Narración de los viajes de levantamiento de los Navíos de Su Majestad Adventure y Beagle entre los años 1826 y 1836: Capítulo II
Ingreso al estrecho de Magalhaens (o Magallanes), y fondeo en cabo Posesión – Primera Angostura – Bahía Gregorio – Indios patagones – Segunda Angostura – Isla Isabel – Bahía Agua Fresca – Indios fueguinos – Llegada a puerto del Hambre.
La marea en contra y vientos débiles nos detuvieron al ancla cerca del cabo Vírgenes hasta las cuatro de la tarde, cuando, con el cambio de la marea, una suave brisa nos llevó hasta pasada la punta Dungeness, acertadamente bautizada por Wallis por su parecido con la del canal Inglés. Un gran número de lobos marinos estaban amontonados sobre el banco, bañados por el agua de la marea, mientras otros chapoteaban en las rompientes. El cabo Posesión estaba a la vista, y con el viento y la marea en nuestro favor avanzamos hasta la diez, en que dejamos caer el ancla. Al amanecer nos encontrábamos a seis millas al este del cabo. Entonces viramos el ancla, y la dejamos caer nuevamente a tres millas del cabo hasta el atardecer, en que hicimos otro intento, pero nos alejamos de tierra, y fondeamos por tercera vez. Antes del anochecer hicimos un cuarto intento, pero la marea nos impidió hacer cualquier avance, por lo que nuevamente fondeamos.
Monte Aymond*[1] y “sus cuatro hijos” o según la pintoresca antigua nomenclatura “las orejas de burro”, estuvieron a la vista todo el día, así como un pequeño montículo de tierra en el horizonte hacia el SO, el que después resultó ser el pico más alto de la loma del cabo Orange, en el lado sur de la entrada a la Primera Angostura.
En este fondeadero la marea bajó treinta pies, pero la fuerza de la corriente, comparada con la velocidad de la que después encontramos que corría, era despreciable. Aquí experimentamos por primera vez las peculiares mareas de las cuales los navegantes antiguos han escrito. Durante la primera mitad de la llenante*[2] o marea hacia el oeste, la profundidad disminuyó, y luego, después de un corto intervalo, aumentó hasta tres horas después que la corriente de marea había comenzado a correr hacia el este.
A la mañana siguiente (21) nos acercamos un poco a tierra. Nuestros anteojos estaban apuntados hacia la costa en busca de habitantes, ya que por aquí Byron, y Wallis, y algunos de los navegantes españoles entraron en comunicación con los indios patagónicos; pero no vimos ninguno. Grandes masas de algas marinas,*[3] derivando con la corriente, pasaban flotando por el costado del buque. Una descripción de esta planta notable, aunque a menudo se ha dado antes, no es irrelevante ponerla aquí. Tiene sus raíces firmes en rocas o piedras del fondo del mar, y sube a la superficie, incluso desde grandes profundidades. Encontramos algunas firmemente agarradas al fondo de más de veinte brazas bajo el agua, y se arrastran por la superficie por más de cuarenta o cincuenta pies. Cuando está firmemente agarrada en el fondo muestra la dirección de la marea o de la corriente. También tiene la ventaja de indicar un fondo rocoso; pues donde quiera que haya rocas bajo el agua, su ubicación está, por así decirlo, señalizada por una masa de sargazos*[4], en la superficie del mar, de mayor extensión que el peligro que está abajo. En muchos casos tal vez causan una alarma innecesaria, ya que a menudo crecen en aguas profundas, pero no se debería acercar a su vecindad si no se ha sondado, especialmente si se ven masas, con los extremos de los tallos arrastrados a lo largo de la superficie. Si no hay corriente, o si el viento y la corriente tiran en la misma dirección, la planta permanece suavemente sobre el agua, pero si el viento está en contra de la corriente, las hojas se encogen y son visibles a la distancia, dando a la superficie del agua la apariencia de un escarceo.
