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Narváez/XXX

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XXX

Página histórica me pareció el verídico cuento traído por Rafaela, y pensando en él y en la profunda lección que entraña, me fui a correr por Madrid en busca de las novedades que diera de sí el día, las cuales se me antojó que habían de ser gordas y buenas. No me equivoqué. Menudeaban las dimisiones; los valores públicos, que el viernes coadyuvaron no poco a la rechifla del nuevo Gabinete, bajándose dos enteros, seguirían descendiendo el sábado, según opinión de todos los agentes y bolsistas que encontré por las calles. Engrosaban los grupos. Contáronme los empleados de la Secretaría de Gobernación que D. Trinidad no resolvía nada, y asombrado de recibir dimisiones, se pasaba el tiempo enterándose, con infantiles preguntas, de las funciones más elementales de su cargo. En Hacienda, supe que había tomado la cartera el Sr. Armesto, vencidos sus escrúpulos, y en Guerra funcionaba ya el Sr. Cleonard, determinando... que no podía ni sabía resolver nada. Por la tarde, cruzando Narváez a pie la Puerta del Sol, fue aclamado por la multitud. Así se contó en la redacción de El Heraldo. No presencié yo el caso; mis noticias fueron que no hubo aclamación, sino un respetuoso saludar del público y frases de simpatía. Me lo figuro con su andar de gallo arrogante, por entre el gentío, recibiendo las demostraciones afectuosas, y contestándolas no más que con un ligero movimiento de cabeza, tieso y avinagrado, que así es Narváez ante las tropas y ante el pueblo.

Por la tarde no falté a su casa, en la calle de Isabel la Católica o de la Inquisición. Entré y salí, con estos o los otros amigos. Se acentuaban los rumores de que volvía El Espadón. ¿Pero cuándo? Los más impacientes concedían al nuevo Ministerio ocho días de existencia. La generalidad opinaba que se le dejaría vivir un mes, siquiera por decoro de la Prerrogativa regia, pues esta quedará muy mal parada si los Gobiernos que nombra no hacen más que jurar y dimitir. Podrá Su Majestad hacer un desatino, mas no es bien que lo confiese, y todo monárquico fiel debe ayudar a la Reina al disimulo de sus torpezas políticas. Esto se decía, esto se pensaba. A las cuatro de la tarde supimos unos cuantos a ciencia cierta, o poco menos, que se planteaba la contra-crisis aquella misma noche del sábado... A las cinco, repercutían los destemplados acordes de una murga en la calle de Valverde, donde vive el Sr. Armesto, y una vez que los felicitantes atronaron bien la calle, retirándose mustios y sin blanca, porque el señor Ministro no se hallaba en su domicilio, corriéronse con las propias intenciones concertistas a la calle Ancha de Peligros, donde reside, en humilde casa de huéspedes, el Sr. Manresa, y hasta el obscurecer escucharon los vecinos el horrible estrépito de clarinetes y trompas. Mientras el Ministerio recibía estas demostraciones harto equívocas del entusiasmo popular, corría de mano en mano por Madrid un soneto de pie forzado, creación repentina de un ingenio muy chusco. Sólo recuerdo ahora, mientras esto escribo, el primer cuarteto, que dice así:


Temo que el cetro se convierta en báculo
Y el Estado, hoy caduco, muera ético,
Si otro escolapio en ademán ascético
Logra ser del Rey cónyuge el oráculo...



No recuerdo bien lo demás. Me procuraré copia de los catorce versos.

A las siete, todo Madrid sabía ya que el Ministerio Cleonard-Manresa, o Fulgencio-Patrocinio, que de las dos maneras se decía, apenas nacido estaba dando las boqueadas... Es muy tarde: yo me duermo.

Madrid, 23 de Octubre.- Continúo el relato fiel de estos inauditos sucesos, refiriéndome a la tarde del 21, con lo cual pego la hebra en el mismo punto en que la rompí. Pues serían las siete cuando determiné visitar a Eufrasia, compadecido del desdichado D. Saturno, y anhelando saber si era su enfermedad tan grave como burlesca fue la sofoquina que la motivó. Llegueme, pues, a la calle de Fuencarral, frente a la capillita del Arco de Santa María, y subí al principal de la histórica morada que perteneció al Duque de Montellano. Al abrirme la puerta, un criado puso en mi conocimiento que el señor se había tranquilizado después de la confesión, que hizo con grandísima piedad a las once de la mañana... Al mediodía se le dio un sopicaldo, que no devolvió como se temía, y en aquel momento acababa de coger el sueño. La señora y Doña Cristeta estaban en la sala con la Condesa y otras visitas... Ya me disponía yo a retirarme, informado de lo que quise saber, cuando apareció Cristeta, que atisbando desde el pasillo había conocido mi voz. «Pase, pase, Pepe -me dijo-. Viene usted que ni bajado del Cielo para sacarnos de estas dudas. ¿Pero es cierto lo que nos cuenta el amigo Campoi? ¿que corren rumores... vamos, que todo se deshace como la sal en el agua?».

