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Narváez/XXV

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XXV

San Ildefonso, Agosto.- El General Gobernador del Real Sitio, permitiéndome escribir estas páginas en su oficina de la Casa de Canónigos, ha venido a ser el Mecenas de mis Confesiones, y a su graciosa protección deberá la Posteridad el conocimiento de mis singulares aventuras o desventuras (que de todo hay) en esta veraniega Corte de las Españas; y sabrá lo que he pensado y visto, extrañas ideas, excelsas personas.

Sean las primeras líneas de esta crónica para consignar que mi hijo continúa famoso vividor y mamón impertérrito, anunciando con su precoz robustez los grandes arrestos de una existencia fuerte y emprendedora. Su madre goza de perfecta salud; come con apetito, y se recrea en observar cómo se nutre y vigoriza; no pierde ocasión de hacerme notar la dureza de sus carnes y el apretado tejido de sus músculos, diciéndome mientras yo apruebo y admiro: «¿Te parece, Pepillo, que estoy bien dispuesta para mi oficio de madre? Ya sabes que mi gloria es tener muchos hijos y poder criarlos gordos y sanos, y educarlos después para que sean hombres de mérito, o mujeres de su casa. Es mi ambición y no tengo otra. Ahora, tú verás...». No necesito decir cuánto me agradan estos proyectos de hacerme patriarca, y por mi parte estoy decidido a no poner limitación a la numerosa tribu que mi esposa me anuncia. Aumenta mi gozo el ver que María Ignacia no vigila mis actos, cual si no dudase de mi honradez conyugal, o se viese plenamente compensada de cualquier disgusto con las garantías de no interrumpir la serie prolífica que ambiciona. Sin duda se dice: «Dame hijos y llámame tonta». Pero yo me guardo muy bien de llamarla tonta. Su inteligencia es cada día más alta, y quizás por tanta elevación y sutileza, ha dejado de estar a mi alcance. Pido a Dios que mi hijo se parezca más a mi mujer que a mí.

Pues señor... a los cuatro días justos de mi estancia en este Real Sitio fuí presentado al Rey, a la salida de la Colegiata, por el Marqués de Malpica. No hubo en la presentación más que los cumplimientos de ritual; pero dentro de ellos supo D. Francisco mostrarme excepcional afabilidad, seguro indicio de que mi persona no le era desconocida. Al siguiente día recibí la visita del gentilhombre, D. Juan Quiroga, quien me señaló hora para tener el honor de ser recibido por Su Majestad. A fin de que esto vaya con el mejor método, debo empezar por dar conocimiento del Gentilhombre, hermano de la religiosa francisca Sor María de los Dolores Rafaela Patrocinio, comúnmente nombrada Sor Patrocinio, quien con la celebridad que adquiriendo va, paréceme que llegará al futuro siglo antes que estas páginas en que por primera vez escribo su nombre. No la he visto nunca; tan sólo sé de ella lo que la fama con el resonar de estupendos milagros nos cuenta un día y otro; por lo cual no es ocasión todavía de que a mis Memorias la traiga, como hago ahora con su hermano, a quien tuve por persona noble, juzgándole por su apostura, tono y modales.

No se compadece la nobleza del aspecto con el origen y crianza del Sr. Quiroga, de quien se cuenta que tuvo niñez mísera y juventud harto trabajosa, pues el hombre se formó y educó en un modestísimo establecimiento de bebidas del Paseo de la Virgen del Puerto, donde, para estímulo del despacho, había el pasatiempo de juegos de envite, como el cané y el famoso de las tres cartas para descubrir el as de oros; y tan buena organización tuvo la casa, según dicen, en este enredillo, que los viandantes salían de allí muy ligeros de todo lo que llevaban. Pues ved de qué bajas capas ha salido este hombre, y admirad conmigo que haya sabido disimular y poner en olvido su ruin escuela, tomando aspecto, lenguaje y modos tan finos que ello parece milagro. Sin duda lo es, si no de la virtud, de la ambición, anímica y social fuerza capaz no sólo de mover las montañas, sino de purificar las charcas cenagosas, y hacer de un Rinconete un Don Quijote. Este ha dado quince y raya, por la trayectoria de su transformación, a los Godoyes y Muñoces, y si bien se eleva mucho menos, es su mérito mayor, porque se ha elevado de más bajo. Y hay más: si de los milagros de su bendita hermana dudan los incrédulos, y aun algunos teólogos, de los de éste nadie puede decir lo mismo. En fin, que el hombre me agradó mucho, y sin esfuerzo le ofrecí mi amistad a cambio de la suya.

