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Narváez/XXVII

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XXVII

La señora Posteridad se hará cargo de mi satisfacción y gratitud por tantas bondades. Retirose Su Majestad, y a poco entraron en la sala donde yo estaba, el pianista Guelbenzu, amigo mío; la dama de servicio, Condesa de Sevilla la Nueva, y Bravo Murillo, Ministro de jornada. Pasamos a un salón próximo, donde volví a ver a Isabel II, acompañada del Rey y de la Reina Madre, con D. Fernando Muñoz y dos o tres figuras palatinas. Amabilidad ceremoniosa y fría merecí del Rey, que algo me dijo, sonriendo, del quid pro quo motivo de mi presencia en Palacio. Doña María Cristina, a quien me presentó su hija, acogiome con notoria sequedad, y en su mirada recelosa leí estos o parecidos pensamientos: «¿Quién será este pájaro?... ¿A qué vendrá éste aquí?...». Don Fernando Muñoz me hizo varias preguntas con acompasada rigidez, propia de un examen, y luego me habló de Roma y sus monumentos, con erudición fresca, reciente, aprendida de los cicerones.

Mientras escuchaba yo al Duque, la Reina, no lejos de mí, hablaba con Guelbenzu de programas musicales. «Esta noche no canto -le decía-. Tengo la voz tomada...». La vi acercarse a un espejo Psiquis, arrimado al ángulo del salón, y contemplarse un instante, componiendo con sutil mano los bandós que rodean sus orejas, y recogiendo un poco el escote que se abría demasiado. Después vino a mí; reparé su andar ligero, los pies chicos con zapatitos blancos que sacudían los bordes de estas faldas en forma de campana que ahora se usan... Yo me condolí de mi desgracia, pues desgracia era, y de las más grandes, que Su Majestad no se dignara cantar aquella noche; y ella me dijo: «Pues mira, no pierdes nada con no oírme, porque canto muy mal. Además, estoy perdida de la voz. En los jardines me enfrié esta tarde. Oiremos a Guelbenzu solo, y todos vamos ganando». Bruscamente, saltando de un asunto a otro, como el pájaro que aletea de rama en rama, me dijo: «Beramendi, ¿no tienes tú ninguna Gran Cruz?... ¿que no? Pues es preciso que tengas una, la que quieras...». Me incliné. D. Fernando Muñoz, que no se movía de mi lado como si montara una guardia, quiso introducir otro tema de conversación; pero no le resultó el juego, y la Reina, sin parar mientes en su padrastro morganático, continuó así: «El 25 tengo Besamanos, por ser los días de mi hermana. Vendrá Narváez, y le diré lo de tu Gran Cruz. Ya sé que Narváez es amigo tuyo... Pero di una cosa: ¿puedes tú aguantarle? Cuidado, que de Narváez no puedo decir nada que no sea para colmarle de elogios, como militar valiente, como hombre de gobierno; ¡pero qué genio, Señor!... En su casa no te sufre más que Bodega, que debe de ser un santo.

-El genio fuerte del General -dijo Muñoz-, tiene su razón de ser. Con blanduras no hay modo de gobernar a este país.

-Ciertamente -indiqué yo-. Y también puede asegurarse que el General no es todo asperezas. En más de una ocasión le he visto cariñoso, amabilísimo...

-Esas ocasiones habrán sido pocas para su mujer -afirmó la Reina-. La pobre Duquesa de Valencia no gusta de vivir en Madrid. Su marido la trata peor que a los progresistas. Pero, en fin, el hombre vale mucho, y se le pueden perdonar las rabietas por el talento que tiene, y aquella firmeza de carácter... Por cierto que a ti te aprecia, te quiere: me lo dijo. Y a propósito, Beramendi: ¿es cierto que estás escribiendo la Historia del Papado? A mí me lo han dicho.

-Algo de esto oí yo también -apuntó D. Fernando Muñoz por no estar silencioso.

Respondí que, en efecto, había pensado escribir esa Historia, pero que las dificultades del asunto me habían hecho desistir...

«Pues es lástima, porque ahí tendrías campo ancho donde lucirte. ¡Y que no harías poco servicio a la Religión! Al Santo Padre le había de gustar muchísimo que escribieras las Vidas de todos sus antecesores desde San Pedro...».

