Narraciones populares recojidas por Santos Vega, serie primera

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NARRACIONES

POPULARES

RECOJIDAS POR

SANTOS VEGA




SÉRIE PRIMERA


BUENOS AIRES


PEDRO IRUME, EDITOR

1886




LA APARICIÓN

Berta se sentía morir.

El alma, desprendiéndose de la tierra, abandonaba suavemente las graciosas formas de su cuerpo, como el aroma que se esparce en el ambiente, dejando los pétalos marchitos de una flor.

La ciencia de un Galeno campesino,—único en aquellos apartados parajes en que la enferma vivía sus últimas horas,—nada podía en presencia de una enfermedad que no tenia su origen en el organismo, sino en el espíritu.

—¿Hay alguna esperanza, doctor?—preguntó el padre afligido.

—Mientras la vida no concluye, hay siempre una esperanza,—contestó el médico, con la profunda gravedad del que está en todos los secretos de la caprichosa naturaleza humana.

Pero Berta se sentía cada día más débil.

Aquella azucena de los campos se inclinaba sobre su tallo flexible, intensamente pálida. lánguida, moribunda.

Arrellenada en un sillón de paja, vestida de batón blanco, la cabeza inclinada sobre el pecho, con la cabellera suelta, que parecía tallada en ébano por el fino buril de un artista, cruzadas las manos sobre las faldas, recibía la caricia del sol, cuyos rayos filtraban al través de los cristales de una ventana.

Berta podía ver desde allí las plantas que crecían en su jardincito, y las primeras flores que la primavera asomaba por entre las tupidas hojas.

¡Cómo sentía no poder ella misma cuidarlas como antes, arrancar las ramitas secas, regar la tierra fragante que cubría sus tiernas raíces!

Se consolaba viéndolas de lejos, acariciándolas con la mirada.

Allá, entre aquellas hojitas largas y de un verde ceniciento, despertaban las flores de los alelíes. Más allá, los rosales se cargaban de botones; los jacintos abrían sus campanillas blancas de vetas azuladas; los nardos levantaban sus varas cimbradoras; nacían los claveles disciplinados, los olorosos jazmines, la fría belleza de las camelias: era la naturaleza que, despertando de su letargo, prendía las primeras flores en la lozana cabellera de sus hojas.

Berta contemplaba la resurrección de esa vida, mientras la suya desfallecía, se iba... se iba... quizás allá, á aquel cielo azul, resplandeciente, celeste como el amor, grande como las aspiraciones de la eternidad.

Allí, en aquel mismo sillón de paja, fué donde murió.

Abrió desmesuradamente sus grandes ojos para ver la luz que le faltaba, sus manos asieron con fuerza los brazos del sillón, dejó caer la cabeza para atrás, balbuceó un nombre, y el frío de la muerte la convirtió en una estátua de carne helada.

Un amor desgraciado fué la causa de su desventura.

Berta tuvo por novio á uno de los más apuestos jóvenes que vivían en las inmediaciones de la estancia de su padre.

Ramón pidió la mano de Berta, y el padre dejó la resolución del caso á la voluntad de la hija.

Comenzaron los preparativos para la boda, que debla llevarse á efecto á la entrada del invierno.

Berta distraía las horas de ausencia de su novio en hacer primorosos labores de manos. Tejía y bordaba con esmero. Trabajaba con la constancia y el cariño del pájaro que recoje en los campos las pajitas que han de formar su nido.

Pero, ¡cuán frágil es el amor! No lo es más un globo de cristal, ni la burbuja de jabón que revienta al contacto del aire. Berta no fué tan feliz como lo soñó. Ramón no fué tan amante como lo habla jurado. Otra mujer le atrajo con mayor pasión, le encendió con el fuego de sus labios ardorosos, le extremeció al contacto de una caricia, y, dominando por entero su corazón, borró de él las promesas hechas, la unión jurada, hasta el recuerdo mismo de Berta, de la enamorada Berta.

Ramón concluyó por abandonar á su novia, entregándose á las embriagueces de su nueva pasión.

Berta no tuvo fuerzas suficientes para resistir aquel golpe asestado sobre su corazón.

Su vida se extinguió con sus ilusiones.

Para colocarla en el féretro, la vistieron con su traje de novia, ciñendo al rededor de su frente marmórea la corona de azahares, símbolo de la virginidad.

Berta celebraba sus desposorios con el ángel de la muerte.

Tres meses hablan trascurrido desde la muerte de Berta.

Ya no quedaba sobre el mundo sinó su recuerdo, la tristeza de su ausencia, y una cruz más plantada en la tierra del cementerio.

Era la hora de oración.

La campana de la capilla del pueblo elevaba al cielo su quejumbroso acento, triste como un adiós, hondo como una plegaria.

A aquella vibración de la campana, se mezclaba la no menos triste y doliente de la esquila de las reses que vagaban en los campos solitarios.

Ramón galopaba á lo largo de un camino.

En el silencio de la llanura resonaba el eco de los golpes con que hería la dura tierra el casco de su caballo.

Al llegar á la tranquera que daba entrada á su campo, el ginete se apeó de su cabalgadura, para hacer á un lado el tronco de sauce que obstruía el paso.

Pasó él, haciendo pasar también su caballo, y volviendo á cerrar la tranquera, se ocupaba de atar á los postes el tronco de sauce, cuando una mujer de peregrina belleza se presentó á sus ojos, apareciendo sobre el camino, envuelto ya por las primeras sombras crepusculares.

La aparecida caminaba dirigiéndose á Ramón, y le miraba cariñosamente. Sus livianos pies pisaban sin producir el menor ruido sobre el silencioso camino. Vestía de blanco,—un batón adornado de embutidos y festones, que le ceñía el esbelto y airoso cuerpo. El cabello caía sobre su espalda en ondulosa cascada.

Ramón reconoció á Berta en aquella aparición. Eran sus mismos ojos, su misma sonrisa, su mismo andar, su mismo traje habitual,—el traje en que solía recibirlo cuando él era su novio.

—¿Ramón?...— dijo la visión con acariciador acento... —¿Ramón?...

Ramón perdía la cabeza, el espanto sacudía todos sus miembros, mareaba todos sus sentidos. No atinaba á atar de una vez la tranquera, para montar su caballo y huir de aquel paraje.

Iba á poner el pie en el estribo, cuando oyó á Berta, que adelantándose siempre, le decía:

—¡Ramón!... No te vayas, Ramón!... Espérame...

El asustado Ramón no estaba para atender á aquellas súplicas de seres que eran ya del otro mundo.

Montó á caballo y picó la espuela.

Pero Berta no quería abandonarlo.

A distancia de diez pasos estaba del ginete que se preparaba á huir, y le bastó un salto instantáneo para sentarse en ancas del caballo, apoyando amorosamente sus manos sobre los hombros de Ramón, y asomando la cabeza por encima de uno de ellos, para mirar de cerca á su desdeñoso amante.

—Quiero ir contigo! dijo la visión de Berta.

El ginete pudo apenas oir estas palabras. Se hallaba aturdido por el terror.

Soltó la brida á su caballo, picó nerviosamente la espuela, y se lanzó al través del campo en una carrera desesperada.

El noble animal comprendía las agitaciones de que era presa su dueño; y no corría, volaba sobre los caminos.

De sus fauces humeantes, la respiración parecía salir á borbotones.

No le vencía el cansancio.

Nunca en la carrera había sido tan tenazmente veloz como en aquella fuga.

Pero, ¿para qué huía?

La visión seguía en ancas del caballo, aferrándose de los hombros del desdeñoso fugitivo.

Ramón sentía en su mejilla la caricia de su tibio aliento, veía sus cabellos que flotaban al empuje de la carrera y de la brisa de la tarde, oía pronunciar su nombre con una voz dulce, tan dulce, que no podía ser de la tierra.

—No huyas, Ramón!... Escúchame!— seguía diciendo la fantástica compañera del ginete.

Y á cada palabra de aquellas, Ramón redoblaba, con el látigo y la espuela, los bríos de su caballo.

Así lo vieron llegar.

—¿Quién lo corre? ¿Qué le sucede? ¿Qué hay?—se preguntaban todos.

Pero no pudieron saberlo por entonces.

Al echar pie á tierra, Ramón perdió el sentido y rodó por el suelo.

Su enfermedad fué larga y terrible.

Padecía de accesos de locura que hacían dudar de que recobrase la razón.

Mucho tiempo después, convaleciente ya, refirió por vez primera su fantástica aventura.







UNA BODA





UNA BODA


I


Allá, por el año de mil ochocientos cincuenta...—la tradición no suministra datos precisos acerca de la fecha,—vivía, en una rica estancia de la campaña de Buenos Aires, una preciosa niña de diez y ocho años, llamada Dolores. Su padre poseía inmensos campos, y, según es fama, guardaba onzas en botijas y las enterraba en secreto; pero, esa fortuna, ganada á fuerza de trabajo y de constancia, no había alterado en lo mínimo su manera de vivir y de pensar. Odiaba la ciudad, y sólo la mucha urgencia de sus negocios podía arrastrarlo á ella. No había para él nada comparable á la vida del campo; pero, no esa descansada vida de que habla Fray Luis en su oda famosa, sinó esa vida de labor, ruda para el que no se ha criado en ella, saludable y llena de atractivos para quien no conoce los placeres de la otra.

De esas ideas del padre participaba la hija, y lo manifestaba sin escrúpulos. Había hecho un viaje á la ciudad, para las Fiestas Mayas; sabía lo que era el teatro, en qué consistían los fuegos artificiales y los sermones de la Catedral,—cuestión toda de pirotécnica;—pero, estaba Dolores tan acostumbrada al campo, que, al día siguiente de hallarse en Buenos Aires, se moría de fastidio.

Dolores era bella, de una belleza de expresión que se burlaba impunemente de la armonía glacial de las líneas. Tenia una nariz atrevida y graciosa, una boca pequeña y sonriente, y un hoyito tentador en cada mejilla. Sus ojos eran negros y grandes; y, si es cierto que por esas ventanas asoma el alma al mundo, tenía Dolores un alma triste, con tendencias fatales á la melancolía. Completaba, como un marco de ébano, el cuadro de aquel rostro, una cabellera abundosa que dejaba caer algunos rizos negros sobre la frente. Manos pequeñas de dedos cónicos y uñas rosadas, pié diminuto, cuerpo gallardamente sostenido sin el auxilio engañador del corset,—todo se unía para hacer de la hija del rico hacendado, una hermosa mujer, aspiración de los paisanos jóvenes, y legítimo orgullo de sus padres.

Dolores había recibido lecciones de un maestro español, hombre pobre y entrado en años, que el padre presentó á su hija, al regresar de uno de sus viajes á la ciudad.