Pero si grato fue el emisario del Rey Francisco, mayor encanto tuvo este para mí, contribuyendo no poco a mi satisfacción la sorpresa, porque me habían hecho formar del esposo de Isabel idea muy distante y muy distinta de la realidad. Juzgando por los pareceres del vulgo, que se forman sabe Dios cómo, creía yo encontrarme con un señor desabrido y chillón, de escasa cultura, ideas pobres y encogidas maneras, y no le vi conforme al anticipado retrato, al menos en lo esencial; pues si bien no suena su voz con el timbre más robusto, en finura de trato, extensión de conocimientos comunes para poder hablar superficialmente con todo el mundo, y arte Real de desplegar toda la amabilidad compatible con la etiqueta, creo que no hay en la familia quien pueda superarle. Me agradó la pureza de su pronunciación castellana; de rostro le encontré demasiado bonito, con perjuicio de la gravedad varonil; de cuerpo algo menguado en la mitad inferior. A la conciencia de estos defectillos atribuyo la timidez que en él he creído advertir: la vencerá cuando en la conciencia de su posición se afirme. ¡Cuidado que está fuerte el hombre en literatura italiana! Tengo por cierto que hubo de prepararse para mi visita, la cual creyó que debía constar de dos materias principales: mi manuscrito de Roma, que ha leído, y algo de literatura y artes de aquella tierra. Juicios muy atinados, del patrón selecto, le oí sobre pintura y escultura, sobre los Médicis, sobre León X y Julio II; y españolizando su erudición me habló del Marqués de Pescara y Victoria Colonna, de la Campaña del Garellano, del grande Osuna, del pintor Ribera, y de otros asuntos y personas en que los nombres de Italia y España suenan juntos en dulce armonía. De la presente expedición en auxilio del Pontífice... se calló muy buenas cosas...

Y por fin le tocó la vez al manuscrito de mis romanas aventuras. Yo, francamente, quizás por haber transcurrido tanto tiempo desde que perdí mis papeles, no me ruboricé oyendo elogiar aquella joya. Si no tuviera la mejor idea de la discreción de Su Majestad, habría podido creer que se burlaba de mí. Entre col y col no dejó de tirarme alguna china, siempre con bastante delicadeza, por la malicia y poca vergüenza que revelo en algunos pasajes de mi autobiografía... Hasta aquí, fuera de lo hiperbólico de las alabanzas y de lo atenuado de las censuras, no había nada de particular. Lo extraordinario, lo que suscitó en mí tanta sorpresa como admiración, por el poder adivinatorio que en D. Francisco revelaba, fue que me hablase de la continuación de mis Memorias, escrita en Madrid en Febrero y Marzo del año anterior, parte que no se me ha perdido, y bien guardada está en mi poder, y yo bien seguro de que por nadie ha sido leída.

«Será interesante, en esa Segunda Parte -me dijo sonriendo con aires de agudeza-, aquel pasaje del baile de Villahermosa, en que se le aparece bajo el disfraz de una ciociara la propia Barberina, y le embroma a usted de lo lindo diciéndole que es gallega recriada en Tordehúmos. Principia usted creyendo que es Barberina, y luego ve en la máscara una dama incógnita que le ha robado su manuscrito y quiere divertirse un rato a costa del autor... Es graciosísimo, convenga usted en que es saladísimo. La falsa italiana se divirtió todo lo que quiso, y luego se le escapó a usted metiéndose en un coche con sus criadas...