Durante los últimos dos días la rastra nos había provisto de algunos ejemplares de Infundibulum de Sowerby (Patella Trochi-Formis, Lin) y la plomada del escandallo algunos caracoles muertos (Murex Magellanicus).
Hicimos otro intento la mañana siguiente, pero nuevamente nos alejamos de la costa, y fondeamos por octava vez. La apariencia amenazante de las nubes y una considerable caída del barómetro indicaban mal tiempo, el comandante Stokes estuvo de acuerdo conmigo en que era conveniente esperar las mareas de sicigias para pasar la Primera Angostura. Las naves fueron trincadas para esperar el temporal, que pronto llegó, y nos quedamos varios días a merced del viento, con los masteleros trincados, en medio de una rápida corriente, que a veces tiraba siete nudos. El 28, con algunos visos de mejoría del tiempo, hicimos el intento de pasar rápidamente la Angostura. El viento soplando fuerte, directamente contra nosotros, y aumentando a medida que avanzábamos, causaba una mar gruesa, que repetidamente rompía sobre nosotros. La corriente nos puso rápidamente en la Angostura, pero el temporal era tan violento que no pudimos izar más velamen que el absolutamente necesario para mantener la nave bajo gobierno. Haciendo bordadas cada diez minutos, cuando nos acercábamos a la costa o nos alejábamos mucho de tierra, y como el fondeadero que habíamos dejado estaba a considerable distancia de la entrada de la Angostura, la corriente no fue suficiente para llevarnos por si sola. En la estoa el viento disminuyó y como el tiempo mejoró, me hizo buscar un fondeadero cercano a la costa sur. La presencia de sargazos, sin embargo, que bordeaban la costa, me advirtió que me fuera, por los que nos vimos obligados a regresar a un fondeadero en bahía Posesión. El “Beagle” ya había fondeado en un lugar muy apropiado, pero la corriente era muy fuerte como para permitirnos llegar hasta el lugar en que este estaba, por lo que dejamos caer el ancla a una milla de su popa, en diecinueve brazas. La corriente tiraba cinco y poco después seis millas por hora. Si hubiésemos tenido la marea hacia el oeste de igual intensidad, habríamos tenido éxito en pasar la Angostura. Nuestro fracaso, sin embargo, respondió a los buenos propósito de hacernos conocer más la extensión del banco que limita la parte norte de bahía Posesión, y con la hora del cambió de la marea en la Angostura; lo cual en esos días (luna nueva) sucedió a unos pocos minutos del mediodía.
Cuando pasábamos el cabo Orange, vimos algunos indios que encendían fuego a sotavento del cerro para atraer nuestro interés, pero estábamos demasiado ocupados como para prestarle mucha atención a sus movimientos. También fueron vistos guanacos pastando cerca de la playa, esta fue la primera información que tuvimos de la existencia de estos animales al sur del estrecho de Magallanes.
Al amanecer (29) descubrimos que el buque había garreado considerablemente durante la noche. Viramos, y con la corriente favorable alcanzamos un fondeadero una milla adelante del Beagle. El fondo bajó rápidamente a ocho brazas, por lo que fondeamos de inmediato y al desvirar el cable la profundidad era de once brazas. Habíamos fondeado en la orilla de un banco, que poco después, cuando la marea bajó, quedó en seco a unas cien yardas del buque. Encontrándonos tan cerca del bajo, hicimos los preparativos para evitar que la nave lo tocara. Fondeamos un ancla a pique, y otras estuvieron listas para fondearlas, ya que la profundidad a lo largo de la nave había descendido de once a siete brazas y seguía bajando. Por suerte, estábamos a sotavento del banco, por lo que no tuvimos más inconvenientes, la llenante comenzó, y tan pronto como nos fue posible cambiamos de fondeadero, cerca de media milla al SE, en una posición muy favorable para nuestro próximo intento de pasar la Angostura. Esta noche la marea bajó treinta y seis pies y la corriente llegó a seis nudos.