Así aprendió á leer de corrido y á escribir con facilidad. Aquella instrucción, aunque muy superficial, como tenía que serlo, hizo conocer á la niña los placeres de la lectura, que la distrajeron en sus horas de soledad. Pidió Dolores á su padre que le llevase algunos libros; y el buen campesino, satisfecho por las nobles inclinaciones de su hija, llenó cumplidamente sus deseos. Al principio, la madre solia lamentar que gustasen más á Dolores las novelas que la aguja; pero guardaba siempre silencio cuando su hija leía. Algunos meses después, hacía que Dolores leyese en alta voz, y ella prestaba atento oido al relato, interrumpiendo de tiempo en tiempo la lectura, para dar escape á exclamaciones de indignación contra esos personajes de capa y espada que, á cada paso, dejaban un hombre tendido ó una mujer deshonrada.

Entre esos entretenimientos y los quehaceres domésticos, repartía Dolores las horas del día. Por las tardes, á la puesta del sol, solía recorrer los campos á caballo, lo que constituía su paseo favorito. Acompañábala su padre, y éste, cuando sus ocupaciones no le permitían hacerlo, cedía el placer de la cabalgata á Cárlos, sobrino suyo, á quien tenia en la estancia, y de quien se había hecho cargo cuando quedara sin padre y sin madre en el mundo.

Asi los días transcurrieron para la hija del rico hacendado, en corriente serena, mansa, sin rumores, como el agua de esos arroyos que cruzan las Pampas, ignorando el rumbo que han de seguir. No conocia más afectos que los del hogar, ni le agitaban otras pasiones que no fueran la lectura y la vida del campo:— sucesos novelescos para su viva imaginación de mujer; aire libre para sus pulmones; el cielo azul y profundo extendido á sus ojos; y la verde campiña abierta al galope de su caballo, cuando una tinta roja, diluida en el ocaso, reflejaba sobre la tierra la última luz del día moribundo.

II

En esas circunstancias, el primer amor conmovió aquel virgen corazón de Dolores. Los diez y ocho años necesitaban el sacudimiento de una pasión para no ser una mentira, para señalar el límite á la infancia, y abrir á la adolescencia su palacio encantado, para que desapareciese la débil criatura y surjiera la mujer.

Cárlos,—allá en lo más esondido de su alma,—había hecho propósito de sacar á su prima de las preocupaciones en que la engolfaban los héroes de novela, y hacer de ella misma la heroína de un poema, de un poema sencillo, en que los únicos personajes fueran ella y él, y en que todo el argumento consistiese en amarse mútuamente y con toda la ternura de que pueden ser capaces una mujer de diez y ocho años y un hombre de veinte. No pensaba Carlos en la monotonía de tal poema; pero es lo cierto que, aun cuando fuese monótono para escrito y leido, no lo era para realizado allí, en medio del campo, frente á frente con la naturaleza, al rayar la aurora, en las pesadas horas de la siesta, ó cuando el crepúsculo invadía la silenciosa llanura.

Aquellos paseos fantásticos á caballo; aquellas carreras por el campo solitario, con la profundidad del cielo sobre la tierra y la inmensidad de la pampa bajo el cielo, hirieron vivamente la imaginación de Cárlos. Sentía él algo que llegaba hasta lo más hondo de su pecho, cuando su mirada se hundía en esas dos inmensidades del cielo y de la tierra. Y al volver el rostro hacia su compañera, al mirar sus mejillas rosadas por la fatiga de la carrera, los ojos negros, radiantes, de un brillo que no tiene semejante porque lo da el alma, al recibir de sus labios una palabra ó una sonrisa, sentía Carlos algo más grande todavía, algo que lo fascinaba, que lo atraía, que le producia vértigos, como si asomase la cabeza al borde de un abismo.

El amor de Cárlos hacia su prima creció día á día, Dejó de ser una simpatía para manifestarse como un sentimiento dominador, y de un sentimiento se convirtió en una pasión.

Todos consideraban á Dolores y Cárlos como dos hermanos. Se habían criado juntos, los mismos juegos les habían entretenido en las horas de infancia, tenían casi la misma edad, se encontraban amparados bajo el mismo techo. Por otra parte, los padres de Dolores, cuando llevaron á Cárlos á su lado, se propusieron hacer que el niño infeliz no fuera huérfano, é igualaron el afecto del sobrino al de la hija. Así se explicaba la confianza con que Dolores era entregada á su custodia.

Y justa era, por cierto, esa confianza. Cárlos queria y respetaba á su prima. Si se había atrevido á mirarla, y á sentir algo de que no fuere el cariño fraternal; si había soñado con ella y pensado que no era una mujer, sinó un ángel envuelto en vestiduras terrenales; nunca había avanzado una palabra que pudiera ruborizar á la niña. Todo ese mundo formado por las aspiraciones y sensibilidades de los veinte años, excitados por la imaginación y la soledad, era en Cárlos un mundo secreto, que no dejaba aparecer al exterior un solo reflejo del fuego en que ardía.

Pero, aquellas pasiones debían estallar algún día, Llegaría el momento en que seria imposible dominarlas, La casualidad, que es la madre de tantos sucesos, les presentaría la ocasión de romper la valla y desbordarse.

Así sucedió. Era una hermosísima tarde, Cárlos y Dolores, después de haber andado durante media hora por los alrededores de las casas, se habían detenido á contemplar el globo rojo é inmenso del sol, que se hundía lentamente detrás de la línea del horizonte. El magnífico espectáculo los había detenido allí, fascinándoles con su grandeza. Todo estaba en reposo, como si la tierra entera asistiese con pesar á aquella despedida del sol. Las reses dispersas parecían clavadas sobre la llanura; el viento había dejado de soplar y no arrastraba ya las hojas secas de los caminos, ni movía las de los ombúes; ni un pájaro batía sus alas en el aire tranquilo: sólo las ranas, en sus palacios escondidos entre las verdes aguas de las lagunas, daban comienzo á sus cantos del crepúsculo.

—¡Qué hermoso cuadro!— exclamó Dolores, interrumpiendo el silencio en que ella y su primo permanecían. Los libros le habían hecho comprender ese sentimiento que despierta la naturaleza en sus sublimes espectáculos. Lo que antes había sido una vaga sensación inexplicable, se había convertido en conciente admiración.—¡Qué hermoso cuadro!—continuó diciendo.—¿No te parece, Cárlos, que nada hay tan bello como esto?

—No me parece!— contestó éste, lacónicamente, mirando con insistencia los ojos negros de Dolores, como si hubiese tratado de condensar en aquella mirada todo lo que debió decir.

Dolores le miró, y su perspicacia de mujer le hizo sospechar algo que no se explicó claramente. No se atrevió á preguntar por qué no pensaba Cárlos como ella; pero, no conoció la razón de su timidez. Algo extraño encontró en aquella mirada, y sin averiguar qué cosa fuese, esquivó instintivamente su fascinación, y, volviendo su caballo en dirección de las casas, púsose en marcha, reflexionando que pronto avanzaría la noche y envolvería el campo en completa oscuridad.

Cárlos, por su parte, después de haber esperado en vano, para manifestar desembozadamente su pensamiento, que su prima le exigiese una explicación de esos pareceres opuestos á los suyos, no se resignaba á guardar en silencio por más tiempo, sus amores y sus aspiraciones. Así fué que, continuando la conversación interrumpida por algunos segundos, dijo:

—¿Sabes por que no me parece que ese cuadro sea el más hermoso?... Porque conozco unos ojos como los tuyos; porque te veo. ¿Hay acaso algo mejor que tú?

Aquellas palabras, dichas con verdadera pasión, no causaron el efecto que Cárlos deseó y esperó. Dolores las acogió con una sonrisa, como se recibe siempre una frase benévola, pero sin darle el alcance que su primo quería. Cárlos no se dejó vencer. Mientras el casco de los caballos batía cadenciosamente la tierra endurecida del camino, él, vuelto hacia su gallarda compañera, desarrolló y explicó cada una de sus anteriores palabras. Pero era inútil. Para Dolores, todo aquello era una broma de su buen primo, empeñado aquella tarde en hacerla creer que era hermosa. Ella no podía considerar las cosas bajo otro aspecto: era para Cárlos una hermana, y nada habría podido alejarla de este pensamiento.

Las palabras del acompañante se enfriaban en el aire, antes de que le llegasen al oido; había para ella una barrera entre los dos: la inocencia de un cariño fraternal inquebrantable. Sin embargo, sentía cierta inquietud al escuchar tanta palabra untada en miel. Fué así que, ostigando su caballo con un cristalino chasquido de la lengua, y acariciándole el cuello, le lanzó en precipitada carrera hasta llegar al término del camino. Cárlos le siguió, poniendo su caballo á la par del de su prima; pero, no dijo una palabra más.

III
Existía otra razón poderosa para que Dolores se mostrase indiferente á los amores de su primo, además de la que se ha hecho conocer en el capitulo anterior; y es que en aquel día del paseo, ella estaba enamorada, y no era Cárlos el favorecido por la fortuna.

Los amores de la hermosa criolla eran un secreto. Ni sus padres, ni Cárlos, —nadie los había sospechado. Ella misma los ignoró mucho tiempo, y ya existían,—vagos, informes, sin color, pero adquiriendo poco á poco cierta fijeza, líneas definidas, el tinte rosado de los primeros sueños.

Era José el objeto de aquellos amores; un muchacho de veinticuatro años, sano de cuerpo y alma; alto; ni grueso ni delgado; sosteniendo bien puesta sobre los hombros una hermosa cabeza morena, iluminada por dos ojos pardos, de mirada serena y noble; delgada la nariz; espesa y negra la barba; largo y undoso el cabello; — un tipo gallardo, simpático, atrayente.

Dolores le había visto algunas veces, y experimentaba al encontrarse frente á él una íntima sensación de placer, que se trocaba en melancolía, en tristeza, cuando José se alejaba y pasaban algunos días sin que le viese. No había cambiado jamás una palabra con él. Le veía al pasar, en sus paseos de la tarde. José saludaba respetuosamente, quitándose el sombrero, y cuando se había alejado lo suficiente, detenía el ca bailo y volvía la cabeza para mirarla. Dolores hizo lo mismo alguna vez, y las miradas de ambos se sorprendieron mútuamente.

Era un caluroso día de Diciembre, y la casa de los padres de Dolores estaba de fiesta; se celebraba el aniversario del nacimiento de uno de los viejos esposos. Era uno de los dias de mayor regocijo en aquella morada patriarcal; se le veía venir, y se le esperaba, haciéndose todo género de preparativos. La fiesta era para todos, desde los dueños de casa hasta el último de los peones; se invitaba á las gentes de los alrededores; el asado con cuero era el plato del banquete, y la guitarra el instrumento del baile.

