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Motivos de Proteo: 092

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XCI - El viajero de vocación es un alma opuesta al asceta y el estoico. El vagabondaggio.

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Porque los viajes son incentivo de renovación; inquietud y laboriosidad enemigas de toda suerte de herrumbre, orín y moho; fuego y martillo con que se rehacen las ideas y los sentimientos, suelen mirarlos con desvío quienes propenden a asegurar la constancia de la personalidad por las cadenas de una idea votiva, huraña e inmutable. La variedad en el escenario de la vida no se compadece con la mortal permanencia de las cosas de adentro. El viajero de instinto es, en la historia natural de las almas, una especie antagónica de las del asceta y el estoico. Recuerda cómo el estoicismo de Séneca truena en las Cartas a Lucilio contra los que piensan, viajando, variar de «alma, como si no viajasen en compañía de ellos mismos»; y recuerda a Kempis cuando enseña que «la imaginación y mudanza de lugar a muchos han dado engaño».

Tal vez el solo espíritu comprensivo y curioso que haya mirado con desvío el placer de viajar es Montaigne; pero en este amable escéptico la vocación sedentaria fue, sin duda, más que rasgo de su naturaleza, persuasión de la enfermedad, que le movía a horror por la agitación y afán de los viajes. Entre los inventores, los revolucionarios, los rebeldes, y los aguijoneados por la perspicacia de la duda y la crítica, compusieron siempre mayor número las almas que guardan algo de los nómadas; las almas para quienes el no ver lo lejano es tedio y melancolía de ceguera; para quienes el cambiar alguna vez de aire y de luz es necesidad vital, cuya insuficiente satisfacción origina una angustia y un padecimiento tan duros de sobrellevar como ése que ha llamado Beaunis, en sus Sensaciones internas, «dolor de inacción», si entendemos por tal el que nace de inmovilidad prolongada en una misma actitud, siquiera sea la del mejor dispuesto reposo: género de dolor que vence acaso en extremos de crueldad a las más descompasadas tensiones del movimiento y el esfuerzo.

En esta inclinación ambulativa, a veces tiránica y como proveniente de obsesión, radica esa nota del vagabondaggio, que incluyen entre los estigmas congeniales al entendimiento superior los que ven en éste una degeneración de cierta forma; estigma casi siempre bienaventurado y fecundo, como cuantos dan lugar a esa asimilación, en que las máculas del empobrecimiento vital participan de nombre con los caracteres de una centuplicada y todopoderosa salud de espíritu; vagabondaggio que, en Jordano Bruno, es aquel ir y venir de su batalladora madurez, de ciudad en ciudad, de una a otra escuela famosa, anhelando por la autoridad con quien pelear, por el sofisma y la preocupación que destruir, a modo del lebrel que husmea inquieto el rastro de la pieza; y que, en Byron, es el desasosiego inaplacable, la aspiración nostálgica e inmensa, que, como al Satán de Milton cuando desde las sombras busca la senda de los cielos, le arrebata al través de tierras y de mares, en pos de un sueño de libertad indómita y sublime, de belleza, de verdad, de amor; más allá, más allá siempre, dejando atrás los jardines de la Bética... atrás los mármoles de Italia... atrás el Partenón; más allá siempre, mientras no interpone los brazos la pálida cerradora del camino; traslado fiel de la agitación de las olas, que más de una vez mostraron a sus ojos imágenes que hablaban de su destino y de su alma, saltando a los costados del bajel errabundo de Harold y el Corsario:

Once more upon the waters! yet once more!...