista francesa, y va de corte en corte buscando príncipe vengador, y alienta el odio y la esperanza en el corazón de los suyos, hasta que aparece como personificación arrogante del desquite, iluminado por la siniestra luz de las trágicas Vísperas. Cuando el huracán revolucionario hace desbordarse a Francia sobre Europa, sus ráfagas arrancan a Kleber de pacíficas tareas de arquitecto para levantarle, en el término de pocos años, a vencedor de Heliópolis y reconquistador del Egipto; y penetrando en el estudio donde Gouvion de Saint-Cyr adiestra su mano de pintor, le mueven a tomar en ella la espada que ha de valer, en un cercano futuro, el bastón de mariscal del Imperio.