Oscurecía. Iban desapareciendo del horizonte las últimas claridades del día, y las primeras estrellas surgían suavemente en el cielo azul. Dolores, sus padres y Cárlos, que acababan de levantarse de la mesa, se hallaban sentados bajo el alero de un corredor, escuchando de allí el eco de las fiestas de los paisanos, que comían, bebían, y cantaban, bajo una de las enramadas. Aplausos y risas llegaban hasta ellos, y sobre toda aquella baraunda, distinguíase claramente, de tiempo en tiempo, una voz sonora y tierna, que entonaba las sencillas é inspiradas canciones populares. La voz del cantor, suavizada por la distancia, era de una dulzura inimitable.

—¿Quién canta?—preguntó Dolores, picada de curiosidad. Nadie se lo dijo, porque ninguno lo sabía; pero todos manifestaron respecto á él la misma opinión. La voz era excelente, y cantaba con todo gusto.

—Lo vamos á saber,— dijo el padre de Dolores, después de algunos segundos de reflexión. —Que traigan el payador!— agregó, dirigiéndose á Cárlos. Cárlos, poniendo en ejecución la orden de su tio y para satisfacer los deseos que manifestaba su prima, se puso en camino de la enramada. Cuando llegó á ella, cesó por un momento el vocerio y le sucedió un apagado murmullo. Un minuto después, los paisanos dejaban la enramada y se dirigían á la casa. Cárlos y el payador marchaban adelante; pero la noche, que había ya caido, no permitia que se viese sinó una sombra que avanzaba, poblando el aire con su bulliciosa algazara.

Cuando los paisanos, siguiendo á Cárlos, llegaron al corrredor, Dolores reconoció entre ellos á José. Cárlos, que le llevaba á su lado, dijo, presentándole á las miradas curiosas de sus tíos y de su prima:«¡Este es el payador!» Y José se adelantó. con aire modesto, saludó, é inclinó suavemente su cabeza de Nazareno, fijando en el suelo una mirada tranquila, pero valiente. Ofreciéronle asiento, le ocupó, y los paisanos lo rodearon. Cuando le pidieron que cantase, se escusó de hacerlo, alegando que no merecía que le oyeran; pero, cediendo á las insistencias de Cárlos y sus tíos, y leyendo una súplica en los ojos de Dolores, tomó la guitarra y empezó á cantar.

Mucha dulzura, mucha pasión, prestaron su voz y su pecho á los tristes y vidalitas, ya dulces y apasionadas, desde que algún desconocido é inspirarlo cantor los entregó á la masa popular, para que espresase, en esos acentos melancólicos y de una melodía inimitable, todo eso que se siente y la palabra poco cultivada no logra espresar.

Todos le escuchaban con atención; y al finalizar las estrofas, acogían el canto con entusiastas bravos y nutridos aplausos. Dolores, queriendo significar su aprobación de una manera distinta á la de los demás oyentes, desprendió de sus cabellos una rosa encarnada, y se la ofreció al cantor, diciéndole:— «Por lo bien que lo haces!» Todos aplaudieron aquella coronación del triunfo, incluso el padre de Dolores, que presenció con júbilo el arranque generoso de su hija. Cárlos que podría haberse sentido herido por aquella demostración, no experimentó celos; tan merecido le pareció el premio.

Iba José á dejar la guitarra, cuando uno de los paisanos le pidió que improvisase una estrofa á Dolores.—«Sí, que cante á la niña!», dijeron los demás. José pidió permiso para hacerlo, y dijo:

¡Quién fuera la paloma,
paloma blanca,
que allí sobre tu seno
cierra las alas!
Si mi alma fuera,
nunca de allí saldría,
viva ni muerta!

—«¡Bravo! ¡Muy bien! ¡Lindo! ¡Lindo!»— gritaron todos á un tiempo. José se puso de pie, levantándose modestamente, y dejó la guitarra sobre la silla.

La paloma á que se había referido José era una paloma de acero con que Dolores prendía sobre el pecho un pañuelo que llevaba al cuello. Cuando José se acercó á Dolores para despedirse,—porque era ya hora de que se retiraran,— ésta le dijo, recordando la última estrofa del payador:

—Adiós. No envidie Vd. la suerte de la palomita... Se fastidiaría... Si ésta tuviese alas ¡qué tiempo que habría volado!


IV


Desde aquella noche, la joven y el payador se com­prendieron y se amaron. José se presentaba de tiempo en tiempo en casa de Dolores, y allí era acogido con simpatía. Si su presencia predisponía favorablemente el ánimo de los que lo conocían, su carácter completaba la obra: así fué cómo el padre de Dolores, animado del deseo de protegerle, le tomó á sus órdenes. Una era feliz empezó con aquel día para los enamorados. Fueron algunos meses, que transcurrieron rápidamente, como sucede siempre con los momentos en que, agena al dolor, la vida deja pasar al tiempo sin contar las horas que se van ni las que han de venir.

Pero, llegó el día en que toda aquella felicidad debía concluir. Dolores fué llamada por sus padres para oir algo que era oportuno decirle. Se trataba de llevar á cabo un proyecto por mucho tiempo acariciado, de cumplir una promesa hecha algunos años atrás, pero una promesa solemne, que no había sido olvidada un solo momento. Cuando el padre de Dolores tenia á su hermano entre los vivos, ambos habían combinado, para el futuro, el casamiento de sus hijos. Encontraban que obrar así era obrar con cordura. A sus espíritus, poco cultivados, no se presentaba inconveniente alguno al imponer á aquellas dos vidas nuevas un mismo derrotero, como no fuese el que opondría la iglesia en atención al vinculo de parentesco que les ligaba, inconveniente fácil de salvar. El que sobreviviere de ambos hermanos, haría cumplir aquella mutua voluntad.

Aconteció que, por aquellos días, Cárlos habla descubierto á su tío los secretos de su corazón, manifestándole el deseo de recibir á Dolores por esposa. El sobrino, que se había atrevido á hacer tal declaración después de muchas vacilaciones, vió con satisfacción que sus palabras, lejos de ser recibidas con sorpresa, lo habían sido con júbilo. Un abrazo del tío, y la concesión de la mano de Dolores, le dejaron hecho un sonámbulo. Esto indicó que era llegado el momento de que el padre hablase por primera vez á su hija de sus antiguos proyectos.

Dolores no comprendió nada de aquello que su padre le dijo. Le parecía un sueño, una mentira de los sentidos, víctimas de alguna ilusión. Ella no amaba, ni podía amar á su primo. A la fraternidad de su cariño repugnaba el vínculo conyugal, y, por otra parte, el amor hacia José absorbía todos sus sentimientos. Así fué que, no sabiendo que responder á las preguntas de su padre, rompió á llorar, escondiendo la cabeza entre las manos. El viejo estanciero no se esplicaba la causa de ese llanto. No eran las lágrimas de la timidez sorprendida, sinó que con ellas se derramaba el secreto de un hondo pesar. Pero ¿cuál podría ser ese pesar? ¿No era Cárlos un excelente muchacho, de buena figura y de mejores condiciones? ¿No era honrado, laborioso, sério?

Estas preguntas se hacia el buen hombre, sin atinar á una respuesta satisfactoria, cuando Dolores, que había permanecido á la defensiva, se decidió por el ataque, y dijo en dos palabras la causa de su sorpresa y de su llanto. Al oir aquella revelación de Dolores, fué su padre el sorprendido: no había sospechado los amores de José y de su hija. Quedó aturdido, sin darse cuenta de lo que le pasaba; pero, pronto reaccionó, y luchó por llevar á Dolores al convencimiento de que José no era para ella tan buen partido como su primo. Pero por encima de todo eso, estaba siempre la promesa que él había de cumplir, haciendo que los primos,—llegada como era, la edad oportuna,—fueran el uno para el otro.

Dolores era dócil y obediente, y cedió; cedió en silencio, inclinando la frente y sin decir una palabra, como si se tratase de una imposición de su destino, que ella ni nadie podría rechazar. Su padre comunicó á Cárlos el resultado final de la entrevista, callando sus incidentes, y aplazándose la designación del día en que la boda debería celebrarse.

En la imposibilidad de hablar con José, Dolores le hizo saber, por medio de una vieja criada, cuanto acababa de pasar, repitiéndole, palabra por palabra, la conversación que había tenido con su padre. La felicidad tranquila que había concluido para ella, iba á recibir en José el golpe mortal. El obstáculo era muy poderoso para pensar en vencerlo. José lo midió en toda su magnitud, y lo encontró insuperable. Solo un camino podía tomar, y era el de un rapto; pero, fuera de que labraría con eso la desgracia de Dolores y la suya, era suficientemente honrado, suficientemente noble, para dominar un pensamiento que ultrajaba la honra y mataba la felicidad de sus patrones, de quienes no había recibido sinó favores.

Al amanecer del día siguiente á aquel en que había recibido la noticia fatal, José ensilló su caballo, y montando en él, se alejó de la estancia, con la firme resolución de no volver jamás á ella. El sol no había asomado todavía en el naciente sinó una débil claridad que no alcanzaba á empalidecer el brillo de las estrellas. Auras tibias corrían libremente por los campos, como soplos lanzados á despertar la tierra dormida; los pájaros comenzaban á cantar, dejando sus nidos ocultos bajo las hojas espinosas del cardo ó mecidos en la copa de los altos álamos; la naturaleza entera recibía con regocijo las primeras luces del día; sólo José sentía caer la noche sobre su espíritu.
V


La desaparición de José dejó á Carlos dueño de Dolores. El joven payador habría sido un rival poderoso para el enamorado primo; pero, al alejarse del lado de la mujer á quien amaba, sacrificando sus pasiones á la altivez de su carácter, su ausencia hacía imposible toda lucha, y dejaba para otro la felicidad á que él no podía aspirar. Muchas lágrimas costó á Dolores aquel destierro voluntario de su amante; nada le podía distraer de su recuerdo, tenazmente arraigado por el día á todos sus pensamientos, y por la noche á todos sus sueños. Le buscaba á todas horas, mirando hacia el campo solitario, esperando en vano descubrirle, perdido al término de algún camino, y reconocerle por su gallarda postura. José no volvió á aparecer por aquellos parajes.

El tiempo,—que todo lo aplasta y todo lo mata, sin respetar los grandes dolores ni las pasiones más fuertes,— el tiempo fué para Dolores un bálsamo milagroso, contra la voluntad misma de la infeliz mujer, que habría querido llorar y lamentar eternamente la ausencia de su amor. El desesperado dolor de los primeros días fué, poco á poco, transformándose, hasta convertirse en tristeza,—una tristeza sin lágrimas, una melancolía serena, en que había quizás algo de resignación mezclado á mucho abatimiento.

