Nativa/XIX

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XIX


Dos días después de este episodio y al rayar del último, sentados se encontraban junto a un fogón Cuaró, Esteban y uno de los dos «tapes» que vivían como agregados al vivac; y al rededor de otro, algo más lejos, -encendido al lado de un segundo alojamiento-, Ladislao, Mercedes y la mujer del guaraní ausente a esa hora. Luis María no se había levantado aún. Bajo el follaje y los trinos y gorjeos de mil pajarillos que saludaban la luz, desde el canto de la calandria, del sabiá, del cardenal, del tordo, del jilguero, del dorado, los arrullos de la paloma, los silbos de la perdiz de monte, los gritos estridentes de los horneros y gargantillas, hasta los ronquillos baturrillos filarmónicos de la ratonera, la urraca, la tijereta y el churrinche, al punto de no quedar un solo miembro de la fauna ornitológica sin tomar parte en la embrollada y encantadora sinfonía-, bajo esa atmósfera, decimos, cargada de oxígeno y de músicas aturdidoras, nuestros hombres poniendo oídos sordos a tales conciertos la habían emprendido con el «mate» que circulaba sin cesar, sin perjuicio de atender entre sorbo y sorbo a dos regulares churrascos de carne de novillo que se aderezaban al rescoldo destinados al desayuno. La estimulante infusión preparábales el estómago y llevábales contento al espíritu. Todo ello no les impedía el fumar sus gruesos cigarrillos de tabaco negro picado por ellos mismos sobre la suela de la carona, un trozo cualquiera de madera o en la palma de la mano, con sus grandes cuchillos siempre afilados y de temple, cuyo uso era tan complejo, que de él se servían para esa y diez o doce operaciones distintas.

Con él daban muerte a la res, la desollaban, dividían, cuarteaban; cortaban las pieles para «lazos», «maneas», «maneadores» y simples guascas; fabricaban pacientemente los «tientos»; labraban o bordaban las caronas; trozaban gajos duros para estacas y masetas; defendíanse en las luchas con las fieras o pendencias con los hombres; degollaban con destreza increíble; comían pasando su filo al trozo de carne encima de los mismos labios, sin herirse; cercenaban arbustos y yerbas, pajas bravas y cabezas de enemigos como penachos de cortaderas; y limpia siempre su hoja en la piedra, lustrosa, al pelo, aunque fuese simple cuchilla mangorrera o daga de tres canales o «facón» de dos filos, -servíales también, hasta de monda-dientes.

Arma indispensable del paisano, del pastor, del carrero, del matarife, era en manos del «matrero» un instrumento de utilidad universal.

Una plática amena y fraternal se entabló así que echaron mano de los churrascos y pusieron en actividad sus huesos maseteros, con gran ruido de muelas y colmillos.

-El «chirubichá» [10] duerme -decía el «tape».

-Dejalo al pobre. Bueno es guardarle de lo más lindo -observaba Cuaró, dirigiéndose al liberto.

-Aquí está este pedazo gordo, que es carne flor -respondía Esteban, señalando un trozo expresamente separado. -A mi señor le gusta el grano de pecho en corte delgadito, y a éste le chorrea el jugo.

-« Herú miñangué» [11] Cuaró -voceaba el «tape» en su idioma nativo, alargando el brazo regocijado. Y llevándose luego los dedos al cuello, añadía como si paladeara ya el líquido, en buen castellano:

-Está seco el gañote:

Alcanzábale el teniente su «chifle», en momentos que entraba al «potrero» el otro «tape».

Era un indio de estatura baja, ventrudo y «cambado», de ojillos negros y nariz de hueso hundido: pero joven y fuerte. Traía un chiripá de tela gruesa y sobre éste un «cuyapí» cuya lonja ancha de cuero de «carpincho» caíale por detrás hasta cubrirle el «amboteví» o sean las dos nalgas macizas.

