Narváez/XIV
XIV
-Mi General -le respondí-, estoy siempre a sus órdenes. No podía usted hacerme honor más grande que tratarme con esta confianza...
-Pues, verá...
-Tome usted su chocolate, mi General -le dije creyendo corresponder a su franqueza-. Por mí no se prive...».
Me interrumpió con un gesto impaciente que traduje de este modo: «No se ocupe usted de lo que no le importa. Yo tomaré o no tomaré el chocolate conforme a mi santa voluntad; usted oiga y calle». Así lo hice. No sin grande estupor oí estas palabras, que reproduzco suprimiendo el ligero ceceo andaluz con que el Dictador las pronunciaba: «Pues quería decir a usted lo siguiente: en su casa, en la casa de los señores De Emparán se conspira de un modo descarado contra mí... No, no me lo niegue. Con usted no va nada. Tengo de usted la mejor idea: ya sé que es sensato, muy sensato, y que entre las ideas del Marqués de Beramendi y las de su suegro... hay un abismo... Lo que no quita que usted aparente amoldarse... Naturalmente, es esposo de su hija... ¡Si me hago cargo!... Es posible también que delante del yerno no se permitan decir todo lo que sienten, ni dejar traslucir sus intenciones. Yo lo sé todo, y si no lo sé todo, sé mucho, lo bastante para no dejarme sorprender. Mi objeto al llamarle no es pedirle que me cuente lo que se habla en su casa. Ni yo acostumbro apelar a esos medios, ni usted, que es un joven pundonoroso, de gran talento, según me dicen, se había de prestar a un espionaje de tal naturaleza... No, no: mi objeto es tan sólo decirle que haga entender a su familia que Narváez no está ignorante de lo que se trama contra él, y que se halla dispuesto a meter mano a todo el que perturbe, sin distinción de pobres y ricos. Es gran injusticia mandar a Filipinas a tanto infeliz descamisado, y dejar aquí a los revoltosos de buena posición, que pelean contra lo existente... con armas que no son el trabuco naranjero, y se hacen fuertes en barricadas... que no son las de las calles. Aquí donde usted me ve, soy yo más liberal que nadie, y si me apuran, más demócrata que la Virgen Democracia. Ni temo a los de abajo ni adulo a los de arriba... Si los que pintan el diablo en la casa de Emparán son carlinos, enhorabuena: que salgan al campo, que den la cara. Yo he visto de cerca las caras de Zumalacárregui, de González Moreno, de Don Basilio, de otros muchos guerreros muy respetables, y no me dan asco. Ellos luchaban en su campo, yo en el mío; ellos se mataban por su Rey, yo por mi Reina. Éramos rivales nobles. Ganamos nosotros la partida. Por zancas o barrancas, quedaron los facciosos debajo; nosotros encima... Pues ahora los convenidos de Vergara, y los clérigos de capa corta que allí tuvieron su desengaño, quieren suplantarnos y abolir el Régimen, y traernos el carlismo sin D. Carlos, o el absolutismo con Isabel, y esto no hemos de tolerarlo, ¡carape!... Como no hemos de consentir que los que tronaron contra la desamortización, sean ahora los que quieran echar abajo lo existente... No será tan malo el árbol cuando a su sombra hicieron sus pacotillas estos ricachones que ahora se gastan el dinero en escapularios, y que me acusan de que no miro por la Religión... Hable usted de esto con su señor papá político, y con otros que en pocos años se han llenado de millones. Si es tan malo el Régimen, que se lo cuenten a los que por ese mismo sistema político, ¡ahí duele! fueron Comisionados del crédito público, y se encargaron de recoger el papel-moneda de los conventos... ¿Dónde está ese papel? Yo no digo nada: hable usted con los que dicen que se ha convertido en ladrillos y estos en casas...».
Aprovechando el primer descanso que tomó el orador, dije que si en mi casa se hablaba mal del Gobierno, común achaque de toda casa de Madrid, cualquiera que fuese la procedencia de sus ladrillos, no debía ello tomarse como efectiva conjura, sino como desahogo natural de las almas españolas; a lo que me contestó el Duque con un suspiro que de su pecho salía como avergonzado, por no ser aquel pecho de los que albergan la resignación, o el sentimiento de una radical impotencia contra fatales obstáculos. Después miró un instante al suelo, y me dijo que aunque la intriga no tuviese su principal centro en mi casa, allí debía él dar un toque de atención en esta forma: «Cuidado, caballeros, que tengo abierto el registro para Filipinas...». En esto apareció de nuevo Bodega, y su amo le interpeló en el tono más suave: «Bodega, hijo, ¿qué haces que no te llevas ese chocolate maldito? No lo tomo... Oye otra cosa: sírvenos el almuerzo a las doce en punto. Este señor almuerza hoy conmigo». Cuando yo le daba las gracias por tanta fineza, entró el ayudante, al cual preguntó su jefe si había más personas en la antesala. «Acaba de entrar D. Pedro Egaña; hace un rato llegaron el Sr. Sagasti y D. Pascual Madoz.
