Nativa/XIII

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XIII


Momentos antes de emprender marcha la milicia revolucionaria, Cuaró preguntó a Luis María con su acento suave y tranquilo:

-¿Porqué gritaste «no matar»?

Referíase al episodio de Souza.

-Ahí verá, teniente: porque fui yo quien lo hirió, y tenía gusto de que nadie tocase a mi vencido... Antes de marchar quisiera averiguar que ha sido de él, y no veo aquí a Esteban.

Sonrióse Cuaró, y dijo:

-Vamos, que yo te llevo donde está el portugués. ¡Pronto venimos!

-Cuando usted quiera.

Picaron los dos espuelas.

Al llegar al bajo, vieron que el herido no se encontraba ya en el sitio de la pelea. Traspusieron entonces la loma, y pusiéronse a recorrer la ladera opuesta, en busca del grupo de vecinos, suponiendo que algunos de éstos lo hubiesen recogido y trasladado al carro. Largo trecho anduvieron sin descubrir el convoy, hasta que tropezaron con el liberto que venía al galope por la orilla de un bañado. Una sombra densa cubría todos los objetos. Cuaró sin embargo conoció al liberto, y lanzó un silbido fino y melancólico, como el del ñandú.

Esteban se vino al rumbo, experto y veloz.

-¿Qué fue del herido? -preguntóle Berón.

-¿Cuál, señor? ¿El teniente Souza que su merced volteó en el bajo de una estocada?

-Ese mismo.

-En el carro va, señor, y muy agradecido. Lo seguí hasta cerca del bañadito que está ahí encima... A causa de eso, venía yo perdido.

-Me alegro por todo ello, de haberme acercado... Ahora podemos volver, teniente.

-¡Es bueno! -dijo Cuaró. La noche viene fiera, y la gente se va...

Volvieron riendas al galope; repasaron la zona recorrida, la cuesta, el declive, el llano de la refriega y allí sujetaron, para guiarse con alguna certeza en las tinieblas. No se percibía un solo rumor.

La hueste había seguido marcha.

-¿Cómo encontrar la huella?

Cuaró anduvo al paso, de aquí para allá, deteniéndose, a veces, para renovar sus pesquisas.

Creyó al fin hallar el rastro, porque dijo:

-Vamos.

Tomó el trote; y tras él, Luis María y Esteban.

Así marcharon durante media hora, siempre en medio de una densa oscuridad.

De pronto, Cuaró se detuvo. Retrocedió; avanzó de nuevo y volvió a pararse, como indeciso. Había perdido el rastro.

Estaban delante de los estribaderos de una sierra, y entre dos valles estrechos, cuyas entradas se probaron con éxito. Uno de esos conducía a la carretera de Minas, y el otro bifurcaba hacia las asperezas del nordeste. El indígena, que cruzaba una zona cien veces recorrida por su tribu, optó por el segundo, sin decir palabra.

Prosiguieron la marcha, desviándose y caracoleando a cada paso, cual si fuesen en lucha con las tinieblas.

Pero, no habían andado mucho, cuando Cuaró se detuvo otra vez, diciendo a Esteban:

-Mirá el lomo de ese mancarrón, que está comiendo allí...

El liberto vio delante, a pocos pasos, un bulto negro casi inmóvil; caballo, sin duda, y transido, que triscaba con desesperación las hierbas. Dirigióse en el acto a él, y por más que se le puso encima, el bulto no se movió, continuando famélico su tarea.

Lo que es éste, ha de tener cuasi las costillas al aire, -se dijo el negro.

Y echóle como una zarpa su mano en el lomo, oprimiéndoselo en el centro, cerca del crucero, de modo que el enero hiciese un pliegue sobre el espinazo.

Recién entonces, al sentir la presión de aquellos dedos hábiles, el matalote se encogió y se hizo un arco, con un resoplido de dolor, y avanzóse tres o cuatro pasos con esfuerzo supremo.

Esteban volvió riendas, exclamando:

-¡Tiene «rosa», esta harpa!...

Cuaró, al oír esto, dijo en voz baja y pausada a Luis María:

-La rastrillada va aquí, hermano.

Y arrancó de nuevo al trote.

Iban encontrando al frente y a los lados, dispersos, quietos, sin alientos para bajar la cabeza al nivel de los pastos, otros animales cansados y heridos, que se paraban a reconocer, para tomar el dato importante de si se les había o no bajado recientemente la montura; y, aun por sus pintas o pelajes, deducir a qué escalón de la hueste pertenecían. Acertando Cuaró las más de las veces, respecto a la verdadera procedencia de estos caballos reducidos a esqueletos, y que él afirmaba no podían ser otros que los que iba dejando sin quilo la guardia a retaguardia, -el pequeño grupo continuaba su marcha entre asperezas, sometido en absoluto a las órdenes del indígena. ¿Era posible hacer otra cosa? Él era el guía inteligente, el compañero bravo, el baqueano que veía en las sombras como el gato montés, señalando el «tembladeral» temible, las piedras encajadas en el valle o los antros abiertos al paso por la fuerza de las vertientes.