El movimiento de las figuras que componían la reunión era determinado por la Reina, que pasaba de grupo en grupo. Dirigiéndose a Bravo Murillo, me libró de la guardia del Duque de Riánsares, que allá se fue también, y la razón de esto voy a decirla al instante. En estos días ha corrido la voz de que abandona D. Alejandro Mon el Ministerio de Hacienda, y que le sustituye Bravo Murillo. Descontentísimo del asturiano está el Sr. Muñoz, porque aquel se ha cansado de colocarle la interminable cáfila de parientes y demás indígenas de Tarancón, y en cuanto vio que la Reina hablaba con el Ministro de Instrucción y Comercio, acudió a olfatear si es cierto lo del cambio ministerial. Cierto debe de ser a juzgar por el interés del diálogo que en aquel grupo observé, mediando principalmente la Reina Madre. En uno de estos pases y renovación de los corrillos, vine a encontrarme junto a D. Francisco y la Camarista. Díjome el Rey: «Es preciso hacer tocar a Guelbenzu las sonatas de ese Beethoven... Oirá usted la mejor música que se ha escrito en el mundo». Intervino la dama para revelarnos que como Los Puritanos no hay nada... Sonó el piano: no me fijé en lo que tocó el maestro, ni puedo apreciar el tiempo que duró la tocata. Sólo sé que un ratito estuve en pie junto a la Reina sentada, y que ella me dijo: «Es natural que no estés alegre, a pesar de la buena música... Comprendo que tienes tu pensamiento lejos de aquí... No creas, por ello te aplaudo. Eres consecuente...». Contesté que nada echaba de menos, ni lamentaba ausencias; y ella prosiguió: «A propósito, Marqués, o sin venir a cuento, si quieres: esta tarde he visto a la moruna y he hablado con ella. Es una mujer interesantísima». Me disculpé, negué: vano empeño mío. Levantose Su Majestad, y dando yo algunos pasos en pos de ella, pude recibir de sus labios esta donosa prueba de confianza, que me encantó: «Lo sé todo, como dicen en esa pieza de cuyo título no me acuerdo; lo sé todo, Marqués; te alabo el gusto». No me dio tiempo a contestarle, pues era como la mariposa, que apenas pica en una flor, en busca de otra vuela.

Minutos después, la Reina Madre me preguntaba si conocía yo Nápoles, y Bravo Murillo se condolió de que yo hubiera desistido de escribir la Historia de toditos los Papas, obra que sería, sin duda, de las más edificantes. Ya me iba cargando a mí tanta insistencia sobre un propósito que nunca tuve; mas como no podía contestar con una grosería, hube de aguantar la mecha y decir que sí, que no y qué sé yo. Fácilmente, las conversaciones con personas Reales le llevan a uno a las mayores hipocresías del pensamiento, y a las más chabacanas formas del lenguaje. Sólo la Reina con su libre iniciativa y su arte delicioso para revestir de gracia la etiqueta, rompía la entonada vulgaridad del hablar palatino. Ya muy avanzada la reunión, en pie los dos, me dijo que no se contenta con darme a mí la Gran Cruz, sino que también dará a María Ignacia la banda de María Luisa. Su deseo es recompensar a las personas que lo merecen, y yo soy de los primeros, no sólo por mi adhesión a la Real familia, sino por mi inteligencia de escritor, pues si no he podido escribir aún la Historia del Papado (¡otra vez!), la escribiré, que viene a ser lo mismo. «Tengo la convicción -añadió-, de que eres de los buenos, de los seguros, y la independencia que disfrutas garantiza tu lealtad. Me dijo Narváez que tu suegro era partidario de mi primo Montemolín, y que tú le has quitado de la cabeza esa debilidad, ganándole para mi causa. Te lo agradezco mucho. La verdad es que Dios me ha traído al mundo con bendición, pues bendición es el sin número de personas honradas que me han defendido, me defienden y me defenderán en lo que me quede de reinado. He sido muy dichosa... Tú calcula los miles de hombres que se han dejado matar por mí, y los que aún harán lo mismo cuando llegue el caso, que ojalá no llegue... Por eso quiero yo tanto al pueblo español, y, créelo, estoy siempre pensando en él... ¡Qué pueblo tan bueno! ¿verdad? Él me adora y yo lo adoro a él... Muchas veces, cuando estoy solita, cierro los ojos y procuro borrar de mi memoria las caras que comúnmente veo, toda esta gente de Palacio, y los Ministros y Generales... Pues lo hago para representarme el pueblo, de quien sale todo, los pobrecitos españoles esparcidos por tantas villas, aldeas, valles y montes. Ellos son los que sostienen este trono mío, y me amparan con sus haciendas y sus vidas. Y yo digo: «Por fuerza pensarán en mí, como yo pienso en ellos, y al nombrarme dirán: nuestra Reina, como yo digo: mi Pueblo...».

A tan nobles palabras contesté con las más expresivas de gratitud y amor que se me ocurrían, y pensé que Su Majestad y yo nos parecemos: padece la efusión popular.

