Nativa/XV
XV
Ese día, más que otras veces, se encontró mayor tiempo sola en el rancho Mercedes. Por aquellos lugares solitarios raro era el transeúnte que al galope de su caballo interrumpía la monotonía salvaje hiriendo los aires con el ruido de los cascos o con los ecos de una canción criolla. Caía el sol tras una empinada loma, al mismo tiempo que la sombra en el bajo de las manzanillas en flor, y comenzaba a elevarse de los pantanos un frío vaho de tierra que trasuda con olor de ciénaga revuelta que parecía estimular a las ranas en su concierto de voces tan semejantes a las de un teclado sonoro bajo dedos de vigorosa pulsación. Un «carancho» trazaba sus anchos círculos sobre la huerta miserable lanzando secos graznidos; algunos gavilanes permanecían inmóviles en los picachos de lodo seco de una «tapera» -como haciendo la guardia a un cordero moribundo que había concluido por caer sobre sus brazuelos junto a un cardizal marchito; y un poco más lejos -hozando vivaces el suelo blando del declive- dos o tres cerdos silvestres de cuerpo enjuto, largas crines, rabo desnudo y olor de fiera, disputábanse con ronco gruñir los deshechos de un «carpincho» y las raíces jugosas de unas matas. Del bosque cercano -casi escondido al pie de la cuchilla- surgía confuso rumor de insectos entre silbos de chingolo y comadrera charla de gallaretas, sin que nada se moviese en el misterio del follaje, ni de sus millones de átomos se descubriera un solo enjambre a lo largo de la orilla.
A esa hora, estando aún sola Mercedes, acertó a pasar por el rancho, o en derechura a él quizás vino, el portugués rubio de otros tiempos, de tránsito para la villa en donde tenía su comercio. Había realizado bastantes compras de cueros ovinos con señal o sin ella, con perjuicio de la propiedad privada y del fisco, en aquella zona de la campaña; y se volvía satisfecho a la población al paso de su cabalgadura, que se asemejaba entre las medias tintas de la tarde, con su gran carga a ambos costados en lento balanceo a un fornido dromedario.
Viendo caída la piel de toro que cubría la entrada al rancho, y a Mercedes al parecer sin compañía, experimentó una sensación fuerte; y dando con su cuerpo en tierra, condujo cerca de la enramada su caballo manco y reyuno, entrándose luego con la mayor confianza en la vivienda de la criolla.
No se sorprendió Mercedes al verle; por el contrario contestó con buenas maneras su saludo.
Ya lista para irse al monte, habíase ceñido un pañuelo de algodón en la cabeza, y unido sus extremos por debajo de la barba.
Su tez morena ligeramente encendida en las mejillas, su boca de labios oscuros pero pequeña, con dientes muy blancos, sus ojos negrillos y lucientes -un tanto provocativos- ornados por pestañas nutridas y cejas arremolinadas negras también, sus formas redondas y pie desnudo delgado y estrecho dentro de una especie de zueco de suela fina-, eran detalles que, reunidos a las circunstancias favorables del momento debían incitar los instintos torpes de Pontecorbo.
-¿No hay «mate» amargo para el forastero? -preguntó en buen castellano el portugués.
-Ya es tarde, -dijo la criolla- y el tiempo me falta. Ladislao está aguardando. De esta vez tiene que disculpar, mozo; que no hay desaire...
-Disculpada siempre está... Pero, alléguese un poco, Mercedes.
-¿Y por qué he de allegarme?... ¡No faltaba otra cosa!
La criolla, esto diciendo, púsose a reunir algunas piezas de ropa blanca y otros objetos en un poncho de «vichará», cuyos extremos ató cuidadosamente.
El mercachifle un tanto pálido e inquieto, abandonó de pronto su asiento de cabeza de buey; y después de arrojar una mirada al campo, dijo con acento meloso:
-No tengas miedo que él nada sabrá...
Mercedes volvióse rápida sin contestar, y se dirigió a la puerta; pero, Pontecorbo la cogió con fuerza de las manos, añadiendo:
-¡No te vas!
La criolla se desprendió enérgicamente, para buscar otra salida. El mercachifle levantó entonces en alto el rebenque, en son de amenaza, y la hizo permanecer inmóvil como rendida.
-¡Por favor! -murmuró Mercedes.
Él pareció ablandarse, y dijo:
Nom seyas mala. Toudo ficará entre nos!...
-Procúrese eso en el pueblito. Si mi hombre lo encuentra aquí, ya habrá fandango...
-Contigo quiero bailarlo. Mira este prendedor ¿no te gusta?
Y sacándola del bolsillo, le enseñó una caja abierta.
-Guárdesela, no la preciso -repuso la criolla con desprecio.
-Has de avenirte...
-¡Que no!