Al verlo, su compañero dijo, antes de empinarse el «chifle», dirigiéndole la palabra en su lengua:

-¿«Yacarú», Ñapindá? [12]

-«Yacarucema-cué» -contestó el otro. [13]

-Conversen como cristianos, -observó el liberto- si no quieren que yo haga cosas de negro. ¿Querés «mate», hermano Ñapindá?

-«Yajá al caigüé, cambá». [14]

[10] Jefe.
[11] ¡Tra caña! (alcohol).
[12] Almuerzo.
[13] Ya almorzaré, gracias.
[14] Vamos al «mate», negro.

-Cambá soy y he de morir, sin andar nunca descalzo y con una «nazarena» en el talón; que no parece sino que el pellejo de tus pies es más duro que la bota de potro, hermanito... Allegate al fuego y merendá, que has de venir con las tripas chiflando.

-Vamos al «mate».

Pasóselo cebado su compañero.

Apenas lo probó, hizo un gesto particular de hombre inteligente en la materia, y con una guiñada picaresca, dijo:

-«Llaigüé». [15]

[15] Está aguachento.

-¡Hum! -exclamó Esteban-. Delicaos andamos. Tomalo no más lavao, que uno sólo no vale la pena de una cebadura nueva.

-¿Qué bombeaste? -dijo Cuaró al recién venido-. Mirá amigo que estamos ganosos...

El «tape» se puso en cuclillas, rascándose el empeine del pie de la espuela con las cinco uñas de la mano izquierda, en tanto que con la derecha se echaba a la nuca un chambergo color ratón agujereado en la copa, al punto de salirse como flechillas hacia arriba por la abertura una o dos de sus mechas cerdudas. Después respondió muy despacio, en voz baja, intercalando una palabra entre sorbo y sorbo de «mate»:

-Los «cambá» vienen arreando vacas, y están cerquita no más... al otro lao, en el monte, con ganas de pasar... Decile al «chirubichá» que no es güeno dormir. Andan matando y robando, con los de Frutos. En la pulpería tomaron «miñangué» en porrón, y lancearon dos matreros juntito al estero chico... ¡«Chaque», hermano, «chaque»! [16]

[16] ¡Cuidado! ¡Atención!

Luis María que, bien despierto hacía rato, había estado oyendo desde la entrada de su alojamiento por donde asomaba la cabeza ansioso de aura matinal, pidió «mate» a Esteban, diciendo luego sencillamente:

-Que vengan, Ñapindá. Estamos prontos.

Cuaró se frotó las dos manos con una risita de regocijo, púsose de pie, limpióse los labios con el reverso de la manga, y entonando una cántiga baja y bronca, semejante al eco subterráneo del «tucu-tucu», comenzó a ensillar su caballo con una rapidez asombrosa.

Enseguida, listo ya, desapareció con él del cabestro por las tortuosidades de la «picada», haciendo seña a Ñapindá de que lo siguiese.

El «tape» se fue tras de él.

Ladislao, a quien ninguno de estos movimientos cogía de sorpresa, dejó a las mujeres entregadas a sus tareas de arreglos de fogón; e impuesto por Luis María de las nuevas, salió a dar aviso a otros compañeros que habitaban el monte y cuyas guaridas conocía.

Una hora después, regresó con tres mocetones de melenas, armados de trabuco y sable.

Estos hombres, bajo su dirección, enastaron cuchillos en varas gruesas; improvisando en esta forma instrumentos temibles que sin ser lanzas, ni picas, ni chuzas, ni simples garrochas de clavo, participaban de todas ellas.

De las primeras, había dos, escogidas una y otra por Berón y Ladislao entre las que quedaron sobre el campo de la sorpresa en Nico-Pérez, de moharras anchas y medialuna de doble filo.

Luis María dirigió la palabra a los recién llegados, procurando encelarles el valor, aunque de esto no necesitaban ellos, habituados a la pelea incesante; y mandó que Esteban los obsequiase con lo mejor de sus provisiones.