«Por mi parte hago lo que puedo para que mi pueblo sea feliz -declaró Isabel contestando a un concepto mío-. ¡Y cuidado si es difícil esto de la felicidad de un pueblo! Porque uno viene y te dice una cosa, y luego entra otro y te dice otra cosa, y por aquí salta una capital gritando tal y que sé yo, y por allá otra grita lo contrario. Ya ves que no es fácil percibir la verdad en medio de esta grillera. Nunca sabe una si acierta o no acierta. ¿De quién hacer caso, a quién oír? Porque esto no se estudia, y aunque yo me aprendiera de memoria cuanto dicen los libros sobre los modos de gobernar, no adelantaría nada. No queda más que la inspiración, y pedir a Dios que me dirija, que me ponga las cosas bien claras, de modo que yo las pueda resolver. De Dios viene todo lo bueno... Dios, que ha permitido los sacrificios que este pueblo ha hecho por mí, me iluminará para que yo no resulte una ingrata.

-Seguramente, la inspiración del Cielo debe guiar a todo Soberano -le dije permitiéndome aconsejarle sin lisonja-. Pero cuide mucho Vuestra Majestad de ver de dónde viene, y quién se la trae. Porque entre muchas inspiraciones verdaderamente celestiales, podría venir alguna que no lo fuese...

-¡Oh, no! ya tengo yo cuidado -replicó-. Las personas que traen la inspiración de arriba, muy pronto se conocen... Mi sistema es ponerme en brazos de la Providencia. ¿Quién ha sacado adelante mi causa y este trono mío más que la Providencia? Pues Dios no abandona a Isabel II, Dios quiere a Isabel II.

-Sin duda...».

Con mucho salero se echó a reír Su Majestad, repitiendo la popular frase Fíate de la Virgen y no corras, y luego añadió: «No: yo no me entrego a una confianza ciega, ni espero de Dios que vaya diciéndome todo lo que tengo que hacer... Algo ha de discurrir una por sí... yo cavilo también un poquito... Verdad que me canso pronto. ¡Es tan fácil y tan cómodo no pensar nada!... Pues sí, yo pienso... Y a donde no llega la razón, llega el sentimiento: ¿no opinas tú lo mismo? Sentimos una cosa... Pues aquello es lo mejor.

-No siempre, señora.

-Sentimos, y... Sí, sintiendo acertamos.

-Se corre el riesgo, por ese camino, de sentir y pensar algo que luego a Dios no le parece bien. Y Dios se vuelve y dice: ¡pero si no es eso lo que yo te inspiré!...

-¡Ay! en lo que Dios inspira no nos equivocamos... No hay guía como nuestro corazón.

-No es mala guía; pero que vaya con él la razón -le contesté hablándole como a una niña-. Así lo quiere Dios, y si no lo hacemos se incomoda y nos pega.

-¡Ah!... Dios es muy bueno... bueno con los buenos, se entiende, que no tienen malas entrañas. Es soberanamente bondadoso, y se enfada menos de lo que dicen. Esas voces de los enfados de Dios las hacen correr los malos, que temen el castigo.

-Nadie como Vuestra Majestad puede asegurar que Dios es bueno... Pero por lo mismo que ha sido tan pródigo con la Reina de España, no debe la Reina de España pedirle demasiado.

-Vaya, explícame bien eso. ¿Qué has querido decir? Te autorizo para que me hables con la mayor franqueza.

-Pues diré que Vuestra Majestad tiene un gran corazón, y en él inmensos tesoros de bondad, de generosidad y ternura que no deben ser derrochados. No olvide Isabel II la lección de D. Martín de los Heros, y antes de regalar veinte mil duros de corazón, fíjese bien en el bulto que hacen apilados estos veinte mil duros de corazón, y asústese ahora, como se asustó entonces, y rebaje, rebaje, y no dé más que cinco mil... y mejor si los reduce a reales... Señora, yo me permito abusar de la autorización de franqueza que mi Reina me ha dado, y digo mil disparates, que Vuestra Majestad se dignará perdonarme.

-No, no -dijo Isabel revistiendo de gravedad su picaresco rostro-. Has hablado como un libro, como hablará la Historia de los Papas cuando la escribas».