Pontecorbo, perdida la paciencia, se avanzó de súbito alargando el brazo, y apretó los dedos como pinzas en el cuerpo de la mujer del «matrero», que estaba toda temblorosa.
Al sentirse asida, Mercedes se sacudió con fuerza y dio con las dos manos abiertas en el rostro de su agresor, lanzando una voz parecida a un ronquido de leona lastimada; y al retroceder, tropezó con una banqueta de madera, cayendo de espaldas en el suelo.
El golpe la dejó aturdida, casi inerte; y cesó de luchar...
Minutos después, Pontecorbo salió del rancho, mirando con temor a todas partes.
No había cerrado aún la noche, y percibíanse claros los objetos a la distancia. Tranquilo de su inspección, montó a caballo, y se marchó, guiñando el ojo hacia la puerta, con ese aire satisfecho del que habla consigo a solas después de realizar un deseo largo tiempo comprimido.
Pasados algunos momentos, Mercedes salió fuera del rancho a pasos tardos, arreglándose el pañuelo en la cabeza un poco desgreñada, con la cara muy encendida, el pecho agitado y el mirar avieso.
Paróse a algunas varas del rancho, cruzándose con violencia los brazos; y púsose a mirar al bosque. Había en su gesto una expresión profunda de humillación y pena.
Salían paso a paso varias bestias de su abrevadero, húmedos y resollantes los hocicos, para detenerse pronto en la falda a triscar las yerbas, levantar las cabezas con aire somnoliento de vez en cuando o echarse las más de lomos con fruición para atenuar las picaduras de tábanos y otros escozores de la jornada. Un perro -cruza de mastín hembra y de puma- tendido junto al cerco de «cina-cina», las observaba atento moviendo a uno y otro lado la cola.
Ladislao impaciente entre tanto, venía apresurando su llegada al rancho. La soledad de Mercedes lo tenía inquieto.
La distancia a recorrer no era larga, y le fue fácil trasponerla en un galope.
Cuando sujetaba su caballo vivo y fogoso, Mercedes que habíase entrado nuevamente en el rancho, salía con su atado de ropas, diciendo en voz muy alta:
-¡No te apees, Ladislao!
-¿Que se ofrece, china? -preguntó éste con acento cariñoso, apoyando sus manos en la encabezada.
-Algo de afligido -contestó Mercedes llorando.
Pontecorbo pasó por aquí...
-¿Y que hay con eso? -interrogó el «matrero» con sobresalto.
-¿Qué hay? Que me hizo caer para atrás sin yo quererlo y me lastimó la cabeza. ¿No ves la sangre, aquí en la mano? Pero eso sería nada... ¡Como yo estaba como muerta!...
Mercedes calló, sofocando un sollozo.
Ladislao se puso muy pálido, y escupió con fuerza.
Después preguntó con acento ronco y breve:
-¿A que lado rumbeó?
-Derecho a aquellos saúcos.
Mercedes extendió el brazo en la dirección indicada, agregando:
-Reciencito se fue en un pampa reyuno. Se me hace que está todavía encima...
El «matrero» sin replicar palabra, volviendo riendas, arrancó a gran galope rumbo a la loma.
Desde la altura con sus ojos de ave de garra, vio al portugués que subía la alda de otra «cuchilla» lejana, al trote más largo de su jamelgo.
Procuró entonces no ser visto a su vez, enderezando el caballo por los sitios más cubiertos o escabrosos.
Así marchó algún tiempo.
Su perseguido ocultábase a intervalos en la sombra de los bajos y demoraba su reaparición en las crestas de las «cuchillas», destacándose entonces sobre el fondo rojizo del horizonte como un bulto de enorme vientre balanceándose al paso del buey.
Una que otra población se avistaba en las lomas apartadas. El terreno por delante aparecía sin pastores ni haciendas. El «matrero» seguía los pasos de Pontecorbo lenta y pacientemente, ocultándose en lo posible, así como el felino que rastrea la presa hasta aplastarse sobre el vientre -el aliento comprimido, las narices dilatadas, el ojo fijo y siniestro. Persecución en despoblado callada y lúgubre, entre las sombras del crepúsculo, con sus pausas breves y sus rodeos sigilosos, debía terminar muy pronto; y así sucedió.
En cierto instante en que Pontecorbo acababa de apearse en lo hondo de un declive, para apretar la cincha, Ladislao arrancó a toda rienda hasta coronar la loma que descendió rápido un largo trecho, antes que el portugués ya a caballo comenzase a subir la empinada falda vecina, desde cuya cumbre divisábase muy lejos el campanario de la villa.
Pontecorbo volvió al ruido la cabeza con recelo, mirando por encima del hombro.