En la sala encontré a Eufrasia, arrebujada en un luengo manto, pálida y echando lumbre de sus negros ojos; a la veterana beldad, su amiga, cuyo título de Condesa o Baronesa de no sé qué santo no quiere albergarse en mi memoria; al respetable auditor que fue del ejército carlino y hoy diputado por Vera, D. Cristóbal Campoi, acompañado de su señora, y a otra pareja de dama y caballero que no conocí. Brevemente satisfice la curiosidad de todos dando cuenta de lo que sabía, y extendiendo la papeleta de defunción del enteco y llagado Ministerio Cleonard-Patrocinio-Fulgencio.

«¿De modo -dijo Eufrasia sin reír, más bien lúgubre, como enfermo de fiebre que se ve obligado a romper el silencio-, de modo que ha sido como un relámpago?... Bien se le puede llamar El Ministerio Relámpago». Ved aquí el origen de una denominación que aquella noche y al siguiente día cundió con asombrosa rapidez, y de ella se apoderaron todas las bocas de Madrid. Renegando de una criatura, en cuyo engendro había tenido eficaz participación, Eufrasia le administró el agua de socorro, dándole apropiado nombre, y diciendo al verle expirar: «Es un fenómeno. No podía vivir. Relámpagos al Cielo». Celebraron los visitantes la ocurrencia del nombre, y hallándose a medio despejar la sala, llevome la moruna al gabinete próximo, donde a solas pudimos hablar un instante. La pulsé: su piel abrasaba. Diome rápida noticia de su dolencia: sentíase febril en grado sumo; mas el desasosiego nervioso no le consentía permanecer acostada. Todo su anhelo era ver gente, oír noticias, enterarse del espantoso ridículo de los Ministros nuevos, y sólo así se calmaba la sed de su espíritu, ávido de venganza. «Siéntate un rato, y cuéntame, cuéntame... Ante todo: ¿conoces el soneto? Esta tarde me lo trajo Navarrete. Es graciosísimo... ¡Ah! entre las burbujas del chiste palpitan verdades históricas que andando el tiempo darán mucho que hablar. Se me ha grabado en el pensamiento el segundo cuarteto, que dice:


Venero a Dios, venero al tabernáculo;
Mas no a hipócrita Sor, que con emétic
Llagas remeda, a cuyo humor herpétic
Fue quizá el torpe vicio receptáculo.



-Sigue, acaba... he olvidado los tercetos.

-Yo también. Lo recordaba todo; pero... no sé... la fiebre me ha borrado de la memoria el final... Dejemos el soneto. Cuéntame, cuéntame...».

Lo que yo pudiera contarle, al dominio público pertenecía ya. Mayor interés había de tener lo que ella, como partícipe más o menos esencial en la conspiración, podía traer al acervo de la Historia, o a los archivos anecdóticos que guardan quizá la más interesante documentación de los pueblos. A esto me dijo: «Desengañada y herida, me revuelvo como mujer contra los que me han traído a esta ridícula situación... Ellos, con apariencia de hombres, se asemejan a nosotras por la viveza de sus odios ocultos, por el delirio de sus ambiciones disimuladas, y por el arte de fraguar en la obscuridad las intrigas... Todos somos unas... La amargura de mi desengaño se me ha derramado por todo el cuerpo y el alma, y no me consuelo más que con la idea de abandonar lo que fue mi partido, y pasarme con armas y bagajes al que quise combatir. Esto es de mujer, y yo soy mujer entera, sin mezcla, de una pieza en mis odios como en mis cariños. No sé si cuando vengan las represalias de Narváez, que las gasta pesadas, me tocará alguna china. Si así fuere, me pongo en tus manos para que me evites cualquier molestia...».