Muy avanzado el día, volvió Cuaró solo. El «tape» se había quedado de bombero entre los altos pajizales que existían a un flanco del vado.

-Hacen un montón, -dijo el teniente- y parecen garzas moras por el vestido. Vienen juntando los animales y echándolos encima del paso...

-Entonces van a cruzar para llevarse también revuelta la hacienda de don Luciano.

-¡Lo mesmito!

-¡Bueno! Así que pasen los cargamos en dispersión por retaguardia, teniente...

-¡Y los entreveramos a punta de chuza con la torada, -interrumpióle Ladislao-, a que mueran a fuerza de guampa los que no salgan por las orejas del mancarrón, caneja!

-Para todos ha de haber hierro y fuego, compañeros, -repuso Luis María con enérgico ademán. ¡Ahora a alistarse!

Cuaró tomo un trago del «chifle»; pestañearon sus ojillos relucientes, y desenvainando la daga, tentóla en el pulgar hasta levantarse la piel callosa. Después llevóse la mano al cuello, trazando con el dedo una línea curva de oreja a oreja, y dio una especie de bramido feroz.

Los mocetones contestaron con otro pujante y bravío.

Esa tarde debía ser también de emociones en las «casas». Pero, antes de referirlas, interesa que narremos lo acaecido desde el momento en que Luis María dejó a Nata y Dora en la «isleta» después de la escena del nido de torcaz.

Así que las dos hermanas regresaron a las «casas», sentáronse a la mesa como fatigadas del paseo, menos alegres que de costumbre.

Las ocurrencias joviales de don Luciano, y una que otra broma picante acerca de las visitas cotidianas de su «joven amigo» -que esa tarde le había jugado con su falta una mala partida-, hicieron renacer en ellas las emociones diversas de la excursión, especialmente en Nata, en quien aquellos conceptos llegaron bien al fondo coincidiendo con el episodio del sauce. Sintió que la sangre le subía a las mejillas, y púsose a reír para ocultar en parte su rubor.

Dora estaba pálida y parecía prevenida. Su hermana no le había comunicado nada de lo ocurrido, ni ella había visto a Berón; pero, la actitud pensativa de Nata al regreso, y la ausencia de aquel de las «casas» que ella notó al momento, envolvieron su ánimo en dudas y sospechas mas o menos vagas y singulares.

Esa noche se recogieron casi silenciosas.

Dora arrojó una flor que tenía en el pecho sobre la mesa al acostarse, ahogando un suspiro.

A altas horas sintió en los labios de Natalia como el murmullo de un rezo, entrecortado; o de un sueño agitado, tal vez...

A medida que pensaba, su insomnio adquiría más pertinacia, haciéndola revolver en el lecho de un modo incesante: ¡bien podía él ser todo de pétalos, pero ay! cuántas espinas mezcladas -pues pinchos agudos se le antojaban que eran sus nervios. Y después de mucho divagar, forjándose las mayores inverosimilitudes, concluyó por plantearse este problema, que hasta el instante mismo había rehuido con miedo: ¿«a cuál de las dos querrá?»

Sobre esto caviló muy largo rato, hasta que el sueño que ya había rendido a Nata, vino piadoso a cerrar sus párpados...

Al día siguiente parecieron más tranquilas, como si una y otra reconocieran que se habían hecho alguna violencia al asumir la actitud de prevención o de reserva, recíprocamente, que las excitara por algunas horas.

Nata quiso entregarse según costumbre a sus quehaceres domésticos predilectos, para los que disponía de una buena cantidad de útiles: mas Dora no se lo permitió, pidiéndola la acompañase en sus diversiones pueriles, de las cuales gozaba en realidad teniéndola a su lado.

Accedió ella gustosa.

Esa tarde corrieron mucho a caballo; visitaron sitios casi nuevos, a donde las condujo don Anacleto, dos de los «puestos» apartados y algunos ranchos de familias pobres que su padre protegía hacía tiempo.