Un nuevo movimiento de las figuras de la reunión puso fin a este sabroso diálogo. Volví a encontrarme junto al Rey, mejor dicho, vino él hacia mí, y me dijo: «¿Y por qué no se decide usted a darnos una Historia de España verdad? Está por escribir... Todo lo que va de siglo es interesantísimo, y pues no parece fácil superar a Toreno en la guerra de la Independencia, el historiador que tal emprenda debe empezar en el 14, cuando mi tío volvió a España... Una Historia imparcial, que se aparte del criterio extremado de las facciones; una relación verídica, escrita con talento, revisada por personas peritas, y autorizada por la Iglesia, crea usted que sería una gran cosa. Y la publicación de esa obra, no faltará quien la patrocine». Contesté reconociendo la importancia de un trabajo tan considerable, y la cortedad de mis fuerzas para realizarlo... Arrimose a la sazón la Reina a los que de ello hablábamos, y éramos ya más de dos, por inopinado crecimiento del grupo, y nos dijo: «¿Hablan de escribir la Historia de Isabel II? Sí, Beramendi, sí... Yo subvenciono esa obra.

-Es pronto -afirmó el Rey con gran sentido-: no ha de ir el historiador por delante del Reinado, sino detrás...

-¿Y por qué no han de ir juntos, cogiditos de la mano? -indicó la Reina.

-Porque la Historia verde sabe mal, como la fruta. Hay que dejarla madurar en el árbol.

-¿De modo -dijo Su Majestad haciendo reír a todos con su donosa ocurrencia-, que aún estamos verdes? Más vale así... Pues yo deseo que pronto hablen y escriban de mí, por supuesto que escriban bien, elogiándome mucho y poniéndome en las nubes... Yo aspiro a que de mi Reinado se cuenten maravillas.

-Los pueblos más felices -dijo Montesquieu por boca del Rey-, son aquellos cuya Historia es fastidiosa.

-Pues yo no quiero -afirmó la Reina-, que al leer mi Reinado bostece la gente... ¡Historia fastidiosa! Eso ni deleita ni enseña.

-La de España -indicó María Cristina, melancólica-, es y será siempre un folletín.

-Mamá, eso es tener mala idea de los españoles.

-Tengo la que ellos me han dado -replicó la ex-Gobernadora.

-Los españoles son buenos, valientes, honrados, caballeros -declaró Isabel-; en general, se entiende, porque ¡también hay cada pillo...!».

Encontrándonos de nuevo frente a frente, me dijo: «¿No crees tú que la Crónica mía, la de mi Reinado será bella?

-Bella será... ¿pero quién asegura que no será también triste?

-¿Por qué?... Me asustas... Yo no ceso de pensar en mi Historia, y me la represento como una matrona gallardísima...

-Sí, con un laurel en la mano y un león a los pies. Esa es la Historia oficial, académica y mentirosa. La que merece ser escrita es la del Ser Español, la del Alma Española, en la cual van confundidos pueblo y corona, súbditos y reyes...

-¡Oh, sí!... así debe ser.

-Y esa Historia me la represento yo como una diosa, mujer real y al propio tiempo divina, de perfecta hermosura...

-Vestidita por la moda griega, con túnica muy ceñida, que marque bien las formas. Así representa el Arte todo lo ideal, así el ser de las cosas, así el alma de los pueblos... Esa figura que tú ves, como española castiza, será morena.

-Tostada del sol, de este sol de España, que no es un sol cualquiera.

-Y la verás esbeltísima, con poca ropa, descalza... no diré que sucia, sino empolvada... naturalmente, de andar por estos caminos y vericuetos del demonio, por tanta sierra, por tanto páramo... País grandioso el nuestro, pero empolvado...

-¡Oh, qué bien lo expresa Vuestra Majestad!».

Al decir yo esto, sentí turbación angustiosa. Hallábame solo, apartado en un ángulo de la sala. Me asaltó la duda de que la Reina me hubiese ayudado, dialogando conmigo, a la descripción de la bella figura que veo y siento... Pronto adquirí la certidumbre de que yo me lo había pensado y dicho solo... Cuando dije a Su Majestad que la Historia de su Reinado podría ser triste, ella no pronunció más que estas palabras: «¿Por qué?... ¡Me asustas!» y se alejó de mí, solicitada su atención de los otros grupos. Lo demás que hablamos, lo hablé para mí, súbitamente atacado del mal de Lucila, de la efusión que llamo estética y popular.

Llegó el instante final. La Reina y demás personas augustas nos hicieron reverencia y se retiraron. Los que no somos augustos nos fuimos a la calle. En la escalera de Palacio, resplandeciente en la obscuridad de los jardines, llevaba conmigo la imagen de aquella ideal princesa Illipulicia, soñada por el celtíbero Miedes. Toda la noche me la pasé en este delirio... Mi cerebro era una linterna mágica. Reproducía en serie circular la plataforma del Castillo de Atienza, el patio de San Ginés, un cielo turbio, un suelo árido, una estancia del Alcázar Real... Isabel, vestida de manola, me decía que escribiese su Historia; Lucila callaba siempre, imagen y representación del inmenso enigma.