En esas circunstancias, reunida la familia, designó el día de la celebración de la boda. Quedó establecido que se verificaría á fines del otoño, antes de que los primeros fríos se hicieran sentir. La ceremonia tendría lugar en la iglesia de X, el pueblo más cercano, situado á tres ó cuatro leguas de la estancia. Todos discutieron el venturoso proyecto del enlace; sólo Dolores escuchó en silencio las discusiones, y aceptó, sin proferir palabra, cuanto determinaron sus padres.


VI


Era en Mayo—cuando los árboles se despojan de sus hojas y las entregan á las ráfagas frías que anuncian la proximidad del invierno. Dolores iba á unirse para siembre á su primo; y se mostraba tan resignada á su suerte, que nadie habría adivinado en ella el más leve pesar. En cuanto á Carlos, que luchaba por arrancar á su novia una palabra de amor sin obtener otra cosa que la manifestación de su fraternal cariño de siempre, confiaba en la luna de miel, sin explicarse el por qué de tanta indiferencia.

Era día Domingo el escogido para el casamiento. Los novios, padrinos, padres y amigos, partieron de la estancia á las primeras horas de la mañana, poniéndose. en marcha para X.

Al cabo de algunas horas de viaje, descubrióse en la linea del horizonte el caserio de X, brillando á las caricias del espléndido sol otoñal. Pronto llegó la comitiva á los primeros ranchos de los alrededores, y media hora después entró á las calles del pueblo.

X era un lugar muy reducido. Tenía en el centro una plaza formada sobre una manzana de terreno, donde algunos árboles y escasas plantas, crecían á su antojo, estendiendo sus ramas enmarañadas y brindando al transeunte sus flores sin perfume. Alrededor de la plaza, se amontonaban algunas casas de material, sin reboques ni blanqueos. A una cuadra de la plaza, y por todos lados, el pueblo terminaba, y se estendía la pampa. Sobre aquel hacinamiento de casas, amontonadas como un rebaño en medio del campo, se levantaba el blanco campanario de la iglesia, donde, en las horas en que no se repicaba, los pájaros hacían estación, deteniéndose en los brazos de una cruz de hierro.

La comitiva llegó al atrio de esta iglesia. El padre de Dolores había hecho todas las diligencias necesarias para que la ceremonia fuese verificada. Dispensa del Papa, dichos, amonestaciones,—todos los preceptos de la Iglesia se habían cumplido.

Los novios entraron á la sacristía, seguidos por la comitiva, y pasaron de allí al altar. Por los cristales de colores de las ventanas abiertas en los muros laterales de la iglesia, penetraba una claridad indecisa, que daba misterio al santuario. El sacerdote bendijo la unión de Dolores y Carlos, les repitió los mútuos deberes que imponía el vínculo conyugal, y pidió al cielo días felices para los jóvenes esposos. Hubo una escena de abrazos y de lágrimas, y, pocos momentos después, la iglesia quedaba en silencio y la comitiva se ponía nuevamente en marcha.

Carlos se sentía feliz. Era ya dueño de lo único á que había aspirado allí, en medio de esa vida siempre igual, donde no inquietan al hombre la sed de la gloria y muy poco la de la fortuna. Su cabeza era un caleidoscópio que giraba incesantemente, formando las más caprichosas combinaciones de lineas y de colores. Dolores, si no era feliz, lo hacía creer. Había pronunciado el con entereza: á sus ojos, su sacrificio debía ser completo, para ser meritorio.

Una legua del camino habría hecho la comitiva de regreso á la estancia, cuando el caballo en que montaba Dolores encabritóse y arrancó de pronto en precipitada carrera, lijero como un viento. Los ginetes alarmados se lanzaron tras él para darle alcance y detenerle, describiendo una curva á los costados del camino para cortarle la delantera; pero, el caballo de Dolores que, en el primer ímpetu de su fuga, había avanzado algunas varas, seguía dueño de la ventaja.

La madre de Dolores, acompañada de algunas mujeres, no pudiendo seguir con la comitiva que corría vertiginosamente, seguíala á la distancia, ansiosa de conocer el resultado de aquel incidente que había venido á turbar la amenidad de la cabalgata.

Hubo un momento en que un grito de horror se escapó de tocios los pechos. Dolores habla caido del caballo, quedando con un pié enredado en el estribo. La sensación del peligro rayó entonces en la desesperación. El caballo desbocado, al tropezar con el cuerpo que arrastraba, le daba de coces para desprenderse de él, y cada coz era para la infeliz Dolores un golpe terrible. De pronto, sus ayes dejaron de oirse: era que se habla desmayado.

Un accidente feliz hizo creer por algunos momentos que aun era tiempo de salvar á la desventurada novia: se vió aparecer un ginete en dirección opuesta á la que llevaba el caballo de Dolores. Se conocía que el hombre aquel había comprendido el peligro, porque aceleró su marcha para salir al encuentro de la cabalgata. Una nube de polvo le envolvía, levantada al golpe violento del casco de su caballo. Cuando vió de cerca el peligro, se detuvo, y viendo que era imposible sujetar de otro modo el animal desbocado, le echó el lazo, con tal acierto, que le sujetó dándole una violenta sacudida. Todos reconocieron á José en aquel oportuno salvador, y le saludaron con una mirada de gratitud, corriendo en auxilio de la pobre víctima.

Ya era tarde. Todos los cuidados que se le prodigaron, todos los afanes de sus padres y de su novio, todas las lágrimas derramadas sobre ella, no lograron volverla á la vida. La que había salido novia entró cadáver en la cámara nupcial.

Comentando suceso tan doloroso, se dijo que el velo que Dolores llevaba en la cabeza, al flotar impelido por una ráfaga de viento, había asustado al caballo, dando lugar á que se desbocara. Algunos aseguraban, además, que la novia no había hecho nada de su parte para sujetar el animal, y que se había dejado caer intencionalmente.

¿Fué desgracia? ¿Fué suicidio?

Este punto no se dilucidó jamás.




LA MANO
DE
UNA VÍCTIMA




LA MANO DE UNA VÍCTIMA


Habíamos llegado al puesto del viejo Valentín, é hicimos alto para reposar algunos momentos de las fatigas del viaje.

La mañana era hermosísima, de cielo despejado y limpio como una cúpula de esmalte celeste, chispeando á los rayos de un sol primaveral.

Sobre las verdes lomas; la húmeda grama tendía un manto de esmeraldas; y pastaban sobre él los animales dispersos, tranquilos, en una santa paz de que no gozan los hombres.

Por algo en la antigüedad se adoraba al buey, al buey manso y trabajador, vigoroso y pacifico.

¿No sería acaso un ideal para las muchedumbres, ensordecidas por el clamoreo de los combates, cansadas de las luchas que devastaban sus hogares?

Pero, dejemos al buey rumiando la fresca yerba y á la oveja balando en la colina, y reanudemos el hilo de la narración.

Hicimos alto, como decíamos, en el puesto del viejo Valentín.

Era á inmediaciones del Rosario Oriental, una de las bellas zonas de la accidentada y fértil naturaleza de la vecina República.

No se encuentra allí la dilatada llanura de nuestras pampas, ni esos horizontes inconmensurables donde la vista se pierde sin tener donde posar, como dijo el poeta.

Contémplanse los paisajes de la Suiza, los silenciosos valles, los arroyos tranquilos, en cuyas márgenes crecen las vistosas flores silvestres, la roja margarita, la malva y el trébol de olor, formando un variado y fragante ramo.


El viejo Valentín salió á recibirnos cariñosamente.

—Apéense, comerán un churrasco ó tomarán un mate.

—Gracias!—dijimos, y nos descolgamos del lomo de nuestras cabalgaduras.

Uno de los peones sacó los frenos á los caballos, y obsequió á las pobres bestias con un balde de agua.

Entretanto, seguimos al viejo, que nos condujo á una fresca enramada, risueña como un nido.

Era el comedor del puesto.

No había allí más mueblaje que una mesa de pino, descolorida y coja, y dos bancos del largo de la mesa.

Junto á la enramada, atravesado en un asador é inclinado sobre las brasas, un costillar de cordero, dorado por el fuego, dejaba caer calientes gotas de grasa derretida, que producian un chirrido especial, que no tiene semejante en todos los ruidos de la naturaleza.

Aquél era seguramente el bocado ofrecido por el viejo Valentín.

Habia llegado al punto.

—Rómula!—gritó el viejo, acercándose á la puerta del rancho.—Rómula, prepara la mesa á estos caballeros, que como son de la ciudad no han de saber comer sin mantel.

—Voy!—respondió una voz femenina.

En vano manifestamos el deseo de comer á la criolla.

El viejo quiso que preparasen la mesa.

—Mire quienes! Mocitos de la ciudad!—decía. Son capaces de no comer por no ensuciarse los dedos!

Pocos momentos después, Rómula apareció, trayendo colgado al brazo, un mantel más blanco que el que el invierno tiende en las montañas, y en un decir Jesús, dejó pronta la mesa.

En seguida nos sirvió el asado, y no nos hicimos rogar para darle pruebas de nuestro apetito.

Rómula se sentó con nosotros. Era una mujer de cuarenta años, corpulenta como un ombú, sana y buena, como son por lo general las gentes del campo.

Pero el viejo Valentín, sacando un cuchillo de la cintura, cortó unas costillas y se alejó.

—¿No nos acompaña?—le preguntamos—¿Por qué se va tan léjos?

—Yo nunca como en la mesa,—contestó el viejo Valentín.—Hace muchísimos años, que no lo hago.

—Es curioso!

El viejo ya no nos oía. Chupaba las costillas, paseándose al otro lado del rancho.

—¿Usted sabrá decirnos, doña Rómula, por qué hace eso don Valentín?

—Es historia larga,—repuso Rómula.

—De cualquier manera, la oiríamos con gusto.

—Si se empeñan tanto...

—Lo exijimos.

Entonces Rómula refirió lo siguiente:

Joven era Valentín, cuando arrancado de sus faenas del campo, se había visto obligado á servir de soldado en el ejército de Oribe, que sitiaba á Montevideo.

No eran para su corazón, sencillo como la naturaleza en medio de la cual se había desarrollado, aquellas escenas de sangre y de esterminio, de que era espectador y forzado actor muchas veces.

La vida del campamento no tenia para él otro consuelo, que el del mate y la guitarra, á la amorosa lumbre del fogón.

En los momentos de combate era valiente.

Su valor despertaba al olor de la pólvora: el combate lo exaltaba, lo seducía en esos momentos, tenía para él una atracción inexplicable.