-Que pasen a esa sala los que aguardaban y los recién venidos: los despacharé a todos de una estocada -dijo el Duque abriendo la puerta que a la estancia próxima conducía-. Bodega, no hay prisa para el almuerzo, porque hoy no tengo que ir a Palacio: de aquí me iré al Senado».
Y con severidad tutelar, tranquilo y apacible, como quien ejerce paternalmente la autoridad doméstica, el gran Bodega recogió el servicio, diciendo: «Buena memoria nos dé Dios. Si no va mi General a Palacio, bien sabe que le espera en su casa el Sr. D. Luis Mayans. ¿No quedaron en eso?
-¡Oh! sí: tienes razón... Almorzaremos a las doce en punto».
Pasando el Duque a la sala de audiencias, quedamos allí el ayudante y yo con San Román, el cual, mientras hablamos Narváez y yo lo que referido queda, había permanecido en discreto apartamiento, leyendo no sé si La España o El Heraldo, a la claridad del balcón. Luego que estuvimos solos, vino Eduardo a mí para darme instrucciones acerca de la actitud que debo observar ante el General en las incidencias probables de un largo coloquio. «Si te trata con confianza, guárdate mucho de hacer lo mismo con él; si te da alguna broma, aguántala sin que se te pase por el magín la idea de devolvérsela, aun siendo de las más inocentes. No tolera confianzas de nadie, como no sea de Bodega, y en cuanto a bromas, no ha nacido todavía quien se las dé. Es un hombre bonísimo, pero de un amor propio que no le cabe en el alma. Admite que se le contradiga en ideas; pero no quiere oír cosa alguna por donde a él se le figure que queda en ridículo a sus propios ojos. Nada de chistes, Pepe, alusivos a lo que ha hecho, o pueda hacer y acontecer. Cuanto al General se refiera, sea dicho en el tono más serio».
Terció el simpático ayudante en la conversación para añadir nuevas advertencias a las expresadas por San Román, lo que yo agradecí mucho, porque con tales maestros no había medio de desbarrar. «Fíjese usted también en esto: de las caricaturas que le sacan en los periódicos callejeros, no tiene usted que hacer mención ni aun para reprobarlas, ni tampoco hablar de los papeles satíricos, ni reírles las gracias. Los muñecos y las sátiras más o menos chistosas o indecentes, le sacan de quicio... Dé la prensa en general, aun de la moderada, hable usted con poca estima.
-Es un gran corazón y una gran inteligencia -dijo San Román-; pero inteligencia y corazón no se manifiestan más que con arranques, prontitudes, explosiones. Si mantuviera sus facultades en un medio constante de potencia afectiva y reflexiva, no habría hombre de Estado que se le igualara.
-Es todo inspiración, todo inspiración.
-Lanza el gran bufido, y cuanto mayor sea este, más pronto vuelve el hombre al estado de calma y prudencia. Créelo: si a todos los que ha mandado fusilar, pudiera resucitarlos, lo haría de buena gana... Si es duro en los hechos, en la palabra suele ser muy inconveniente... pero su furor pasa pronto.
-Le hemos visto pedir perdón a muchos que le oyeron cosas terribles, cogidos de las solapas.
-Las personas a quienes más ha protegido y protege, digo yo que son las hechuras del arrepentimiento. Recibieron algún apabullo, les salpicó a la cara el espumarajo de la ira del león... Pero luego ha venido el león mismo a limpiarlo, concluyendo por colmar de beneficios al ofendido.
-La principal regla de conducta es no tomarse con él ni la más ligera confianza.