La mañana siguiente hicimos otro intento de pasar la Angostura, y como habíamos fondeado muy cerca de su entrada, nos beneficiamos completamente de la fuerza, como también de toda la duración de la marea, tuvimos éxito en cruzarla en dos horas, aunque la distancia era más de veinte millas, y el viento directamente en contra de nosotros, el mar, como antes, rompiendo repetidamente sobre la nave.
Después de salir de la Angostura tuvimos que pasar a través de una fuerte corriente antes de quedar fuera de la influencia de la corriente que corre entre la Primera y la Segunda Angostura, pero la marea duró lo suficiente como para llevarnos hasta un fondeadero tranquilo. En la tarde viramos nuevamente, y llegamos a bahía Gregorio, donde el Beagle se nos unió a la mañana siguiente.
Desde que entramos al Estrecho, no habíamos tenido ninguna comunicación con el “Beagle” a causa del tiempo, y la fuerza de la marea; por lo tanto aprovechamos esta oportunidad para aprovisionarlo de agua, ya que le quedaba suficiente solo para dos días.
La mayor parte de este día lo pasamos en tierra, examinando el territorio y haciendo observaciones. Grandes fumarolas*[5] fueron observadas hacia el oeste. La orilla estaba sembrada de huellas de hombres y caballos, y de otros animales. Vimos zorros y avestruces; y huesos de guanacos que estaban esparcidos sobre el suelo.
El terreno en las inmediaciones de este fondeadero parecía abierto, bajo y cubierto de buen pasto. Se extiende por cinco o seis millas, con un ascenso gradual, hasta la base de una cadena de tierra de cumbres planas, cuya cima tiene cerca de mil quinientos pies sobre el nivel del mar. No se veía un árbol; sólo algunos arbustos (Berberis) interrumpían la uniformidad de la vista. El pasto parecía haber sido cultivado para los caballos o guanacos, y estaba muy intercalado con plantas de arándano, que tenían un fruto maduro y jugoso, aunque muy insípido.
Al día siguiente el viento fue demasiado fuerte y adverso como para permitirnos continuar. Temprano en la mañana un buque lobero americano, que regresaba del archipiélago Madre de Dios en dirección a las islas Malvinas, fondeó cerca de nosotros. El señor Cutler, su capitán, vino a bordo del “Adventure”, y pasó el día y la noche con nosotros, y me dio mucha información útil sobre la naturaleza de la navegación, y de los fondeaderos en el Estrecho. Me dijo que en su buque había un inglés, que era práctico en la navegación del Estrecho y que deseaba embarcarse en nuestra nave. Con mucho gusto acepté el ofrecimiento de sus servicios.
Al atardecer se observó un indio montado a caballo que paseaba de uno a otro lado de la playa, pero el tiempo me impidió enviar una embarcación hasta la mañana siguiente, cuando el teniente Cooke fue a tierra para comunicarse con él y otros indios que aparecieron, poco después del amanecer, en la playa. Al desembarcar, fue recibido por ellos sin el menor recelo. Eran ocho o diez, compuestos por un anciano y su esposa, tres hombres jóvenes, y el resto eran niños, todos montados en buenos caballos. La mujer, que parecía tener unos cincuenta años, estaba sentada a horcajadas sobre un montón de pieles de la que colgaban rodeándola pedazos de carne fresca de guanaco y carne de caballo seca. Todos estaban envueltos en mantas, hechas principalmente de pieles de guanacos, cosidas entre sí con los tendones del mismo animal. Estas mantas eran lo suficientemente grandes como para cubrirles todo el cuerpo. Algunas estaban hechas de pieles de “zorrillo” o mofeta, un animal parecido al turón, pero diez veces más ofensivo; y otras, de pieles de puma.