Después, pasadas aquellas impresiones, calmada la borrasca, una tristeza intensa le invadía, sentía algo como el remordimiento de quien hubiese cometido un crimen.

Las sombras de los muertos no le dejaban conciliar el sueño. Iban á sacudir, en la noche, su imaginación exaltada, como si le pidiesen cuenta de la vida que les había arrebatado.

Los prisioneros que hacía el ejército sitiador eran bárbaramente sacrificados.

Un día, después de una refriega, el cuerpo á que Valentín pertenecía, se retiró victorioso del campo de batalla, llevándose algunos prisioneros.

Inmediatamente se dió orden para que fuesen degollados.

Entre los soldados elegidos para consumar la ejecución, estaba Valentín.

Era la primera vez que se le obligaba á esa operación.

Un extremecimiento de terror sacudió todos sus miembros, y sintió que los cabellos se le erizaban.

El buen muchacho no se consideraba capaz de matar, á sangre fría, á un hombre indefenso.

—Yo no degüello,—dijo al oficial de la compañía.

—Lo harás!—replicó éste.

—Es que no puedo, teniente!

—Qué no has de poder! Prepara tu cuchillo y no seas cobarde.

—Usted sabe, teniente, que no soy cobarde, que nunca he escondido el cuero cuando me ha tocarlo pelear.

—Pero, desde hoy te tendré por un cobarde!

—Téngame por lo que quiera, pero yo no degüello.

El teniente comunicó á su jefe superior el desacato del soldado Valentín.

—¡Que lo degüellen á él también, ya que no quiere hacerlo con los prisioneros! Que elija!—fué la respuesta.

—Tienes que resolverte á hacerlo, bajo pena de muerte si resistes,—dijo el teniente á Valentín.

El amor á la propia vida triunfó en el soldado sobre las repulsiones del crimen, y se dispuso á cumplir la orden del superior.

La lucha de sus sentimientos era terrible.

Sentía que sus piernas flaqueaban, que las fuerzas le faltaban, que la vista se le oscurecía.

Vacilando asi, llegó al sitio en que debían ser ejecutados los prisioneros.

Se acercó al que le designaron, sacó lentamente el cuchillo de la cintura, miró al infeliz que iba á perecer á sus manos, y cerrando los ojos, consumó el acto bárbaro, arrojando léjos de si el cuchillo manchado en sangre.

Dió dos pasos, y rodó por el suelo como un cuerpo muerto.

Cuando recobró el sentido, su espíritu, aturdido todavía por la escena sangrienta, sentía el mareo del remordimiento.

Valentín tenía impresa en la imaginación la actitud suplicante de la víctima.

Al llegar la tarde, recibió su ración en el plato de hojalata, y sus alucinaciones le hicieron ver la mano con que la víctima quiso sujetar el brazo.

Aquella mano estaba abierta sobre el plato.

No comió, ni al día siguiente tampoco.

La mano aparecía siempre sobre el plato en el momento en que él iba á levantar el bocado.

Parecía que quisiera arrebatarle el alimento, disputarle la vida.

Acosado por el hambre, Valentín se decidió á comer, al tercer día, pero ya no recibía su ración en el plato sinó en la mano.

La comía sin mirarla.

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Han pasado muchos años y desde entonces, Valentín, viejo ya, no se ha sentado jamás á la mesa del hogar.

Come, distrayéndose en solitarios paseos.

El viejo Valentín vive aun en sus campos del Estado Oriental, y pasa allí las plácidas horas de una vejez patriarcal, turbadas solo por la mano de la víctima.




EL PERRO
DE
LOS OJOS DE FUEGO







EL PERRO DE LOS OJOS DE FUEGO


Todos los progresos de la ciencia, la explicación de los maravillosos fenómenos que la naturaleza presenta al observador, el conocimiento de las verdaderas causas de hechos antes incomprensibles, han concluido con los milagros; pero la superstición puede, en la generalidad de los espíritus, mucho más que la verdad.

La imaginación extraviada en esa penumbra que liga á este mundo con el otro, vé visiones, espectros que se agitan en las tinieblas, almas de séres que fueron, y que vagan sobre la tierra en pena de sus faltas.

Las tradiciones populares refieren mil historias del género supersticioso.

Duendes que habitan las casas viejas; labios invisibles que apagan las luces; manos invisibles también, pero no impalpables, que reparten bofetones á las criadas; ruido de cadenas sobre los techos ó debajo de los sótanos; de todo eso hay en los cuentos populares.

¿Qué punto de verdad tiene cada una de esas tradiciones?.....

Quizás los duendes no son sinó las ratas que roen y escarban los muros y los pisos.

Quizás los labios que apagan luces son los del viento que sopla.

Quizás los bofetones á las criadas son meras invenciones de la mismas para explicar ciertos rubores, cuya verdadera explicación seria hasta cierto punto inconveniente.

Quizás los ruidos de cadenas son los de alguna fábrica, y les pasa á los que los oyen, lo que pasó á Don Quijote y su escudero con los golpes de los batanes.


La historia del perro de los ojos de fuego, á pesar de lo fantástica que parecerá—y lo es en realidad—tiene todo el carácter de verdad posible.

El lector puede creer todo lo que vamos á decir, ó no creerlo, si le dá la gana,—que, cosas como estas, solo quien las vé las cree, y aún así, sucede muchas veces lo contrario.

Quien nos la ha referido, ha sido testigo ocular de ella, y cuando la cuenta, todavía se le ponen los pelos de punta, á pesar de que van pasados cuarenta años más ó menos, desde que los hechos se produjeron.

No es, pues, de un cuento de Edgard Poe de lo que se trata, sinó de algo que ha pasado aquí.

No lo ha imaginado nadie, y muchos fueron los que presenciaron, aunque pocos de ellos son ya los que existen todavía en este mundo.

¿Quieren creerlo?

¿Quieren que lo contemos?

Escuchen.



Allá por el año de 184... una familia porteña alquiló una cómoda casa en un barrio que era por aquel entonces el término medio entre el centro y los alrededores de Buenos Aires.

Pasóse el día en la disposición y arreglo de la mencionada casa, y las tareas de la familia concluyeron junto con el comienzo de la noche.

Tenía la casa dos grandes patios, y un espacioso fondo con árboles frutales.

Separaba un patio del otro una pieza saliente, destinada para comedor.

El comedor es el punto favorito para las tertulias familiares, animadas con cuentos de sobremesa.

En el comedor de la nueva casa se hallaba, pues, reunida la familia porteña á que nos hemos referido.

El reloj acababa de dar las nueve.

Las personas mayores charlaban todavía sobre las molestias de una mudanza, y otros temas del día.

Los niños dormían ya.

Una parda sirviente, gruesa y entrada en años, lenta y chancletuda para caminar, dormitaba de pié en uno de los ángulos del comedor, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Fortunata!—dijo la señora.—Es hora de que nos dés un mate.

—Sí, señora!—balbuceó la parda, despertando de su modorra.

Y echó mano al pestillo de la puerta.

Abrió, y salió al patio.



Unos segundos después, volvió Fortunata á entrar al comedor, toda azorada, temblando de pies á cabeza, tartamudeando para hablar, casi sin voz.

—Se...ño...ra!... se...ño...ra! Qué.... Qué perro, señora!—dijo penosamente Fortunata.

—Vaya con la nena!—exclamó la señora con enfado.—Vaya con la nena! se asusta de un perro. Qué mujer guapa!

—Ah! señora!—prosiguió la asustada mujer,—usted no lo ha visto.

—Aunque lo hubiese visto! ¿Es acaso motivo para asustarse? ¿Para hacer tantas mojigangas?—replicó la patrona.

—Es un perro muy grande, señora. Es como para asustarse,—replicó Fortunata con los ojos como dos brasas.

—Bah! bah! bah! Saliste medio dormida, y has soñado por el camino. Basta. de conversación y vé á traer el mate!

Fortunata volvió á salir al patio, y otra vez volvió á entrar al comedor, más sobresaltada que nunca, diciendo que el perro estaba todavía allí.

—Échalo á la calle, mujer! ¿Quieres que yo me levante?—exclamó la señora.

—Tengo miedo, patronal—murmuró Fortunata, respirando como el fuelle de una fragua.

—Iré yo!—exclamó el dueño de casa.

Y dejando su asiento, salió al patio, armándose de un grueso bastón.

Pero no había dado dos pasos, cuando la presencia imponente del perro lo detuvo, haciendo flaquear su resolución.

Era verdaderamente un perro enorme, negro, con unos ojos grandes y rojos, mirando fijamente hacia la puerta del comedor.

Estaba inmóvil.

Parecía que ni siquiera respirase.

Ante la impresión que la presencia del perro había causado en el hombre, no había que censurar los aspavientos de Fortunata, que, aunque gorda, era débil mujer.

La señora se asomó también á ver el perro, y le tuvo tanto miedo como su marido y su sirviente.

El perro se hallaba junto á una tina de agua colocada al lado del brocal del pozo.

Permaneció allí algunos minutos y desapareció.

¿Dónde estaba?

¿Por dónde se había ido?

No se sabía.

La desaparición había sido instantánea.



Al día siguiente no quedó en el barrio quien no supiese lo acontecido en la noche anterior, y las relaciones de la familia fueron especialmente avisadas por Fortunata.

—No puede ser!—exclamaban los más.—Les habrá parecido! O sinó, habrá sido algún perro de la calle que ha entrado á beber en la tina.

A todas esas objeciones, los nuevos moradores de la casa donde el perro habla aparecido, aseguraban que sus ojos no les habían engañado, que aquel perro era perro, y que no era de la calle, puesto que no se le vió salir sinó desaparecer en el mismo sitio en que antes había estado.

Como ante estas afirmaciones se dudase todavía, la señora dijo á cuantos no daban entera fé al relato:

—¿No quieren creer? Pues, los espero en casa esta noche, que tengo para mí que la aparición debe repetirse.

Muchos fueron los que aceptaron la invitación, y á las siete de la noche estuvo el comedor de bote á bote.

La puerta que daba al patio permanecia abierta.

Por ella, á tiempo que comentaban la curiosa aparición, todos de distinto modo, las visitas miraban hacia el patio.

No faltaba cierto recelo en algunas de aquellas miradas.

De pronto, la figura monstruosa del perro se vió junto al brocal del pozo, iluminada por el resplandor siniestro de los ojos de fuego.

Estaba allí, fija, amenazadora, con las pupilas ardientes, clavadas en los que le miraban.

¿Quién se atrevió á espantarlo?

Nadie. Todos guardaron profundo silencio, y se cambiaron miradas llenas de terror.

Eran las ocho, próximamente.