-Una mañana estuvo aquí un diputado andaluz, que es hombre graciosísimo. Fue en las Cortes pasadas. De su nombre no me acuerdo; de su cara sí: alto, moreno, con patillas de boca de jacha, dientes muy blancos, y un decir ameno, con chiste en cada frase, y los ademanes tan sueltos y desahogados que ellos bastaran para hacer reír. Narváez se divirtió oyéndole contar cosas de la tierra: aquel día ceceaba como en su mocedad. El pobre granadino, viendo a su paisano tan gozoso y bromista, se fue del seguro y cometió la pifia de ponerle la mano en el hombro. Sentir la mano del andaluz en su hombro fue para D. Ramón como sentir la picadura de una víbora. Volviose, cogió con violencia la insolente mano, y echando lumbre por los ojos, le dio un fuerte estirón hacia abajo, diciendo: «¡Esa mano en los calzones!». Quedose el otro de una pieza. No volvió a soltar chistes, ni D. Ramón se los hubiera reído aunque a chorros los echara. Pasado algún tiempo, el tal se trocó de amigo en furioso enemigo de Narváez, y escribió sus chirigotas en La Postdata... Al fin se hizo progresista: ha estado en un tris que le mandemos a Filipinas».
Antes que San Román concluyera, oímos la voz del General en la sala próxima. Reñía con D. Pedro Egaña y con D. Pascual Madoz, que también es hombre de malas pulgas. Luego supimos por el ayudante que los Sres. Gaya, Mora, Sagasti y Moyano se habían retirado después de oír alguna palabra, ni agria ni dulce, del Espadón. Este toreaba por lo fino a D. Pedro Egaña, que venía con pretensiones vascongadas, y a Don Pascual Madoz, que solicitaba privilegios para Cataluña. Era un caso de incompatibilidad irreductible entre los intereses catalanes y los vascos. Llamado por el Duque, pasó el ayudante a la sala de audiencias para hacerse cargo de todo el papelorio que dejaban los dos pedigüeños de gollerías, y al abrirse la puerta oímos a Narváez que gritaba: «¿Pero esto es España o la ermita de San Jarando que hay en mi tierra, donde cada sacristán no pide más que para su santico? Ea, caballeros, yo estoy aquí para mirar por el Padre Eterno, que es la Nación, y no por los santos catalanes o vascongados...». Les despidió con buena sombra, y si Egaña partió cejijunto, conteniendo su enfado dentro de la cortesía, D. Pascual, que es muy nervioso, chillón, rudo, francote, como cuarterón de catalán y aragonés, y de aragonés y navarro, salió con la peluca bermeja un tanto descompuesta y erizada, diciendo: «General, es usted atroz, y a este paso iremos... a donde no queremos ir».
Terminadas las audiencias, creímos que nadie quedaba en la sala; pero el periodista que vi al entrar, y que según dicho del ayudante se había retirado, apareció de nuevo como un duende, no sé si por secreta puertecilla o surgiendo de los pliegues de un cortinón. Con forzada sonrisa y pruritos de ligereza que eran disimulo y atenuantes de su miedo, adelantose en seguimiento del General que a nuestro lado volvía. Infeliz esclavo de las duras necesidades de su oficio, se arriesgaba, con peligro de la existencia, a quitarle motas o pulgas al león. Volviose este con el movimiento rápido que a sus arranques de ira o de generosidad precedía, y tocado por suerte de la segunda más que de la primera, dijo al intruso en el tono con que imitaba la paciencia: «Pero, condenado Santanita, ¿cuándo concluirá usted de freírme la sangre?
-Mi General -dijo con ceceo andaluz el llamado Santana, tranquilizándose-, es usted más bueno que el pan y más dadivoso que San Antonio bendito. ¿Qué le cuesta decirme con palabra y media lo que está pidiendo con tanta necesidad mi Carta autógrafa de esta noche?
-¡Si no hay nada, si no tengo nada que decirle!
-Mi General, yo le voy conociendo ya, y sé que cuando más regatea más da, y que si al principio le niega a uno hasta la sal del bautismo, luego le entrega su corazón, ese corazón más grande que la Puerta de Alcalá...
-Basta, Santana... -replicó D. Ramón, en plena expresión de benevolencia-. Ahora no puedo entretenerme. Véngase esta noche antes de comer, a la salida del Congreso... no, no: de diez a once, y hablaremos.
-¿Pero no podré llevarme ahora un par de rengloncitos, como quien dice, nada?... La expedición ha llegado a Gaeta. ¿Se sabe ya si Córdova ha conferenciado con el Papa?... ¿Cuándo empezamos las operaciones?... ¿Atacaremos a Garibaldi antes que lleguen los refuerzos?...
-Que vuelva esta noche, ¡jinojo! -dijo Narváez como con ganas de enfadarse una chispita, pues con la mayor presteza pasaba de un extremo a otro de la gama humoral-. Esta noche, y no moler, amigo. Ya sabe que le quiero bien, por trabajador y honrado, y que le distingo entre tanto holgazán trapisondista.
-A la orden, mi General -murmuró el otro despidiéndose con militar saludo y saliendo como un cohete.