El más alto de los indios, a excepción del anciano, que no desmontó, tenía algo menos de seis pies de alto. Todos eran de apariencia robusta, y con respecto a la cabeza, longitud del cuerpo, y ancho de los hombros, de tamaño gigantesco, por lo tanto, cuando estaban montados a caballo, o sentados en un bote, parecían ser altos, como un hombre grande. En proporción a las partes antes mencionadas, sus extremidades eran muy pequeñas y cortas, de modo que cuando estaban de pie parecían de un porte moderado, y su desproporción era ocultada por el manto, que envolvía su cuerpo por completo, la cabeza y los pies eran las únicas partes expuestas.
Cuando el señor Cooke desembarcó, les presentó algunas medallas*[6] al anciano, y a la mujer; suspendiéndolas alrededor de sus cuellos . Se estableció un sentimiento de amistad, los nativos desmontaron, e incluso permitieron que nuestros hombres montaran sus caballos, sin mostrar el menor disgusto, por la libre ventaja tomada de su buena naturaleza. El señor Cooke cabalgó hasta las alturas, desde donde tuvo una visión distinta de la Segunda Angostura, y de la isla Isabel, a donde, él explicó a los indios que lo acompañaban, nosotros estábamos yendo.
El señor Cooke regresó al buque con tres nativos, a quienes había inducido ir con nosotros hasta la isla Isabel, los otros irían a encontrarlos, y proveernos de carne de guanaco, lo cual había acordado con los mayores de la familia, los que después de mucha persuasión, accedieron. Al principio se oponían a que sus compañeros se embarcaran con nosotros, a menos que dejáramos rehenes por su seguridad, pero como esto fue rechazado, ellos no insistieron en este punto, y los tres jóvenes se embarcaron. Iban a bordo cantando; con gran alegría.
Mientras el buque se preparaba para zarpar, fui a tierra donde un gran número de indios estaban esperando en la playa. Cuando mi embarcación se varó, ellos estaban montados, y reunidos en un lugar. Me sorprendió oír a la mujer dirigirse a mí en español, del cual, sin embargo, ella sabía unas pocas palabras. Luego de haberle regalado medallas a cada uno del grupo, desmontaron (excepto los de más edad) y en pocos minutos nos hicimos conocidos. En ese momento el comandante Stokes había desembarcado, con varios de sus oficiales, los que aumentaron nuestro grupo casi al doble del número de ellos, no obstante lo cual no demostraron miedo ni inquietud. La mujer, cuyo nombre era María, era muy comunicativa; me contó que el hombre era su marido, y que tenía cinco hijos. Uno de los jóvenes, quien luego descubrimos que era hijo de María, era uno de los jefes de la tribu, montaba un caballo muy fino, bien arreglado, y equipado con una brida y montura que habrían hecho honor a un respetable caballero de Buenos Aires o Montevideo. El joven llevaba pesadas espuelas de cobre amarillo, como las de los gauchos de Buenos Aires. El aspecto juvenil y femenino de este joven nos hizo pensar que era hija de María, no fue hasta nuestra siguiente visita que descubrimos nuestro error. La ausencia de bigotes y barba les da a todos los más jóvenes un aspecto muy afeminado, y muchos no pueden ser distinguidos, en apariencia, de las mujeres, sino que por la manera en que envuelven sus mantas alrededor de ellos, y por el pelo, el cual es enrollado en filetes de hilados de lana peinada. Las mujeres cruzan su manto sobre el pecho como un chal y lo amarran con dos alfileres de fierro o broches, alrededor de los cuales se retuercen tiras de abalorios y otros adornos. También usan el cabello dividido, y reunido en largas trenzas o colas, que cuelgan cada una delante de cada oreja, y las que tienen el pelo corto, usan colas falsas hechas de crines de caballo. Bajo su manto las mujeres llevan una especie de enagua, y los hombres una pieza triangular de cuero en lugar de pantalones de montar. Ambos sexos se sientan a horcajadas, pero las mujeres sobre un montón de pieles y mantas, cuando montan a caballo. Las monturas y los estribos utilizados por los hombres son similares a los de Buenos Aires. Los frenos, también, son generalmente de acero, pero aquellos que no pueden adquirirlos de acero tienen una especie de bridón, de madera, que deben ser, por supuesto, frecuentemente renovados. Ambos sexos usan botas, hechas de la piel de las patas traseras de los caballos, de las cuales las partes cercanas a las articulaciones sirven para los talones. Para las espuelas, usan unas piezas de madera, con puntas de fierro, que se proyectan hacia atrás unas dos o tres pulgadas a cada lado del talón, unidas atrás por una correa ancha de cuero, y fijada debajo del pie y sobre el empeine por otra correa.