Sin temor de prometer lo que no podría cumplir, la tranquilicé sobre este punto, dándole seguridades categóricas de que su nombre no figurará para nada, en caso de formación de procesos. Y ella prosiguió: «Así lo harás, Pepe, y yo te lo agradeceré en el alma... Ahora no estoy para largas conversaciones, porque el hablar mucho y vivo me pone los nervios como cuerdas de violín. Ni podemos entretenernos demasiado, porque vendrán más visitas, y yo tengo que recibirlas o retirarme. Una sola cosa te diré esta noche para que los vencedores la tengan en cuenta y es... que me gustaría ver que sentaban la mano de firme.

-La sentarán... y duro; todo lo que se pueda sin herir en las partes más vivas de la Nación, naturalmente.

-¡Ay, ay, ay! Pepe. No harán nada, no perseguirán a nadie.

-¿Lo crees tú?... Así será, cuando lo asegura la que podría ser historiadora de esta intriga, si quisiera.

-¡Historiadora yo! -dijo tristemente, sin poder atajar su locuacidad-. ¡Quién pudiera serlo! Si piensas que yo conozco la conspiración y sus resortes, estás equivocado. Conozco algo; pero los móviles hondos, que determinan hechos positivos, han sido y son un misterio para mí... Y vas a ver el misterio más impenetrable, Pepe. Pon toda tu atención en esto: la Reina se resistió una vez y otra al cambio de Ministerio que le proponía el Rey. No tragaba a Cleonard y sus cofrades ni aun envueltos en la confitura religiosa. Y era tal su resistencia que perdimos toda esperanza. ¿Cómo es que de la noche a la mañana consiente la niña en despedir a Narváez de mala manera?... Fíjate en esto, Pepe... ¿Y cómo es que a su consentimiento acompañan lloros y suspiros?

-Los lloriqueos parecen indicar que no está contenta de lo que hace.

-O que forzada se ve a determinar lo que no quiere. Yo, que algo entiendo de cosas palatinas, no me explico este cambio más que por el miedo. ¿Y cómo han logrado infundirle ese pánico que la pone atadita de pies y manos a merced de los intrigantes? Voy a decírtelo... y perdóneme Dios esta sospecha, esta... inspiración. Para mí, se apoderaron de un secreto de la Reina, y con este secreto, cogido como un puñal, la han amenazado, le han dicho: 'O eres nuestra o mueres'.

-¿Creerás que entre los infinitos disparates que corren en bocas de la gente no ha faltado ese?

-Y vosotros los sensatos, los que todo lo veis recortado y medidito, habréis creído que esos disparates son obra de imaginaciones locas, y un plagio de los melodramas tremebundos, traducidos del francés.

-Yo ni afirmo ni niego... En eso como en todo, el misterio existe; ¿pero quién es el guapo que lo descifra?

-El guapo, la guapa sería yo, si me dejaran, si me dieran medios de indagación.

-Aun con tales medios no te lanzarías a poner tu mano en lo más delicado del asunto.

-Ya... tú eres de los que creen que estos misterios son como los del dogma... Se les mira de lejos, se les adora, y es locura intentar comprenderlos y desentrañarlos».

Tan exaltada la vi, que para sosegarla hube de emplear este razonamiento: «Pero dime una cosa, Eufrasia, y apelo a tu conciencia: ¿antes de que esos pícaros le birlaran a tu marido la cartera prometida, pensabas eso mismo?

-No: entonces no pensaba nada malo de los que eran mis amigos. Todo me parecía bien. Te abro mi conciencia: estos horrores los he pensado después, cuando he sido chasqueada vilmente.

-No estás serena. ¿Cómo has de juzgar la maldad de otros, no estando tú libre de maldad?... Pero sea lo que quiera, y dejando a un lado tu conciencia, respóndeme: la captación infame del secreto, ¿a quién la atribuyes? Tu lógica infernal... seguimos en el melodrama... tu lógica, como aguja imantada por los demonios, ¿señala un punto fijo? ¿Es Fulgencio, es la Monja?

-No: no puedo fijarme en nadie, y ahora que tengo conciencia, menos. La iniciativa puede haber sido de esos, no lo sé: la ejecución ha sido de otros. ¿Quién... quiénes? Cualquiera lo sabe. Cristeta, que ha vivido largo tiempo en Palacio, dice que aquello es un mundo, un mar, un convento... ¡Ya ves si será difícil...! En fin, Pepe, tú que tan en gracia le has caído a Narváez, puedes decirle que no se entretenga en cazar moscas, esto es, en prender Manresas, Armestos y Balboas, pobres títeres que no valen el hilo que los mueve...».