Volvieron satisfechas, casi al oscurecer.

Dos o tres de los compañeros de Berón departían y tocaban la guitarra con Calderón y Nereo debajo de la enramada.

Don Luciano fumaba sentado a la sombra de los ombúes.

Pero, «él» no estaba allí.

No dejó de impresionarlas este vacío.

Acostáronse más preocupadas que pocas horas antes; y al otro día se pusieron de pie casi simultáneamente muy temprano, quizás por la misma causa, acaso ansiosas las dos de arrancarse a la soledad de sus respectivas tristezas.

El sol resplandeciente y el verdegay de los campos hicieron renacer en ellas la alegría. Entretuviéronse largos instantes en la huerta; llegáronse a la «tapera» que había hospedado a Berón; a la orilla del bañado, cubierta de cortaderas; al arroyuelo donde lavaba Guadalupe; al manantial de sus baños -resguardado por un cancel de plantas exóticas como las pitas de la huerta; y, por último, se detuvieron en la enramada en graciosa charla con Calderón, ocupado en esa hora en fabricar botones de «manea».

Al declinar el día, se hallaron juntas fuera del cerco de la huerta, sin idea fija ni plan formado para el paseo. Nata mostrábase reconcentrada, y Dora parecía bajo el peso de sus periódicas y extrañas melancolías; de esos desfallecimientos que solían marchitarla repentinamente y que unas veces pasaban como nubes o vértigos, y en oportunidades le duraban horas, caracterizando bien los pródromos de una enfermedad nerviosa.

Caminaron sin rumbo algunos momentos, en direcciones opuestas, para reunirse luego al azar y quedar separadas,

con la vista atenta en el paisaje. A dos cuadras apenas se encontraba el boquete o «abra» del monte, con sus sauces en el fondo del cuadro, encima de la ribera del Santa Lucía, mojando sus hojas en el remanso.

Siempre fue ese el sitio encogido; y, contemplándolo, Dorila dijo:

-¿Vamos a los sauces, Natalia?

-Sí -respondió ésta, como absorta-; vamos a allí.

Fuéronse a paso lento, atravesaron el terreno despejado y pronto se vieron en la orilla.

El aire puro que venía del río y de sus bosques reanimó a Dora, que lo aspiraba con ansia. Volvióle la alegría y púsose a reír de todo. Recordó lo pasado allí, con cierta gracia burlona; y eslabonando memorias en espiritual asociación de ideas, trajo a colación el episodio de la «lechiguana» y de don Anacleto, -cuyas ocurrencias tanto la divertían.

Nata la acompañaba a reír, con algún esfuerzo; en tanto introducía, muellemente recostada en el sauce, una larga y flexible rama en las aguas del remanso a modo de sonda, para medir su profundidad. El improvisado escandallo parecía no llegar nunca al fondo, pues la joven sumergía hasta la mano en la superficie, y al retirar la rama no traía en la punta lodo, -como ella suponía.

-Es que la vara es muy endeble, -observóle Dora-; y cuando crees que la punta ha llegado al fondo, se ha ido de lado. Voy a traer una vara más gruesa, y verás que llega...

-¡Para qué!... Estate quieta. Hay muchos lagartos por ahí, y te van a dar con la cola si los molestas.

-¡Ah, entonces, no!

Sin darse de ello cuenta, las dos hermanas se habían hermoseado mucho esa tarde. Allí a la ribera del río bajo los sauces, inquieta la una, la otra con sus nubes de tristeza serena, se habían revestido en verdad de ese interés tan cercano al encanto que halaga y seduce.