Las únicas armas que observamos en estas personas eran las “boleadoras” o bolas, exactamente iguales a las que usan los indios de las pampas; pero estas están destinadas más a la caza que para el ataque o defensa. Algunas están provistas de tres bolas, pero en general sólo tienen dos. Estas bolas están hechas de pequeñas bolsas o carteras de cuero, húmedo, lleno de piritas de hierro, o alguna otra sustancia pesada, y luego son secadas. Son del tamaño de un huevo de gallina, y unidos a las extremidades de una correa, de tres o cuatro yardas de longitud. Para utilizarlas, una bola es sostenida en una mano, la otra gira varias veces alrededor de la cabeza hasta que ambas son lanzadas hacia el objetivo, que rara vez fallan. Se enrollan alrededor violentamente, y si es un animal, lo derriba. Las boleadoras, con tres bolas, se conectan entre sí del mismo modo, y se lanzan de la misma manera.
Como no disponíamos de más tiempo nos embarcamos, recordándole a los nativos, al dejarlos, su promesa de traernos un poco de carne de guanaco. Con la ayuda de la marea, las naves pasamos ciñendo la Segunda Angostura, y llegamos a un fondeadero fuera de la fuerza de la corriente, pero en una situación expuesta. El viento era muy fuerte y contra la marea, el buque se movió mucho, lo que hizo que nuestros pasajeros patagones se marearan, y lamentaran de todo corazón haberse embarcado. Uno de ellos, con lágrimas en los ojos, suplicaba que lo desembarcaran, pero pronto lo convencimos de la dificultad de cumplir, su deseo, y quedó satisfecho con nuestra promesa de enviarlo a tierra al día siguiente.
Después que fondeamos, el viento aumentó a temporal, en el cual el buque cabeceó tan violentamente que dañó nuestro molinete. Su construcción desde el comienzo fue mala, y las violentas sacudidas recibidas en bahía Posesión le habían hecho mucho daño. Mientras virábamos cable, el apoyo de uno de sus extremos cedió, y el eje del tambor se salió de su lugar, por lo cual algunos pales fueron dañados. Afortunadamente, prevenimos las peligrosas consecuencias y pronto le aplicamos una reparación temporal.
El “Beagle”, debido a sus mejores condiciones para la navegación, había llegado a una posición más avanzada, cerca del extremo NE de la isla Isabel, pero había fondeado en una mala posición de aguas profundas, y recibía la fuerza de la corriente. A la mañana siguiente hicimos un intento de rodear la isla, pero el viento era tan fuerte que nos vimos forzados a regresar, y tuvimos la fortuna de encontrar un buen fondeadero al norte de la isla, lejos de la corriente.