Así anduvieron errantes, hasta cerca de media noche.

A esa hora, empezó a difundirse una niebla espesa, aumentando la oscuridad reinante y de por sí profunda.

Encima estaban de un monte. Ni una luz lejana y triste se divisaba en los contornos, que pudiese servirles de auxiliar en su derrotero.

Cuaró se declaró perdido.

Hizo esa manifestación con ánimo sosegado, pidiendo lumbre de su avío al liberto, para encender un cigarro. En su estilo pintoresco, dijo, bostezando:

-El ñandú va a las gambetas más largas que un tiro de bolas, amigo...

Mirá: mejor es dormir.

-Donde quiera, teniente, -contestó Luis María, cuyos ojos se cerraban a pesar suyo.

Recostáronse entonces bien a la orilla del monte; y, luego de caminar al tanteo y dar con la entrada a un potril estrecho, refugiáronse en uno de sus escondrijos, sin mucha voluntad de deliberar acerca de la elección del sitio.

Apuntaba apenas el alba del siguiente día, llena aún de brumas la atmósfera, cuando el blanco, el cobrizo y el negro en noble fraternidad abandonaron el potril, siguiendo el rumbo de la noche anterior.

Ya habían avanzado buen trecho. El sol muy arriba de horizonte, disipando los celajes de las alturas, empezaba a levantar lentamente del valle los vapores en grandes espirales; los que, cogidos bien luego por una brisa fresca que se permitía anunciarse al correr por las abras de la sierra con una música de flautas, ascendían en veloces torbellino para desvanecerse con idéntica rapidez a pocos metros del suelo.

Lucía radiante la mañana, cuando Berón se apercibía que su overo, herido en el cuello, flaqueaba de veras, amenazando dejarlo a pie. La inflamación de la herida, en contacto con un aire helado, las prolongadas marchas nocturnas y la alimentación deficiente, eran causas más que sobradas para rendir al generoso bruto.

En la zona que recorrían sólo se hallaban caballos maltrechos, desensillados el día anterior al parecer, y los que azuzados por el rebenque, apenas salían del paso. Algunos de ellos presentaban los ijares hechos cribas, y una serie de ligeras mataduras en los lomos producidas por la carona y los «bastos». Diversos tordos y pajarillos voraces, saltaban piando del crucero al nacimiento de la cola y se limpiaban los picos a intervalos, muy tranquilos, en el mismo pelaje de sus víctimas.

Hubo que apresurar la marcha, en busca de sitios más poblados, y de un relevo cualquiera.

Los tropiezos del overo iban en aumento. Dábale treguas de resuello su jinete, desmontándose y disminuyendo en algo el peso del «recado», que pasaba a Esteban. Luego, continuaban su camino.

Al pasar por un terreno muy quebrado, hacia el fondo del cual por la parte del oeste veíanse dos grandes prominencias o cerrillos de piedra, Cuaró que iba al frente, echó de súbito mano a las «boleadoras», en el momento mismo en que diez o quince yeguas y redomones arrancaban a escape rumbo al valle sacudiendo cabezas y crines, y con sus apéndices rabones muy parados en forma de abanicos. Al calcular sin duda la distancia, y observar la naturaleza pedregosa y enriscada del terreno, el teniente bajó la mano, sujetó su caballo casi encima de la cuesta, y quedóse allí mirando en dirección a los cerrillos, puesta la diestra en arco sobre las cejas.

Al cabo de un rato, hizo una seña a sus compañeros, dirigiéndose al punto que había sido objeto de su atento examen.

Los cerrillos estaban próximos. Un poco de verdegay en las faldas abruptas, conos truncados, rocas esparcidas desde la base a la cima, como verrugones deformes en parte ennegrecidos o cubiertos de musgo, y breñas espesas revueltas con zarzas y espinas de la cruz: tal era el aspecto de aquellas eminencias, a cuyo pie corría en angosta cuenca un hilo de agua cristalina.

En un trecho reducido de altramuz y cebadilla, junto al cerrillo más empinado, revolcábase fresco y alegre un caballo «lobuno» de regular alzada; el cual, así que se apercibió de la aproximación de los jinetes púsose en el acto de pie, esparciendo al rededor al sacudirse, tierra y briznas de pastos; alzó el hocico con las orejas tiesas, dio un pequeño relincho y movió despacio la cola.