Con arrogante voz y ademán, en pie, actuando de ideal dictadora, completó así su pensamiento: «Que prendan a Fulgencio y le registren bien la celda... que prendan a la Monja y la registren... sin respetar ni celda, ni ropas, ni relicarios, ni altaritos, ni llagas...

-Con todo eso, amiga mía, más fácil será encontrar una aguja en un pajar que la verdad en un monasterio.

-Que prendan a Rodón, Secretario del Rey...

-¿No será más culpable su Gentilhombre, el hermano de la Monja?

-Quiroga, que no tiene más ambición que la de las cruces y cintajos, no es hombre de travesura... Pero nada se pierde con ponerlo a la sombra... El primero a quien deben echar mano es un señor Taja, administrador de las huertas y lavaderos del Príncipe Pío, posesión Real cedida en usufructo al Infante D. Francisco...

-¿Has dicho Taja? ¿No faltará a ese apellido la primera sílaba? ¿No es Re-Taja, Mor-taja?

-No... Taja no más. Y para que la redada sea completa, caigan también el hermano de ese señor y su mujer, ujier él, si no estoy equivocada, azafata ella: viven en los altos de Palacio.

-Esos nombres, esos Tajas masculinos y femeninos -dije yo redoblando la atención que en la dictadora ponía-, no son desconocidos para mí: en mi mente están días ha, relacionados con otro asunto, que no pertenece a la Historia de España; aunque sí, puede que sea de lo más nacional, de lo más histórico... Dime: ¿no es criado, o subalterno de ese Taja que sirve al Infante, un viejo llamado Ansúrez, de aspecto noble...?

-No sé su nombre; pero he visto al anciano gallardo, de barba blanca y figura señoril. Dos veces me ha traído cartas del Taja, y por conducto de él he mandado la contestación.

-¿Y tú sabes... haz memoria, rebaña bien en tus recuerdos... sabes algo de una hija de ese viejo noble, guapísima, de extraordinaria belleza?

-Algo de una moza muy linda oí... ¿a quién?... a Fulgencio... quizás al propio Taja... pero no puedo asegurarlo. Novicia fue según creo, antes de servir a los Tajas... O me engaño mucho, o algo me dijeron de que por segunda vez volvió al convento... ¿Sabes quién puede darte noticia de esa familia de padres nobles barbudos y de hijas como estatuas? Pues tu hermana Catalina.

-¿Y dónde está mi hermana Catalina?

-No sé: si estuviese en Madrid, ella sería, y no te ofendas, una de las primeras que yo señalaría a los corchetes del Sr. Zaragoza...

-¡Estás loca!... ¡Mi hermana!

-Sí, sí: no me vuelvo atrás de lo dicho... Si te asustas de oírme, culpa a mi calentura, que con el mucho hablar se me enciende más y acaba por trastornarme.

-Y a mí. Me has pegado tu fiebre.

-Pues vete... Yo estoy atroz... los dos deliramos. Empiezo a ver visiones.

-Yo también... Veo la historia interna de los pueblos, la historia verdad, representada en una mujer vestida de ninfa, de diosa... no diré que sucia, sino empolvada, de andar por estos caminos de la vida española, secos, tortuosos, ásperos...

-Pepe mío, si has de ponerte malito, vete a tu casa, que bastantes enfermos tengo yo en la mía.

-Sí, me voy... Adiós... duerme...

-Adiós... No olvides mi encargo. Prender, registrar bien...».

Salí: hasta que pude respirar el aire fresco, calle adelante, no me sentí sereno, en disposición de apreciar las cosas en su sentido y aspecto real. «Taja, Taja, Taja...». Esto repetía yo, y las dos sílabas pronunciadas por mi boca, me sonaban como un idioma de salvajes... Ya veía más claro en el asunto que periódicamente me enfermaba con penosísimas efusiones... Ya la fugitiva imagen de Illipulicia no burlaba mi persecución; ni le valdrían sus disfraces, manola gallarda o franciscana monja, para perderse en las tinieblas. Cerca venía ya, y con ella se juntaba, sin confundirse, otra ideal figura, la majestuosa y gentil Reina, próvida de todos sus tesoros, enamorada del bien y de su pueblo... Las dos andaban hacia mí, sin que yo pudiera decir cuál venía delante y cuál detrás, cuál de las dos guiaba y cuál se dejaba conducir.

Deliré aquella noche... así me lo dijo mi mujer... Pero antes que os hable de mi delirio, dejadme que acabe el cuento histórico.