Los patagones, durante el día, mostraban mucha inquietud por haber permanecido a bordo más tiempo que lo que esperaban; pero como parecía que comprendían la causa de su detención, y como su mareo había terminado en cuanto llegamos a aguas tranquilas, poco a poco recuperaron su buen humor y se volvieron muy comunicativos. Tan pronto pudimos entender su pronunciación, sus nombres eran “Coigh”, “Coichi” y “Aighen”. Al territorio detrás de cabo Negro lo llamaban “Chilpéyo”, a la Tierra del Fuego, “Oscherri”, a la isla Isabel, “Túrreterr, a la isla Santa Magdalena, “Shree-ket-tup”, y al cabo Negro, “Oerkreckur”. Los indios de Tierra del Fuego, con los que no tienen relaciones amistosas, ellos los llamaban “Sapallios”. Este nombre era pronunciado en un tono despectivo.
Las características de Aighen eran muy diferentes de las de sus compañeros. En lugar de una nariz chata, la suya era aguileña y prominente, y su rostro era muy expresivo. Tenía buen humor y era fácil de complacer, y cada vez que una sombra de melancolía comenzaba a aparecer, nuestra seguridad de que lo desembarcaríamos en la mañana le devolvía el buen humor, que demostraba cantando y riendo.
Las dimensiones de la cabeza de Coichi eran las siguientes:—
Desde la parte | superior | de la frente | a los ojos: | 4 pulgadas. |
Desde | " | " | a la punta de la nariz: | 6 |
Desde | " | " | a la boca: | 7 |
Desde | " | " | a la pera: | 9 |
Ancho de la cabeza en la parte de la sien: | 7½ | |||
Ancho de los hombros: | 18½ |
La cabeza era larga y plana, en la parte superior; la frente ancha y alta, pero cubierta con pelos hasta una pulgada y media de las cejas, que apenas tenían pelos. Los ojos eran pequeños, la nariz era corta, la boca ancha, y los labios anchos. Cuello corto, y los hombros muy amplios. Los brazos eran cortos y carecían de músculos, como también lo eran sus muslos y piernas. El cuerpo era largo y grande, y el pecho amplio y expandido. Su altura era de casi seis pies.
Al día siguiente pasamos isla Isabel, y alcanzamos cabo Negro, donde desembarcamos a los indios, después de haberles hecho varios regalos útiles y enviarle algunas bagatelas con Aighen a María, quien, con su tribu, había encendido grandes fogatas en tierra detrás de puerto Peckett, invitándonos a desembarcar. Nuestros pasajeros frecuentemente apuntaban hacia ellos, diciéndonos que eran hechas por María, que había traído para nosotros un montón de carne de guanaco.
Nuestra urgencia por llegar a puerto del Hambre no nos permitía demorarnos, por lo que tan pronto como la embarcación regresó, continuamos navegando a lo largo de la costa hacia bahía Agua Fresca, donde llegamos lo suficientemente temprano en la tarde para permitirnos una breve visita a la costa.
Desde cabo Negro, el territorio tiene un carácter muy diferente. En lugar de una costa baja y playas abiertas y sin árboles, vimos colinas escarpadas cubiertas de árboles altos y maleza espesa. Las montañas lejanas de Tierra del Fuego, cubiertas de nieve, eran visibles hacia el sur, algunas a una distancia de sesenta o setenta millas.
Ahora habíamos pasado todas las dificultadas de la entrada, y habíamos llegado a un fondeadero tranquilo y seguro.
El día siguiente estuvo en calma, y muy caluroso, que pensamos que si Wallis y Córdova estuvieron correctos al describir el tiempo que ellos encontraron, Duclos Guyot tenía igual derecho de crédito, y empezamos a esperar de que nos habíamos anticipado sobre el mal tiempo que deberíamos experimentar. Pero este fue un muy buen día inusual, y transcurrieron muchas semanas, después, sin otro igual. La temperatura del aire, a la sombra en la playa, era de 67° ½ , en la arena de 87° ½ y la del agua 55°. Se hicieron otras observaciones, como también un plano de la bahía, del cual hay una descripción en el Derrotero.