Viose entonces que estaba atado a una estaca, con una guasca peluda ceñida a su cuello por un nudo «potreador».

Al lado opuesto, aparecía una lanza de astil duro y moharra de hierro sin media-luna ni virolas, clavada en el suelo. Dos o tres plumas cortas de ñandú, dispuestas hacia abajo, constituían el adorno de aquella arma tosca de una madera oscura, llena de nudos y lustrosa, como si hubiese resbalado muchas veces en la encallecida mano de su dueño.

En el centro, la tierra removida y un gran montón de piedras sobre la que podía llamarse fosa, indicaban que allí había sido sepultado un cadáver no hacía muchas horas.

Cuaró se echó con indolencia sobre el cuello de su caballo, y dijo:

-Indio muerto... ¡Pasaron los caciques por acá y también «Gualiche»!

Luis María púsose a observar con sumo interés, pie a tierra, aquel cuadro lúgubre...

Indudablemente los charrúas habían cruzado el día antes por aquellas asperezas, y dado sepultura -según la costumbre tradicional- a un miembro de la tribu. Escogían siempre las faldas de los cerros, si no era muy larga la distancia que los separaba del campamento, -para estas ceremonias. La excavación era reducida. Cubrían el cuerpo con piedras, y no habiéndolas, con tierra y ramas: lo bastante para evitar que las alimañas hicieran festín de los restos. Celebrados los funerales con pompa salvaje, los varones parientes del difunto atravesábanse los brazos unos, y los muslos otros, con una vara de guayabo y a falta de esta madera, con otra no menos sólida, larga de una tercia, rasgándose la piel con fuerza y clavando aquella lo más cerca del húmero o del fémur -según el miembro encogido. Hundíanse una, muy aguzada. Las mujeres se clavaban cuatro, y hasta seis -quedándose en una postración profunda. Fuera de eso, la viuda se cortaba la falange de un dedo; y, de aquí que le faltasen tantas como dedos, a algunas que habían perdido cinco maridos. Era el duelo. Buscaban el luto en carne viva, formándolo al fin visible con sangre negra, sin queja y resignadas.

El caballo de guerra del muerto, atado junto a la fosa, debía servirle para el «gran viaje». La lanza, para la defensa en el camino eterno.

Luis María, delante de la sepultura indígena de que hablamos, notó también que encima de las piedras habían sido puestas unas «boleadoras» forradas con piel de iguana, y que sin duda fueron las de uso del finado. Como observase su sorpresa, Cuaró dijo, muy grave:

-Para bolear «baguales», si se cansa el lobuno...

Tras estas palabras se bajó, e hizo un esto, mirando a Esteban.

Comprendió el signo el liberto, y echó al suelo de dos tirones el recado del overo.

-No vas a largar, -murmuró el teniente. ¡Traímelo!

Puso Esteban el caballo herido a su alcance. Echóle entonces la guasca peluda al pescuezo, al propio tiempo que enfrenaba el lobuno, pasándoselo enseguida al liberto para que lo ensillase.

Luego cambió la estaca de sitio, clavándola con una piedra cerca del ribazo del arroyuelo, donde abundaba la gramilla. Allí ató el overo, no lejos de la sepultura. Después volvióse paso a paso murmurando con la vista fija en ella:

-Ese no tiene apuro...

El liberto aprovechóse de aquel alto, una vez aderezado el «lobuno», para hacer un recuento de sus provisiones. Halló las maletas casi exhaustas; la yerba-mate estaba al concluirse. En vano sacudió la cantimplora, pues ni una gota quedaba de anís. Precisamente faltaban las dos cosas que retemplan al soldado de milicia revolucionaria en los días fríos; el brebaje de yerba y el de alcohol. No podía Esteban conformarse con esto, menos cuando su señor, y él mismo, tenían dinero de sobra en sus bolsillos. Traía en cambio, varias costillas fiambres y media docena de galletas, que fue él colocando una a una sobre una roca algo elevada y plana. Las costillas eran enormes y de carne gorda.

Como si los hubiese incitado de veras aquella escena muda del negro y las maletas, Luis María y Cuaró se acercaron, reconociendo recién que tenían necesidad de merendar. Emprendieron en el acto pues, la tarea de satisfacerse, nunca más grata para ellos que en medio de los peligros. Almorzaron con gran apetito.

Mientras lo hacían, lamentábase Esteban en voz alta de que ya carecían de lo más necesario, sin que por la comarca que atravesaban se columbrase una sola casa de negocio.