Nata adornada con cierta coquetería, lucía dos gruesas trenzas que parecían madejones de seda, y pasádoselos adelante por encima de los hombros; de manera que su rostro blanco así circuido bien podía compararse al de una imagen de las pinturas místicas. En los extremos de las trenzas habíase puesto unas moñas pequeñas de color rojo vivo, con una de las cuales jugaba al descuido, acariciándose la mejilla. Parecían absortos en el río sus ojos garzos, tan plácidos como el remanso sereno. En sus labios entreabiertos rodaba una florecilla morada, recogida en el campo al pasar, y agitábase en su seno en parte descubierto, una ramita de cedrón.

Dora en exceso nerviosa, seguía hablando o riendo para quedarse en ciertos momentos distraída. Brillábanle a veces los ojos pardos bajo sus trémulas pestañas crespas, al escudriñar por doquiera aquellos sitios, y eran tan lúcidos sus reflejos, que algún trovador podía compararlos con los del agua inmóvil bajo estrellada noche. Las trenzas de su peinado aparecían más cortas que las de Nata, porque eran más rizadas, y se mecían en su dorso sueltas formando dos grandes borlones en sus puntas. Enorgullecida estaba de su adorno, porque cuando se ponía de pie y se iba de aquí a acullá sin intención ni objeto gustábale sacudirse el vestido y volverse de uno a otro lado para observarse el pelo, mirándose en la sombra, a fin de juzgar del efecto de sus trenzas así vistas a traición o con el rabillo del ojo.

Pero, la soledad haciendo sentir su influencia poderosa en una y otra, concluía por vencer. Extinguía a cada instante las sonrisas y expansiones, e inclinaba el espíritu de las jóvenes a la contemplación muda del espectáculo agreste, en apariencia; y en el fondo, a divagar sobre cosas cuyo secreto no asomaba a sus labios. En esa actitud las sorprendió Calderón, quién presentóse en el abra jinete en una caballería carcamala y trotona.

Sujetando a pocas varas el matalón, díjoles que había «alboroto en el campo», y que era del caso volverse pronto a las «casas» por lo que pudiese suceder; que don Luciano había ido a enterarse de lo que pasaba en el fondo de aquel, que era el «playo» en que se juntaban los animales vacunos, acompañado del capataz; y que él se había quedado con otros dos peones al frente del establecimiento.

-¡Ay! ¿Qué ocurrirá? -exclamó Nata sobresaltada.

-Algo de serio ha de ser, -dijo Dora, no menos sorprendida- desde que papá ha ido al fondo del campo.

-Se me hace que sí, -repuso Calderón rascándose una oreja y dando una tos cavernosa-. El alboroto es grande; y hasta aquí, encima de la enramada, se han venido zumbando las yeguas con las narices coloradas -lo mesino que les hubiesen metido adentro un manojo de paja bravucona.

Acababa recién de decir esto el viejo paisano, cuando acertó a cruzar por delante del abra, ya cansado y casi rendido, cubierto de sudor y de abrojos las crines, un hermoso potro negro con una faja blanca o talabarte que le rodeaba el vientre haciendo resaltar sus tornátiles formas. Traía ceñidas en parte en sus remos posteriores, a la altura de los jarretes, unas «boleadoras» de tres piedras, cuyos golpes y ludimientos le habían desgarrado la piel ensangrentándole hasta los cascos.

Corriendo a saltos, en medio de caídas y arranques violentos, hipeando y bravío, parecía haber escapado a la persecución y dejado lejos al del tiro certero.

-¡Vean! -prorrumpió Calderón-. Ahí cruza un «tubiano» boleao... A la cuenta rodó fiero el gaucho que lo corría.

-Vamos pronto, Dora -dijo Nata-. ¡Ay, Dios! ¡Qué será!

-Sí, vámonos... Me parece que siento temblor en el suelo, como si corriesen juntas todas las haciendas.

Ellas con la mayor agilidad, y Calderón hincando sin cesar su grande espuela de hierro en el cuero de su cebruno lerdo, traspusieron en un instante el trecho que los separaba de las «casas».