Aquí por primera vez notamos el tipo de vegetación del Estrecho, tan diferente a aquella de cabo Gregorio y otras partes de la costa patagónica, que se explica principalmente por el cambio de suelo; la parte norte es una arcilla muy pobre, mientras que aquí un subsuelo esquistoso cubierto por una mezcla de aluviones, depositados por los ríos de montaña; y materia vegetal descompuesta, proveniente desde la espesura de los bosques, hay en gran cantidad.
Dos ejemplares de haya (Fagus betuloides y antártica), el primero un siempreverde,—y el canelo (wintera aromática), son los únicos árboles de gran tamaño que encontramos aquí; pero los arbustos que crecen bajo ellos son muy espesos, y compuesto por una gran variedad de plantas de los cuales el arbutus rigida, dos o tres especies de berberis y una grosella silvestre (ribes antartica, bankes y solander MSS), que en este momento estaban floridas, formando largos racimos con sus frutos jóvenes, eran los más notables. El berberis produce una baya de sabor acidulado que prometía ser útil para nosotros. Una especie de apio silvestre, también, crece abundantemente cerca de la orilla de la orilla del mar, era valioso como antiescorbútico. Los árboles de las inmediaciones de la costa son pequeños, pero la playa estaba sembrada de troncos de árboles grandes, que parecía habían derivado hasta allí por temporales y las altas mareas. Un río desemboca en la bahía, por un canal muy estrecho, cerca del extremo sur, pero es pequeño y tan bloqueado por árboles que lo hacen no navegable aún para embarcaciones pequeñas, de hecho no es más que torrente de montaña, que varía de tamaño de acuerdo con el estado del tiempo. En la playa había numerosas huellas de zorros, y las pisadas de un cuadrúpedo grande, probablemente un puma, fueron observadas. Le disparamos a algunas cercetas y patos silvestres; y vimos varios gansos, pero como eran muy cautelosos, se escaparon.
Sobre la punta Santa María observamos, por primera vez, tres o cuatro chozas o wigwams hechas por los indios fueguinos, que habían sido abandonadas. No eran antiguas, y solamente necesitaban una cubierta ligera de ramas o pieles para hacerlas habitables. Estos wigwams son construidos así: ramas largas y delgadas, puntiagudas en los extremos, son clavadas en el suelo formando una figura circular u ovalada. Sus extremos son doblados, de manera que formen un techo redondo, y son amarrados con ligaduras de junco; dejando dos aberturas, una hacia el mar y la otra hacia el bosque. Hacen fuego en el centro, y medio llenan de humo el interior de la choza. No había indios en la bahía cuando llegamos, pero, en la tarde siguiente, el teniente Sholl, mientras caminaba hacia el lado sur de la bahía, de pronto se encontró cerca de un grupo que acababa de llegar en dos canoas, desde el sur. Al acercarse a ellos, encontró que eran nueve individuos – tres hombres, y el resto eran mujeres y niños. Una de las mujeres era muy anciana, y tan débil como que necesitó que la sacaran en andas fuera de la canoa y la llevaran hasta la fogata. Parecía que no tenían armas de ningún tipo; pero,por nuestro conocimiento posterior de sus hábitos, y disposición, la probabilidad es que tenían lanzas, arcos y flechas ocultas a la mano. El único implemento que encontramos fue una especie de hacha o cuchillo, hecho de un pedazo de madera torcida, con parte de un aro de hierro amarrado en su extremo. Los hombres estaban vestidos muy ligeramente, tenían solamente protegida la espalda con una piel de lobo, pero las mujeres llevaban grandes mantos de guanaco, como los de los indios patagónicos, con quienes nos contó nuestro piloto que a veces se reunían para hacer trueques. Algunos del grupo devoraban carne de lobo y tomaban el aceite extraído de su grasa, que llevaban en vejigas. La carne que comían era probablemente parte de un lobo marino (Phoca jubata), ya que el señor Sholl encontró entre ellos una parte del cuello de uno de esos animales, que son notables por el pelo largo "como la melena de un león" que les crece en él. Parecían ser la más miserable, asquerosa raza, muy inferior, en todos los aspectos, de los patagones. No mostraron la menor inquietud por la presencia del señor Sholl, o de nuestras naves tan cerca de ellos, ni tampoco se metieron con él, pero permanecieron en cuclillas alrededor del fuego, mientras él estuvo cerca. Esta indiferencia aparente, y total falta de curiosidad, nos dio un opinión desfavorable de su carácter intelectual, de hecho, parecían estar muy poco apartados de las bestias, pero el conocimiento posterior que tuvimos de ellos nos convencieron que normalmente no eran deficientes mentales. Este grupo estaba quizás estupefacto por el tamaño inusual de nuestros buques, porque las naves que frecuentan este Estrecho rara vez superan las cien toneladas de arqueo.