-No tengás miedo -observó Cuaró, haciendo servir de mondadientes la punta de su cuchillo. «Pulpería» ha de haber, del lado de la sierra...

-¿Muy lejos?

-Un galopito no más...

Envainó el cuchillo, arqueando un poco el dorso escapular y tanteando en los riñones, en busca de la abertura de cuero.

-Después, paramos en Casupá y prendemos fuego para calentar agua:... y dele mate.

Dio el teniente un chasquido con la lengua, y enderezó a su caballo.

Montaron los tres. El «lobuno» resultó manso y diligente, y un tanto piafador. Colocado en el medio, arrancáronse todos al galope corto, -no sin arrojar como una mirada furtiva a la tumba solitaria del charrúa.

Buena distancia llevaban recorrida, cuando llegaron a divisar dos ranchos en la pendiente de una empinada loma; ante cuya aparición repentina al volver un recodo del camino, Cuaró, extendió el brazo, señalando a sus compañeros el rumbo que debían seguir, y él se apartó callado a toda rienda hacia las poblaciones.

Luis María y Esteban moderaron el paso de sus cabalgaduras, a fin de ir dando tiempo al regreso del teniente, en quien supusieron al alejarse una intención útil y provechosa.

Al llegar a los ranchos, en medio de un círculo de perros que enseñaban el colmillo y tiraban mordiscos a las cerdas de la cola o al pecho del caballo, Cuaró no encontró más que una mujer ya entrada en años, ancha, ventruda, de color de café, en chanclos, con un pañuelo de algodón descolorido atado en la cabeza y un cigarro en la boca. Estaba sentada en un cráneo de buey; y al propio tiempo que sorbía en una «bombilla» el líquido verde de la yerba en una calabaza de pico retorcido, arrojaba por las ventanas de su nariz chata dos columnas de humo de tabaco negro.

El teniente se apeó, apartando los mastines con la vaina del sable. Echóse hacia atrás el ala del sombrero, y saludó entre dientes, risueño.

-¡Güenas se las dea Dios y la virgen santísima! -gritó la criolla vieja, como si lo hubiese oído. ¿Cómo le va yendo? Dentre a descansar... y a tomar un mate si es de su gusto...

Cuaró se detuvo a pocos pasos, y después de excusarse, preguntó:

-¿No pasó por el bajo la gente del Iguá, ayer de tardecita, mama?

-Nenguna vide. A la cuenta, si cruzó, jue de noche.

Movió el teniente la cabeza con aire de duda, y miró a todos lados caviloso.

Luego, dijo bajito, rascándose una oreja:

-Mama, si tenés yerba dame un puñado... ¿querés?

-¡Bien haiga el hombre de Dios!... ¡Sinforiana! Traile dos «cebaduras» a este bendito...

Presta y lista anduvo una moza de mucha pulpa, que en el interior se agitaba; y la que, entrándose en la cocina trajo una guampa de vaca que llenó de yerba-mate «misionera» hasta la boca, cubriendo ésta con un pedazo de trapo bien atado.

Luego se la alcanzó al teniente, diciendo con su sequedad criolla:

-¡Que le aproveche!

No pudo menos Cuaró de sonreírse otra vez; acordándose sin duda que, cuando muchacho, tomaba «mate» en la tribu en comunidad, sirviendo de depósito una guampa de regulares proporciones que íbase pasando de mano en mano, hasta que habíase absorbido la última gota del brebaje.

Miróla pues, con cierto aire cariñoso; y a la moza con gratitud. Fuese enseguida al barril del agua, hundió un botijo de barro en el fondo y bebió sin un gorgorito. Limpiése los labios con el reverso de la manga, y dando las gracias saltó en su caballo sin tocar el estribo de palo, y marchóse.

Poco hubo de galopar para reunirse a sus compañeros. Estos, después de un ligero trote habían echado pie a tierra, y esperábanlo fumando junto a unas piedras, al resguardo del viento.

Inmediatamente continuaron la travesía; entrándose en un monte, algunas horas después, en busca del reposo necesario.

Empezaba para Luis María una verdadera odisea, -la vida de aventuras y peligros cuya crudeza no se había imaginado: de las «cuchillas» al bosque, de los bosques a la «cuchilla», marchas forzadas, ejercicio permanente de centauro, acechos y vigilancia continua en el estero, en el bañado, en la loma, en los árboles más altos del monte, en la «picada» siniestra, en el vado secreto, en el potril ignorado, -siempre en movimiento, robándose horas al sueño y satisfacciones al apetito en una lucha constante con los hombres y las fuerzas ciegas de la naturaleza. ¡A todo esto obligaban los tiempos a los patriotas, y preciso era resignarse!