Ya en éstas, percibieron claras repetidas detonaciones; disparos de tercerolas u otras armas, y un rumor siniestro, lejano, conjunto de gritos y clamores, corridas y tumultos cual si la torada enfurecida reluchara bramando en el llano, y sobre la piara formidable hiciera fuego un escuadrón tendido en guerrilla.

Dora, acometida de súbito por un espasmo, sintió que algo como una bola le subía del corazón a la garganta; quiso gritar, y no pudo: abrió los brazos y cayó a plomo en el suelo.

Cuando las jóvenes se ausentaron de las casas, el señor Robledo, que se había mostrado inquieto desde temprano, siempre con el catalejo en la diestra escudriñando los horizontes, recibió aviso de que se venía asaltando las propiedades por la misma fuerza pública, y que se acababa de invadir su campo por la parte del vado.

Encargó entonces a Calderón que comunicara a sus hijas lo que sucedía; y él montó a caballo, ordenando al capataz viniese a su lado.

Don Anacleto obedeció en el acto, con la cabeza erguida, las narices muy abiertas, olfateando, y la mirada recelosa -asombrado en extremo, de que su patrón llevase el rebenque como única arma tratándose de una aventura temerosa.

-¡Dale al overo! -gritó el hacendado, tomando el gran galope-. Vamos a ver qué es lo que hay de verdad en este anuncio... ¡Me cuesta creer que roben de tal manera a la luz del sol!

Los perros están a los ladridos, patrón; y a la fija se ha metido una manga de indios en la media suerte del estero... ¡Güeno sería recostarse al monte!

-¡Vamos derecho! -dijo Robledo con acento firme.

-Para mí es lo mesmo, señor; y no le saco el bulto a la chuza, ¡de adónde!... Pero, mire patrón que es más fácil romper un tronco con la calavera que amansar con rilaciones un indio... Son el mesmo mandinga para enderezar al cristiano con la picana, y sacarlo por la cola del mancarrón enterito... ¡Siff!... ¡y patas para arriba con medio costillar rompido! Yo los conozco bien a esos condenaos, que sólo por comerle «la sin hueso» a una vaca la dan contra el suelo...

-No han de ser indios -interrumpióle don Luciano-; porque creo oír toque de corneta.

-Para peor si es tropa, ¡por la desciplina! A son del estrumento, la muerte es con música; y esos no hablan... A mi parecer, patrón, lo mejor sería bicharlos del pajonal que está arrimadito al paso, y cuanto cruzaran, meternos en el monte a esperar refuerzo...

El hacendado, en vez de contestar, apuró el galope.

Gran número de silbidos agudos atravesaban el espacio en todas direcciones, mezclados al mugir y al balar de las reses y a los relinchos de los baguales azorados, cuyos pies en frenéticas carreras hacían estremecer la tierra. Una nube de polvo ancha y espesa ascendía en columna de las proximidades del rodeo, oscureciendo hasta grande altura la atmósfera; y a causa de esta como negra cerrazón que surgía bajo el tropel, no era posible distinguir la calidad ni el número de los invasores. A intervalos solían cruzar junto a los dos jinetes ya un grupo de potros que iban lanzando corcovos al aire o levantando los brazuelos en increíbles corvetas para afirmar más su carrera vertiginosa; ya un toro con el ojo encendido y el borlón de la cola tieso como un dardo; ya una «punta» de novillos mugientes, embistiéndose entre ellos para ganar mayor terreno en su fuga despavorida; y entre los cuadrúpedos irritados, bandas de ñandúes en rápidas gambetas, esponjados los alones como enormes copos de algodón en disputa con la resistencia del aire, y cuya velocidad asombrosa contrastaba con el pesado galope de los bisulcos a los que dejaban muy atrás para perderse en breves segundos en el horizonte.

De pronto, despejóse un poco aquel confuso panorama.

Púdose ver entonces el fondo.