La aparición duró algunos minutos, hasta que se desvaneció de pronto, como una luz que se apaga.

Ya no cupo duda alguna á los que aquella noche pudieron ver el perro de los ojos de fuego, de pié junto á la tina del agua.

Pero los incrédulos hacían burla de la cosa, y reían de la superstición de sus vecinos.

Noche á noche, concurrían á la casa á ver la aparición con sus propios ojos, los que no fiaban de los demás.

Se cerraban las puertas desde temprano, para que no se pudiese suponer que entraba de la calle, y el perro seguía apareciendo.

No hubo valiente que se acercase á él.

La familia dejó la casa á los ocho días, la que quedó por largo tiempo abandonada.





CUERO-DURO






CUERO-DURO


Objeto de grandes comentarios fué, hace algunos el hecho de haberse presentado á la Policía Una hermoslsima joven, declarándose autora de un crimen, y pidiendo que la arrestasen.

Llamábase Leonor X y tenía apenas veinte años; era blanco el color de su rostro y de reflejos rosados, empalidecidos vagamente por un intenso sufrimiento; sus ojos pardos eran de clara y suave mirada; su boca, de labios delgados y espresivos; su nariz, no del todo correcta, pero graciosa, — un conjunto simpático, atrayente, desde el primer momento.

Acompañaba á Leonor, un hombre de sesenta años á lo sumo, sencillamente vestido á usanza del campo, de fisonomía abierta y franca, espesa barba gris, ondeados cabellos del mismo color, sombrero gacho, inclinado sobre las cejas, y poncho de vicuña al hombro.

Padre é hija habían descendido momentos antes

de uno de los primeros trenes que llegaban de la campaña, y se habían encaminado al Departamento de Policía.

Allí, el hombre del poncho, preguntó por el jefe, y, como se le dijese que no era aún la hora de encontrársele en su despacho, se presentó al empleado que le seguía en gerarquía, y señalando á su hija, le dijo:

—Soy el padre de esta niña, que viene á presentarse aquí, porque acaba de matar á un hombre!

Confesión tan lata y tan espontánea de un crimen cometido por una mujer de veinte años, excitó vivamente la curiosidad del empleado policial, causándole suma extrañeza al mismo tiempo.

—¿Dónde ha tenido lugar el hecho?—preguntó.

—En el campo, señor!

—¿Cuándo?

—Ayer!

—¿Y la policía del partido no tuvo conocimiento?

—Ninguno. Ni hemos querido que lo tenga, para no exponernos á alguna arbitrariedad.

El empleado miraba atentamente, y pensaba, allá para sus adentros:

—Será posible que este ángel sea capaz de matar á un hombre!

—¿Quien era el hombre á quien dió muerte la señorita?—preguntó en seguida.

Aún cuando supusiese criminal á la joven, aún cuando la creyese una hiena con polleras, el empleado no podía dejar de ser galante con una mujer, y tratarla de señorita.

—El hombre era un desconocido— contestó el padre.—Un hombre del campo.

—Un gaucho atrevido!—agregó la hija.—No creí haberle muerto, pero lo tiene merecido.

Seguía el empleado interrogando á padre é hija, cuando llegó el jefe, y entrando á su despacho, saludó fria y cortesmente á los que en él se hallaban.

El padre de Leonor se puso de pié, la niña inclinó la cabeza, y el subalterno, adelantándose al superior, expuso en breves palabras el asunto de que se trataba.

—Este señor,—dijo,—se presenta manifestando que su hija—esa señorita—ha hecho ayer una muerte, en la persona de un paisano desconocido.

Miró el jefe detenida y curiosamente al viejo y á la niña, y dirigiéndose al primero:

—¿Es eso?—preguntó.

—Sí, señor!—respondió el padre de Leonor·—Desgraciadamente es así.

—Entonces, lo que queda que hacer es simplemente detener presa á la joven, y levantar el sumario para la aclaracion del hecho.

—Señor!—esclamó entonces la joven poniéndose de pie y levantando audazmente su preciosa cabeza, —yo he muerto á un hombre. pero no soy asesina. No debo entrar á un calabozo. No soy criminal ni he huido de la justicia. Por el contrario, me presento á ella, no para que me encierre, sinó para que me ampare.

—Usted ha cometido un crimen,—replicó el jefe,—se presenta y lo confiesa .... Es el trámite.... Hasta que el juez absuelva ó condene.

El padre intervino, suplicando por su hija, y en atención: 1º, á que el hecho de presentarse daba cierta presunción de no culpabilidad; 2°, á que una niña no podía ser introducida en el cuadro de presos, sin ofender su pudor y la moral; y 3°, á que el padre de Leonor poseía valiosos campos y era hombre relacionado en la capital,—se accedió á que la niña tuviese por cárcel el cuarto de un hotel, permaneciendo allí bajo inmediata custodia de la Policía.



Pasó el sumario á manos de los jueces; se practicaron todas las averiguaciones del caso, deposiciones de testigos, declaraciones de Leonor, del padre; se llamaron á la ciudad peones y mujeres de la estancia, poniéndose, de parte de la justicia, el empeño posible para aclarar los puntos oscuros del expediente.

Entre tanto, en las conversaciones familiares, en los paseos, en los clubs, en todas partes, el proceso de Leonor constituía el tema del día.

—¿Qué le harán á esa picara?—preguntaba una exaltada matrona, que no admitía escusas para disculpar á la culpable.

—La encerrarán entre rejas, mal que pese al pobre padre. Habráse visto delito mayor!

Otras decían:

—Yo, en el caso de Leonor, me creeria honrada de haber hecho lo mismo.

No tardó el fallo de los jueces en pronunciarse—cosa que pocas veces sucede,—y Leonor fué absuelta de toda culpa, dándosele inmediata libertad.

De las informaciones recibidas resultaba lo que vá á leerse.



Las buenas dotes de Leonor tenían fama en los campos de su padre, hasta muchas leguas á la redonda.

Un carácter dulce, cariñoso y caritativo con los pobres, obsequiosa con los huéspedes que hacían descanso en su casa, su fama era justamente adquirida.

De boca en boca rodaba su nombre, pronunciado con cariño y con respeto.

Muchos eran los vecinos de aquellos parajes que habían concebido la idea de casarse con ella, y le habían hecho declaraciones de amor, que ella evitaba en cuanto podía ó rechazaba de una manera terminante.

Algunos habían llegado hasta solicitar al padre la mano de la niña.

—¿Ella lo quiere?—preguntaba el viejo.

—Me haré querer!—respondía el pretendiente,

—Pues bien! cuando mi hija me lo pida tendrá mí consentimiento,

Leonor nunca pididó permiso al padre para casarse.

Gustaba de esa vida independiente, tranquila, de que gozaba, y nadie le había inspirado amor suficiente para que se resolviera á abandonarla.

Los quehaceres domésticos, la lectura de algunos libros viejos y deshechos que le habían prestado sus amigas de la ciudad, el cuidado de sus hermanos menores, ocupaban casi todo su tiempo y la hacían feliz.

¿Para qué quería más?

Sobre todo, era muy joven todavía, y ya tendría tiempo para casarse, cuando su padre se resolviese á vivir en la capital.



Entre esos admiradores de Leonor, contábase un gaucho joven, conocido con el apodo de Cuero-Duro.

Cuero-Duro estaba enamoradísimo de Leonor.

Tendría treinta años, ó poco más; cabellos, barba y ojos negros, renegridos; espeso bigote que le cubria los labios; una mirada penetrante; un cuerpo gallardo, vigorizado en las faenas del campo.

No tenia relación en la casa de Leonor; pero al pasar por ella, y ver á la joven tras los hierros de una ventana ó cerca del cercado, Cuero-Duro había dejado caer de sus labios más de un piropo de fina gracia é ingénuo amor.

Leonor los recibía sin escucharlos.

Ante la indiferencia de la joven, el enamorado gaucho sentía exaltada su pasión.

No solo pasó por las cercanías cuando tenía necesidad de hacerlo, sinó que cruzó el campo una y cien veces, con el solo objeto de ver á Leonor.

Aprovechaba las horas que le dejaba libres el trabajo, para ensillar su mejor caballo y lanzarse á los sitios en que vivía la que era dueña de todo su corazón.

La noche le sorprendía en medio del campo, haciendo resonar sobre la dura tierra de los caminos el casco herrado de su caballo, interrumpiendo con sus rumores el silencio de aquellas soledades.

Corria, en las inmediaciones, un arroyo tranquilo, de aguas trasparentes que dejaban ver las piedras de su cauce, reflejando como en un espejo los arbustos de las riberas.

A orillas de aquel arroyo, solía hacer Leonor sus paseos predilectos.

Recorría las márgenes, recogiendo piedras hermosas y arrojándolas al agua.

Distraida estaba, en una mañana de verano, visitando aquel delicioso paraje, cuando encontrando en él una muchacha del campo que lavaba su ropa en el arroyo, detúvose á conversar cariñosamente con ella.

Algunos minutos habían pasado, cuando Leonor, oyendo un ruido de hojas y de ramitas quebradas, volvió el rostro al sitio de que partía,—un enmarañado boscaje,—y un estremecimiento de espanto sacudió sus miembros.

Cuero-Duro estaba allí, de pie, con los ojos ardientes de voluptuosidad, mordiendo el labio inferior con una sonrisa lasciva.

—Vengo á llevarte! dijo á Leonor.

La joven, que al principio había trepidado, recobró su sangre fria, y respondió tranquilamente:

—Déjese de locas pretensiones y vaya á ocuparse de su trabajo,

—Ingrata! esa es la recompensa que quieres dar á mi amor!—Replicó Cuero-Duro.

—No quiero saber de nada!

—Lo sabrás por fuerza.

—¿Por fuerza...?—preguntó Leonor, mirando al gaucho de arriba á abajo.

Por toda contestación Cuero-Duro se adelantó hácia ella, estuvo de un salto á su lado y ciñó su cintura con su brazo.

La lucha se empeñó á brazo partido, encarnizada, tremenda.

Hubo un momento que Leonor, logrando desprenderse de los brazos de Cuero-Duro, cogió el mazo con que la muchacha lavandera golpeaba la ropa, y altiva, radiante de valor, esperó al cobarde adversario.

Cuero-Duro hizo una nueva tentativa para derribarla, pero un golpe del mazo asestado en medio de la cabeza, le hizo perder el sentido y rodar por tierra.

Leonor huyó á dar parte de lo sucedido.

Cuando su padre y sus hermanos llegaron al sitio de la lucha, encontraron á Cuero-Duro tendido á orillas del arroyo, con la cabeza bañada en sangre.

Estaba muerto.