-Señor -respondí con todo el descaro del mundo-, si Vuestra Majestad conoce esa parte de mi historia, la habrá leído en el manuscrito de la máscara, no en el mío.

-Yo no digo que lo haya leído, señor Marqués; digo que será interesante escrito por usted... La escena de Villahermosa se hizo pública. ¿Cómo? Lo ignoro. Lo que sí sé es que la primera lectora de su manuscrito de Italia fue una ilustrada monjita... A propósito, Marqués, puedo dar a usted una noticia que seguramente le será muy grata... Su señora hermana, Sor Catalina de los Desposorios, a quien usted no ha visto desde el año pasado, volverá este otoño al lado de las religiosas de la Concepción Francisca, que están ahora en el convento de Jesús».

Siguiéndole, pues así me lo ordenaba la cortesía, en el repentino quiebro que dio a la conversación, hube de mostrarme muy gozoso de que mi hermana volviese a Madrid, de que se juntara prontito con las otras monjas franciscanas y milagreras, no sé si descalzas, calzadas o por calzar. El bondadoso Príncipe quiso halagarme en el orgullo de linaje, tributando a mi señora hermana elogios que sin duda merecía, y que yo escuché con bien acentuadas muestras de gratitud. «Es Sor Catalina de los Desposorios -dijo D. Francisco gravemente, marcando con la cabeza cada palabra encomiástica-, una religiosa eminentísima, por sus virtudes, por su talento, verdadera gloria de la Orden Franciscana; y yo creo que, si no fuese tan modesta, luciría más, mucho más... Pero si con la modestia de Sor Catalina, insigne escritora que no quiere escribir, pierde mucho la Orden, con la misma virtud gana mucho ella en su alma, y... váyase lo uno por lo otro».

No sabiendo cómo corresponder a estos encomios, declaré que el alma es lo primero; glosé con afectados conceptos la idea excelsa que el Rey tiene de mi hermana, y sospechando que la visita pasaba de las dimensiones convenientes, pedí la venia para retirarme. El Rey no me retuvo, y saludándome afectuoso, después de poner en mi mano el manuscrito, me dijo: «Isabel también lo ha leído, y desea conocer a usted». Respondí que ansío ofrecer mis respetos a la Reina: sólo aguardo que se me conceda la audiencia solicitada... Cortesías, un sonreír ceremonioso, y afuera, Pepe... La verdad, no salí descontento, con mejor opinión de la Majestad Consorte que la que al entrar llevaba, y con mis recobrados papeles bajo el brazo. Milagro me parece que haya vuelto a mí lo que Sofía sigilosamente me sustrajo, ahora restituido a su dueño por este discreto y piadoso varón.

Sigo mi cuento. En la Granja he podido añadir a mis buenas relaciones de Madrid otras muy agradables. Cuento entre mis amistades, pollos, hombres maduros de ambas aristocracias, y damas y señoritas o pollas de la más alta distinción. Los amigos que más trato son Pepe Ruiz de Arana, Enrique Galve (Alba) y Juanito Arcicollar (Santa Cruz). Los corros que en los jardines se forman son las más risueñas tertulias que cabe imaginar, encanto de los ojos y del oído, cual si los arriates de flores se animaran, cobrando el don de mirada y el don de palique, entre los murmullos y risotadas del agua de las fuentes mitológicas. Allí se juntan, formando lindos grupos de matronas y ninfas, la Marquesa de Santa Cruz, las Duquesas de Gor y de San Carlos, la Princesa de Anglona, y entre ellas, diseminadas por su propia ligereza versátil, Carmen, Pepa, Luisa, Encarnación, Rosario, Jacoba, Cristina, Joaquina y otras, retoños lindísimos de las casas de Malpica, Gor, Santiago, Santa Cruz, que pronto formarán nuevas ramas frondosas del árbol de la Grandeza... En rancho aparte se reúne la aristocracia nueva, producto de la riqueza, de la audacia mercantil o de la usura; mas no veo un extremado prurito de separación entre estos dos firmamentos sociales que pretenden destacarse sobre el vulgo. Hay tangencias y aun inmersiones de unas masas en otras. Yo mismo entro y salgo de esfera en esfera, y llevo y traigo ideas de aquí para allá, confundiendo, hibridizando las clases. Mi amiga Eufrasia ha compuesto hábilmente su círculo, atrayendo a no pocos ancianos y pollos de ilustre nombre, mientras D. Saturno, infatigable en su proselitismo antiliberal y antiparlamentario, se infiltra en los corros aristocráticos, y busca y halla catecúmenas para su iglesia entre las matronas de Malpica o de Santa Coloma.