A primera hora de la mañana siguiente continuamos avanzando. Los indios ya estaban remando a través de la bahía en dirección norte. Cuando llegamos a la cuadra de ellos, observamos que de repente un humo espeso se levantaba de sus canoas. Probablemente habían alimentado el fuego, que ellos siempre llevan en el centro de la canoa, con ramas verdes y hojas, con el fin de atraer nuestra atención, e invitarnos a comunicarnos con ellos.
Fue notorio que la tierra desde cabo Negro comenzó a estar cubierta de árboles, pero estos son enanos, comparados con los de bahía Agua Fresca. Cerca de este lugar, también, el terreno asume un aspecto más verde, luciendo también más alto, y de apariencia más variada. En los alrededores de Rocky point nos llamaron la atención algunas partes del terreno, las cuales, por la regularidad de su forma, y también por la cantidad y porte de los árboles que crecían en sus bordes, daban la apariencia que alguna vez habían sido terrenos limpios; y nuestro piloto Robinson (que posee una fértil imaginación) nos informó que eran los campos, antiguamente despejados por los españoles, y que ruinas de edificaciones habían sido descubiertas últimamente cerca de ellos. Por algún tiempo creímos su cuento, pero resultó ser completamente carente de fundamento. Estas extensiones aparentemente despejadas después encontramos que eran causadas por la inusual pobreza del suelo, y por haber sido invadidas por un espeso musgo esponjoso, cuyo vivo color verde produce, desde la distancia, la apariencia de una exuberante tierra de pastoreo. El señor John Narborough lo observó, y lo describe así: “Los árboles parecen en muchos lugares como si fueran plantaciones: porque allí había varios lugares despejados dentro del bosque, y el pasto crecía como en los campos cercados de Inglaterra, estos bosques eran muy parejos por los lados de ellos."*[7]
El viento, después de dejar bahía Agua Fresca, aumentó, con fuertes ráfagas del SO, a veces soplaba con tanta fuerza que escoraba la nave sobre su banda. Fue, sin embargo, tan en nuestro favor, que llegamos temprano a la entrada de puerto del Hambre, y después de una corta detención por los vientos cambiantes, que siempre hacen un tanto difícil la aproximación a esta bahía, las naves fondearon en el puerto.
- ↑ *Un cerro en el costa norte de bahía Posesión, que tiene cerca de él, hacia el oeste, cuatro cumbres rocosas, las que, desde un punto de vista particular, tienen un gran parecido con las orejas recortadas de un caballo o de un asno. Están descritas brevemente en el Derrotero
- ↑ *que fluye dentro del Estrecho desde el este hacia el oeste
- ↑ * Fucus giganteus
- ↑ * Normalmente llamados por los marinos 'kelp'
- ↑ * columnas de humo que se elevaban de grandes fogatas
- ↑ * Antes que la expedición zarpara de Inglaterra, me había provisto de medallas, para regalar a los indios con quienes podríamos comunicarnos, tienen por un lado la figura de Britannia, y en el reverso “Jorge IV”, “Adventure y Beagle” y “1826”
- ↑ * Narborough, p.67