EL
ÁNGEL DE LA GUARDA




EL ÁNGEL DE LA GUARDA

Oí este cuento á una sencilla mujer del campo.

Me aseguró que era cierto, tan cierto como que es el sol el que alumbra el día.

Tiene algo de fantástico, algo que inclina á creerlo uno de esos frecuentes delirios de la imaginación.

Yo, lector amigo, no sabría decirte con seguridad si lo he creido ó nó.

Hay tantas cosas maravillosas en este mundo y en el otro, que no seria difícil que aconteciese algunas veces lo que el incrédulo raciocinio desecha sin la menor piedad.

Pero, si bien es cierto que no podría yo precisar si creo ó no creo lo que me refirió la humilde y sencilla paisana, también lo es que el episodio me ha parecido tan bello que bien merece ser narrado y leido.

Preámbulo suficiente es ya ál que va escrito.

Con que así, doblemos la hoja, y vamos al cuento, que—lector amigo, vuelvo á repetirlo, no es cuento sino historia.

Quizás viven aún muchas de las personas que tienen participación directa en ella, y no sería difícil que mañana ó pasado se presentase á asegurar que cuanto se haya dicho aquí sea la pura verdad.

En un pueblo de la campaña, cuyo nombre no hace al caso, vivía, hacía ya algunos años, un matrimonio, en que el marido amaba mucho á la mujer y la mujer era muy fiel al marido, no quedándoles otra cosa qué desear sinó que el cielo les diese un hijo, para complemento de su felicidad.

Pero, iban ya pasados algunos años, y aquel placer continuaba vedado para los cariñosos cónyuges.

El mal, sin embargo, no fué irremediable.

Dia llegó en que la esposa pudo dar á su esposo las más gratas nuevas.

Puede decirse que casi todo el pueblo participó del regocijo de aquella pareja que era ya del todo feliz.

Y eso se explica.

El era el médico del pueblo.

Ella, era sencilla, buena, caritativa con los pobres, y no conocía el orgullo, á pesar de que su doctor era la eminencia del pueblo, codeándose en todas las ceremonias con el cura y el Juez de Paz, que es como si dijésemos el Presidente y el Arzobispo.

El dia del alumbramiento estaba ya muy cercano.

La casa del médico era invadida por los regalos de las mujeres de sus clientes, que hacían primorosos bordados para las ropas del anunciado vástago.

Pero, ah! cuánta desgracia se hallaba reservada para aquel hogar antes feliz.

La felicidad como el dolor, nunca es eterna.

Todo tiene sus límites en esta vida.

Los movimientos de la rueda de las emociones, son como los de la fortuna.

Hoy unos arriba y otros abajo; mañana los que se hallan abajo, suben, y los que se hallan arriba, bajan.

No todos los días se llora.

Tampoco todos los días se rie.

El sol no siempre sale.

Ni siempre está el cielo nublado.

Hay, pues, en todo, contínua sucesión de luces y de sombras.

La felicidad del médico sufrió un golpe terrible en el día mismo en que creía llegar á las supremas alturas.

Su mujer murió de parto, mártir de dolores tremendos, para cuyo alivio el poder de la ciencia fué inútil.

Pero, sin duda, para que algún consuelo recayese sobre el alma afligida de aquel hombre, el niño se salvó, sacando la vida de la muerte de su madre.

El hijo fué un grande alivio para las desdichas del desventurado padre.

El médico quiso que su hijo fuese bien atendido en su propia casa.

Para lograrlo, hizo llamar á una mujer, que le sirviese de ama, y le cuidase con el mayor esmero.

Fué una buena paisana la que aceptó el cargo de velar por el niño.

Dejó su pobre rancho, situado á unas diez cuadras fuera del pueblo, y en él quedaron sus hijos entregados al cuidado de su hermana mayor.

La paisana hacía al niño las veces de una madre cariñosa.

Pero, cierto día, la infeliz mujer recibió la noticia de que uno de sus hijos se hallaba enfermo en el rancho.

Era en circunstancias que el médico había acudido á un pueblo inmediato, llamado para asistir á un enfermo que se hallaba en mucho peligro.

La paisana no tenia á quien solicitar permiso para dejar al niño, y volar al rancho en que su hijo había caido en cama.

—Lo dejaré solo una horita,—pensó la paisana, y cerciorándose de que el niño dormía, salió precipitadamente de la casa.

Cuando llegó al rancho, apenas tenia alientos para permanecer de pie á la cabecera del enfermo.

Recetó algunos remedios caseros, y viendo que la cosa no era de mucho cuidado, resolvió volver en el acto á casa del doctor.

No había pasado una hora cuando ya estaba de vuelta.

Abrió sigilosamente la puerta de la casa y entró.

Atravesó un largo corredor, y un momento después se halló en la pieza contigua al dormitorio del niño.

Grande sorpresa causó á la paisana oir una voz que cantaba, con maternal dulzura, una de esas canciones á cuyo arrullo se duermen los niños.

Asomó la cabeza y vió una mujer joven, hermosa, bien vestida, que, de pie junto á la cuna del niño, la mecía suavemente, con una de sus manos, mientras con la otra cuidaba de arreglar bien las cobijas.

La paisana no se atrevió á entrar.

Muda, estupefacta, con los ojos saltados por la curiosidad y la intriga, permanecía asomando apenas la cabeza por la puerta del dormitorio, sin saber qué partido tomar.

Nunca había oido cantar con tanta dulzura, ni decir cosas tan bellas como las que los labios de la misteriosa mujer decían.

Pero su asombro se transformó en espanto, cuando vió que la elegante dama se acercaba á la frente del niño para besarla, le tapaba bien con las cobijas, y desaparecía instantáneamente, sin que pudiese averiguarse por dónde había salido.

La paisana cayó de rodillas, y rezó un padre nuestro y una ave maría.

Después, se levantó, y se acercó, recelosa, á la cuna.

El niño dormía tranquilamente.

La infeliz mujér, que había presenciado aquella fantástica aparición, no pudo dejar de referirla al doctor.

Este, rió mucho al principio, tratando de convencer á la paisana de que había sido víctima de una alucinación, y nada más.

Pero los minuciosos detalles que el ama del niño seguía dando al médico, comenzaron pronto á causar otro efecto.

—Poco antes,—decía la mujer,—Juan, el quintero, había oido llorar mucho al niño, y después del llanto vino el canto de que ya le he hablado. Nos habremos alucinado todos en esta casa!

Y en seguida, comenzó á hacer la más minuciosa descripción de la fantástica aparición.

El doctor le escuchaba atentamente.

—Tenía los ojos negros, muy negros y muy hermosos,—decía la paisana.—Cabello también muy negro y muy sedoso. La boca muy chica, las mejillas muy rosadas. Un lunar aquí,—agregó tocándose la mejilla derecha.

—Era mi mujer!—exclamó de pronto el doctor, saltando de la silla.

—Ya me parecía á mi,—exclamó á su vez la paisana,—que esa debía ser la mamá del niño.

—¿Y que tú no la conocías?

—Una sola vez la había visto.

—Pues era mi mujer, sí, era mi mujer, la que vino á cuidar su hijito mientras tú saliste!—decía el doctor con entusiasmo.

Y acercándose al niño que dormía en la cuna, le cubrió de besos.





LA MANCHA DE SANGRE




LA MANCHA DE SANGRE

El barrio del alto despertó en una de las frías mañanas de Junio de 187.....mezclando los últimos bostezos del sueño con los primeros espasmos del terror.

Las pardas y las rollizas vascas, sirvientes de las casas de la vecindad, que, al clarear el día, se dirijían al mercado del Comercio, con las canastas debajo del brazo, el rebozo echado al hombro y el pañuelo atado á la cabeza, se habían agolpado en la calle de Cochabamba entre las de Defensa y Balcarce, y ocupaban el centro de la cuadra, revolviéndose como el rebaño encerrado en un corral, y soltaban comentarios por las bocas humeantes.

En el centro de aquella masa de mujeres y de curiosos atraidos por ella, frente á la puerta de una casita de pobre apariencia, dos vigilantes, con los morriones grises encasquetados hasta las orejas, contenían los desbordes de la invasión populachera, suministrando empujones á diestra y siniestra.

Otros gendarmes, ginetes en deslomados mancarrones, hacían sonar los hijares de sus cabalgaduras galopando á un lado y al otro, y tocando llamadas de oficial en las esquinas.


¿De qué se trataba?

De un crimen, seguramente.

Sobre las hojas de la puerta que los vigilantes custodiaban, se veía una mancha de sangre.

Era una mancha grande, muy roja, mancha de sangre fresca.

Se hallaba á la altura de la cabeza de un hombre, próximamente, y dejaba caer hasta el suelo gruesas vetas rojas.

También se notaban algunas manchas sobre las piedras de la vereda, manchas que seguían en dirección al río, de trecho en trecho, perdiéndose completamente el rastro al llegar á la barranca.

La casa en cuya puerta se hallaba la mancha de sangre, era, como hemos dicho, de muy pobre apariencia.

En la pared del frente, los reboques, al caer, formaban grotescas figuras, algo como un bajo relieve en que un escultor hubiese querido imitar las nubes.

Terminaba, en la parte superior, por una cornisa que, más que tal, parecía verja de jardín, á estar á las plantas que asomaban sobre ella sus desgreñadas cabelleras de hojas verdes, salpicadas de flores pálidas.

De las ramas de cada una de esas plantas caía hasta el suelo una faja oscura de musgo, que las aguas de las lluvias habían arrastrado en su descenso.

Las hojas de aquella puerta junto á la que un crimen bárbaro, —segun todas las apariencias,—se había consumado, tenía más hendiduras y remiendos que saco de pobre, y, verdes en un tiempo, se habían puesto con el transcurso de los años, de un color indefinible.

Hermanas gemelas de ella eran las ventanas, y el conjunto de toda aquella ruina, pedía á gritos el golpe de gracia.


Se decían muchas cosas, que podían ser, sin que se pudiese asegurar ninguna de ellas.

—Parece que le han roto la cabeza contra la puerta!— esclamaba una parda vieja, haciendo mil aspavientos.

—¡Virgen Santa!—decía otra.—¿Será posible que estas cosas se hagan? Pobrecito! ¡Quién será!

—Hijo de Dios! Dª Domitila, ¡quién sabe si ha tenido cómo defenderse!

—Asesinos!... Mire usted qué noticia para la pobre familia!

En otro grupo se oía:

—¿Sabe lo que debe ser, Dª Manuela?

—¿Qué cree usted que podrá ser, señora?

—Para mí, es cuestión de amores!

—¿Lo cree usted?