Diversos soldados de un destacamento de caballería regular, corrían de uno a otro lado arreando en masa el ganado, al que azuzaban con los cuentos de las lanzas, entre gritos y silbidos, trotes, galopes, juramentos, ruido de espuelas y rebenques, al que se unían de vez en cuando los ecos sonoros de un clarín.

Don Luciano detuvo su caballo; y al observar aquello dio una gran voz, levantando colérico su crispado puño.

-¡Ladrones! -gritó, con soberbia entonación.

Como si hubiera sido oído, tres o cuatro de los soldados brasileros, -pues pertenecían al ejército de Lecor-, viniéronse sobre él a media rienda, castigando con el extremo de las lanzas.

Don Anacleto se recostó a su patrón, bastante pálido y conmovido; y más llegó a estremecerse, cuando le vio sacudir con brío el mango de su látigo y esperar inmóvil la acometida del grupo.

Pero, en mitad de su carrera, los soldados sujetaron bridas y quisieron retroceder, sorprendidos de improviso.

Había resonado al flanco un alarido de guerra, acompañado de un tumulto estrepitoso.

Diez jinetes armados de lanza, sable y tercerola caían a escape sobre el destacamento.

Eran Luis María y los suyos, que cargaban en dispersión.

Retumbaron incontinente varias descargas, cuyos proyectiles dieron en tierra con dos hombres, dejando a un tercero desmontado.

El clarín tocó a reunión; pero, ya era tarde.

Luis María, seguido de Cuaró, a quién había cedido su lanza, -penetró espada en mano entre el grupo en desorden distribuyendo algunas estocadas certeras; uno de los «tapes» y uno de los mocetones habían caído heridos, otro muerto; en cambio, Ladislao a la cabeza de los otros, lanceaba por la espalda sin piedad al grueso del enemigo.

Esteban mató al clarín de un pistoletazo.

Acosado de cerca Luis María por dos enemigos a sus flancos, lanzóse sobre el que llevaba las insignias de oficial superior hundiéndole su acero en el vientre, al mismo tiempo que él recibía dos sablazos en el cráneo, casi simultáneos, que le hicieron caer sobre las hierbas sin sentido.

Oyóse entonces un grito salvaje, y Cuaró vino al socorro arrancando de un solo bote de su montura al oficial que aun mal herido se mantenía en ella. Blandió en seguida la lanza ensangrentada, enderezándola al otro, que era un alférez; y éste, que amartillaba una pistola, arrancó a gran galope para ganar distancia y fijar la puntería. Era un mancebo de veinte a veinte y un años, apuesto y altivo. Cuando quiso volverse para disparar su bala, vio que su terrible enemigo tenía la moharra de la lanza a una línea de sus riñones; y clavando espuelas echó a correr, sin atinar ya a la defensa. No le dejó sin embargo, el teniente, que iba detrás rugiendo ciego de furor.

El perseguido volteó el brazo, e hizo fuego. El proyectil pasó.

¡Siquiera le hubiese partido el cráneo! -pensó el alférez con pavor.

Y como no fuese así, sintiendo él siempre en pos la carrera de su implacable enemigo, arrojóle la pistola por arriba de su cabeza, dando un grito de espanto. Cuaró se le puso a los alcances, y escurriendo el ástil en su diestra le hirió de muerte, sacándole de la silla, al punto de que el rejón se hizo un arco quebrándose por mitad y dejando el hierro entero en el tronco de la víctima.

Cuaró arrojó el fragmento de ástil sobre el cuerpo inerte y volvió bridas.

Al llegar al sitio de la refriega, todo había concluido.

Los vencedores auxiliaban a sus compañeros caídos; y rumbo a las «casas» marchaba un grupo compuesto de don Luciano, el capataz, Esteban y Ladislao que conducían en cruz sobre dos caballos a Luis María Berón.

Diez o doce muertos veíanse esparcidos acá y allá en el terreno; y por los campos, grandes trozos de ganado, todavía inquieto y receloso, que al menor movimiento emprendía precipitada fuga.