Paso ratos entretenidos en estas tertulias au grand air, bajo los olmos y tilos de los incomparables jardines. Pero no puedo arrastrar a mi mujer a que participe de mi distracción; ha tomado el hábito y el gusto del vivir obscuro y retraído, y no hay quien la saque de su estuche, o del capullo que ha labrado con las atenciones del niño y su propia timidez. A mis instancias para que no se retraiga en absoluto de la vida social, responde que no le hacen falta corros, ni le interesa saber cómo se viste Fulanita o se peina Doña Mengana: de lo que en los jardines se hable y se murmure se enterará cuando yo se lo cuente. D. Feliciano y su esposa sí frecuentan la sociedad jardinesca, arrimándose a la gente de sangre azul, entre la cual tienen no poca simpatía por la noble ranciedad de sus caracteres. A excepción de Doña Josefa, inseparable de María Ignacia en sus caseras afecciones y menesteres, las damas maduras se han quedado en Madrid a las inmediatas órdenes de Genara Baraona, consagradas al visiteo de monjas, vestidero de imágenes, y al trajín de hermandades caritativas o de pura devoción santurrónica.

Tenemos en el teatro compañía modesta de ópera; en la Colegiata funciones religiosas de gran lucimiento. Pero las más divertidas fiestas de la jornada son las cacerías en Riofrío, paseos a Balsaín, en coche o caballo, y las excursiones borricales a la Boca del Asno, Chorro Grande, Silla del Rey, y otros agrestes y pintorescos lugares. En el descanso y merienda de una de estas caminatas fuí presentado a Su Majestad, que me agració con amables atenciones, riñéndome blandamente por no haber ido a visitarla. Excuseme como pude, y aunque la culpa no era mía, sino de ella, culpable me declaré, y prometí enmendar pronto mi descuido. No he visto mujer más atractiva que Isabel II, ni que posea más finas redes para cautivar los ánimos. Pienso que una gran parte de sus encantos los debe a la conciencia de su posición, al libre uso de la palabra para anticipar su pensamiento al de los demás, lo que ayuda ciertamente a la adquisición de majestad o aire soberano. Pero no hay duda que ella ha sabido crearse una realeza suya, en perfecta armonía con sus azules ojos picarescos y con su nariz respingada, realeza que toca por un extremo con la dignidad atávica, y por otro con no sé qué desgaire plebeyo, todo gracejo y donosura. Es la síntesis del españolismo, y el producto de las más brillantes épocas históricas. Manos diferentes han contribuido a formar esta interesante majestad. No es difícil ver en tal obra la mano de Fernando III, de Felipe IV, quizás la de otros reyes y princesas de la sucesiva y cruzada serie, manos austriacas y borbónicas, y si hay manos de poetas castizos, digamos que la última pasada se la dio D. Ramón de la Cruz.

Fue tan extraño, tan inaudito lo que me pasó en las entrevistas o audiencias que se ha dignado concederme la Reina, que para contarlo con el debido respeto de la Historia general y de la de mi vida, necesito tomar resuello, y preparar bien mi espíritu para que no me falte la sinceridad, ni el adecuado lenguaje de esta virtud.