—Casi lo aseguraría. En esa casa vive una muchacha muy coqueta, á quien dos ó tres mozos festejan. Los he visto yo tomarse en palabras, en la esquina; y no sería extraño que por ella hubiesen hecho alguna barbaridad.

—Puede ser muy bien, señora. Son tan coquetas las muchachas de estos tiempos, que no sería extraño que hubiesen dado lugar á lo que usted dice.

En otro grupo el comentario era el siguiente:

—Para mí,—decía una maritornes de nervudo cuello,— no es sinó que le han hecho cantar el credo á D. Romualdo.

—Y ¿quién es D. Romualdo?

—Un viejo que vive en esa casa.

—Por qué cree Vd. que haya sido á él á quién han muerto?

—Ya tiene pesos; y con toda esa facha de atorrante con que se le vé andar por las calles, nunca le falta en el bolsillo lo que podría hacer la fortuna de un pobre.

—Puede muy bien que eso sea.

—Y eso no más ha de ser.


Llamaron los vigilantes á la puerta de la casa aquella, y salieron á abrirla, cediéndose paso á la policía que ponía de su parte todo el empeño posible para averiguar el hecho.

El patio de la casa formaba un largo cuadrilátero, que, naciendo en los umbrales de un estrecho zaguan, se perdía al pie de un cerco de duelas, y, tras estas, se levantaban los raquíticos y torcidos brazos de tres higueras, sin frutos y sin hojas, solitarios guardianes de una veintena de gallinas que escarbaba el suelo á su alrededor.

Cubría aquel patio á la altura de las puertas, un zarzo de cañas, en el que cuatro pies de parra entretejían sus nudosas y extendidas ramificaciones, red de paseo y de comercio para las hormigas que la atravesaban cargadas con los vestigios de las hojas caídas.

A la derecha del patio, un banco viejo sostenía algunas latas oxidadas y otras tantas macetas de barro cocido, llenas de tierra vegetal, y de cuyo seno se erguían ramas de claveles y de rosales, de heliotropos y de alelíes, amarillentas, heridas todas por las heladas de un invierno prematuro.

A la izquierda, daban las puertas de las cinco únicas piezas.

Ocupaba las dos primeras de esas piezas, la familia de la muchacha coqueta, de quien había hablado la parda vieja,—y la última el viejo aquel de los muchos pesos.

Las demás pertenecían á diversos inquilinos.

Toda la gente de la casa fué interrogada.

Nadie supo suministrar el menor detalle.


La policía continuó sus pesquisas, sin conseguir la menor información.

Pero, comprendió que no debía flaquear ante el obstáculo, y se lanzó con mayor brío en persecución del ignorado criminal.

Siguiendo, con grandes dificultades, la huella de sangre, descendió á la playa y la recorrió toda, desde la Aduana, hasta el puerto de la Boca.

Era más que probable que el criminal habría ido á buscar asilo á los pajonales.

Entre esos pajonales volvieron á encontrarse algunas manchas más.

Era de suponerse, pues, que el victimario se llevaba á la víctima para esconderla por allí, ó arrojarla al río.

Las lavanderas, que ya á esa hora poblaban las costas de la playa, cantando y apaleando ropa, se alborotaron como un avispero.

¿Qué será?

¿Qué no será?

El caso es que ellas también se permitieron comentar el hecho, sin que esos comentarios pudieran arrojar más luz sobre él.

Siguiendo la nueva huella encontrada, cabalgando á galope tendido, por entre los pastos y sobre la resaca que las olas arrojan á la costa, los vigilantes desesperaban ya de dar con el supuesto criminal, y se resolvían á abandonar aquellos parajes, cuando, reanudado el hilo de la pesquisa, se dió con la víctima que había dejado la mancha de sangre en la puerta de la casa de la calle de Cochabamba.

Era un pobre caballo, cubierto de mataduras.

El hecho quedó plenamente comprobado con la declaración de un sugeto que manifestó haber visto á ese caballo, en la madrugada del mismo día, recostado en la puerta, en que, más tarde, se encontró la mancha de sangre.


UN EPISODIO
DE
MÁXIMO PEREZ




UN EPISODIO DE MÁXIMO PEREZ

Máximo Perez, como bien se sabe, era un valiente caudillo oriental.

La noticia de su muerte, acaecida ha poco, llegó hasta nosotros, con los colores de uno de los episodios sangrientos, en que lucha y muere el gaucho rebelado contra los gobiernos.

Pero no es de la historia ni de la muerte del caudillo, de lo que vamos á ocuparnos.

Es, únicamente, de un episodio de su vida azarosa.

—Un episodio quizás el más memorable para él, porque no tuvo por enemigo al soldado con quien sabía batirse con denuedo, sinó á la superstición, contra la que no podía hacer armas.

Narraremos el hecho con la rigurosa exactitud en que llega hasta nosotros.

Vemos aparecer desde ya una sonrisa de incredulidad en los labios del lector.

Hay cosas que difícilmente se creen, sobre todo cuando revisten el carácter de la que nos ocupa.

Es lo cierto, salvo el mejor parecer del espiritismo, que no hay sobre la tierra otro mundo que aquel que nuestros ojos ven y nuestras manos palpan.

El mundo invisible es una fantástica creación de la loca de la casa, como un poeta llamó á la imaginación.

Las alucinaciones á que se halla expuesta la sensible naturaleza del hombre, han hecho pensar en muchas cosas que no existen en la realidad.

Además, el hombre es de suyo supersticioso, y solo la instrucción, el conocimiento elemental de las ciencias, dando la explicación de los fenómenos físicos, puede disipar esa inclinación natural á dar vida espiritual á lo que es sólo una transformación ó un movimiento de la materia.

El paisano de nuestros campos, que no sabe que el fuego fátuo es un ténue gas inflamable al contacto del aire, que se desprende, nó del alma del muerto, sinó de la grasitud de su cuerpo, huye de la luz mala como del mismísimo demonio, huye de la llamita fugitiva, siendo capaz de mantenerse sereno en la lucha más encarnizada de hombre á hombre, ó de uno contra ciento.

Dos causas, pues, explican esos relatos que parecen inverosímiles, que se narran en el campo y aún en las ciudades.

Esas dos causas son la superstición y la alucinación.

El episodio de la vida de Máximo Perez, que pasamos á referir, preocupó muchísimo al caudillo oriental.

El mismo lo narraba á sus amigos, y de personas que lo oyeron, obtenemos estos datos.

Piense cada uno lo que mejor le parezca.

«Y si, lector, dijerdes ser comento,
Como me lo contaron te lo cuento.»


Dícese que cierta tarde,—la tradición no ha guardado memoria del mes y del año, y no hacen tampoco al caso.—Dícese que cierta tarde, Máximo Perez, ensillando su mejor caballo, partió de su estancia, en camino á un puesto de las cercanías.

Llevábanlo asuntos que poco, ó, mejor dicho, nada hacen al cuento.

Soltó la rienda á su cabalgadura, y ésta se lanzó al galope, á ese galopito clásico del campo, fácil para el caballo y cómodo para el ginete.

Cerca de una legua habría andado, cuando lo sorprendió la noche.

Pero, era lo peor del caso que, pensando quizá en otras cosas, ó por otras razones que callaba, Máximo Perez se extravió.

Aquí empiezan las cosas inverosímiles, verdaderamente inverosímiles.

¿Cómo podía extraviarse un gaucho que conocía el campo como la palma de su mano?

¿Cómo podía extraviarse si aquellos eran sus pagos? Esta era una de las cosas que más preocupaban al héroe del episodio, porque afectaban su amor propio, y le demostraban cómo es posible que, quién más seguro está de una cosa, llegue muy bien á engañarse.

El ginete y su caballo atravesaban un pajonal.

Y aquí viene otra cosa que, si no es inverosímil, poco le falta.

A cada paso del ginete, el pajonal crecía y alcanzaba á una altura nunca vista.

Esto lo decía Máximo Perez; téngase bien presente que no es invención del narrador.

El caudillo sujeto el galope de su colorado, y parándose sobre los estribos, tendió una mirada investigadora á su alrededor.

No había más; estaba perdido.

¿Qué partido tomar?

Había uno, y era el mejor.

Dejar que el animal volviese á la querencia, llevado por el instinto.

Ese partido tomó; pero el caballo siguió internándose en el pajonal, paso á paso.

De pronto, en medio de aquel silencio que reinaba en la noche, oyó Máximo Perez los vagidos de un niño.

Aquellos vagidos fueron haciéndose cada vez más perceptibles, hasta que se oyeron á las patas mismas del caballo.

Este se detuvo.

El ginete miró al suelo y vió un niño, abandonado sin duda por el desamor de alguna madre sin entrañas.

Apeóse, y lo recojió.

Bien envuelto en el poncho, para resguardarlo del aire frio de la noche, lo tomó en brazos, y volvió á montar.


Seguía perdido.

Pero el caballo, volviendo sobre el camino andado, tomó el de la querencia.

Al salir del pajonal, se tendió al galope.

Poco á poco, iba Máximo Perez dándose cuenta de los parajes que atravesaba.

Llegó á asegurarse del lugar en que estaba.

Cuidadosamente recostado junto á su pecho llevaba en el brazo el poncho en que iba envuelto el niño, mientras con la mano derecha sostenía la rienda.

Así llegó á la casa, y apeándose del caballo, lo desensilló, y entró al comedor, donde su mujer se encontraba en amistosa plática con algunas huéspedes.

—¿Viste á don Braulio?—le preguntó á Máximo Perez.

—¡Qué he de ver, mujer, si me ha pasado la cosa más rara!

—¿Qué fué, Máximo?

—Que me perdí.

—¿Dónde?

—En un pajonal.... y aquí te traigo lo que encontré,—dijo el caudillo ofreciendo á su mujer la envoltura que traía en el brazo.

Se oyó otra vez el vagido de un niño recién nacido.

Las mujeres desenvolvieron el poncho y ¡oh horror! no había tal niño!

Aquello era una tibia, una canilla de cristiano, como dice la gente del campo.

Máximo Perez no podía volver de su estupor.

Recordaba y refería punto por punto los incidentes de aquella noche, el sitio del hallazgo, los vagidos que habla oido, y no podía explicarse cómo aquello que era un niño recogido en el campo, podía convertirse, con solo meterlo dentro de un poncho, en una canilla de cristiano.

¿Cómo podía explicarse esa transformación misteriosa?

No había razón suficiente.

Nunca la hay para que sucedan cosas sobrenaturales.

Las mujeres no podían contener sus exclamaciones de espanto, y se hacían cruces á cada instante.

—Estas son cosas del diablo, Don Máximo,—decían-no le quede duda: son cosas del diablo.

¿Piensa lo mismo el lector?

Quizá no; pero, para Máximo Perez fué aquella una explicación atendible.