El «matrero» moderando el paso de su caballo, lo puso al trote corto; y mordiendo el barboquejo gritó al fugitivo con el acento más natural del mundo:
-¡Refrene amigo, el «pampa» sucio!... ¿Adónde agarró esos cuerambres?
Pontecorbo que había reconocido en el acto a Ladislao, no pudo menos de estremecerse; con todo, deteniéndose en el bajo, se apresuró a contestar en tono alegre y camandulero:
-En la costa del Yi, y con minha prata compadre.
-¿Compadre? -arguyó Ladislao apretando más fuerte el borboquejo. -¡Ya verás!...
Y se acercó hasta ponerse encima de él, con gesto fiero.
Pontecorbo apercibióse recién del peligro inmediato, echando en el instante mano al mango de un machete que llevaba debajo del cojinillo.
-¿Qué vas a hacer, ladrón? -rugió el «matrero» iracundo.
Y sin darle tiempo para nada, de un golpe con la argolla del rebenque en la cabeza lo derribó al suelo atontado, rodando en el bajo como una mole.
Inmediatamente Ladislao se desmontó de un salto, y echándose sobre él, sujetóle las dos manos bajo sus rodillas, sentado a horcajadas sobre el pecho; y dio principio cuchillo en mano, con pulso firme, serenidad suma y acción veloz a una operación cruenta. La de cortarle las dos... orejas.
Si bien aturdido por el golpe, en cierto momento el mercachifle lanzó un quejido y se encogió tembloroso. En medio de aquellos sitios, sólo los graznidos del carancho o los gritos de los «chajaes» de los esteros cercanos podían responder a su lamento. -Ladislao no se inquietó por la protesta, y apretando más con las rodillas, continuó su faena.
Terminada ésta, reincorporóse envainando el cuchillo después de limpiarlo en la blusa de la víctima; oprimió bien la mano izquierda como si en ella algo encerrase, deslizándose por entre sus dedos al pasto uno o dos hilos de sangre venosa, la sacudió para hacer saltar las últimas gotas -con un gesto de repugnancia-, y dirigiéndose a su caballo saltó tranquilamente en los lomos sin poner el pie en el estribo.
Cuando volvía ya bridas hacia el rancho, Pontecorbo se levantaba tambaleante, desencajado, con parte de sus ropas sueltas y enrojecidas, sin conciencia tal vez de lo que le había ocurrido; y corría derecho al «pampa» como un hombre que ha recibido una pedrada en mitad del cráneo, y vacila como un trompo sobre sus pies, presa del vértigo.
Ladislao siguió impasible su camino, y con las primeras sombras llegó a su morada, a galope firme, sentando los remos su caballo, con gran ruido en el bazo semejante a un hipo violento, junto al cerco de «cina-cina» que resguardaba el frente del rancho.
Mercedes estaba sentada en el umbral, con las dos manos en el rostro, y el atado delante.
A poca distancia de ella, el mastín cruza de puma con color tendido a lo largo parecía entregado al sueño, con el hocico en tierra.
El «matrero» al desmontarse, arrojó algo al perro, sin pronunciar palabra.
Mercedes alzó el semblante y miró con fijeza lo que había rodado por el suelo, y que el mastín saliendo de su sopor, púsose al fin a olfatear. Pareció presa de una gran emoción. Ladislao la observaba, mudo y sombrío, levantada el ala del sombrero y el brazo colgante del cuello de su tordillo.
El perro, que había apartado las narices, las acercó nuevamente, estuvo un instante oliendo, sacó la lengua dos o tres veces sin tocar aquellos objetos, y dando por último un fuerte resoplido, retrocedió arrastrándose sobre sus cuartos -para volver a su interrumpido suelo.
-¡No le gustan! -exclamó Mercedes con una risa casi feroz.
-De adonde, si el perro es delicao -dijo el «matrero» mirándola de soslayo.
Transcurrido un corto silencio, hizo una seña a la criolla.
Ésta cargó con el atado, y aguardó a que Ladislao montase.
Cerraba la noche sin luna todavía, pero con miríadas de estrellas. El «matrero» estúvose un instante con los ojos fijos en el horizonte; luego saltó muy ágil en el recado y fuese de un pequeño brinco hasta el crucero, haciendo a su compañera un lugar a grupas, al mismo tiempo que le alzaba el fardo. El tordillo dio una vuelta sobre sí mismo. Sujetólo él y alargó el brazo: Mercedes puso el pie en el estribo y con toda destreza se sentó detrás. El jinete acomodóse, muy junto con ella, pasóle el atado, y echó a andar.
En tanto caminaban a campo y cielo abiertos sin más compañía que los luceros brillantes arriba y abajo las alimañas y el ganado arisco, mudos, casi desolados, -Mercedes pasó los brazos al cuello de Ladislao, atrajo dulcemente hacia si su rostro, y le dio un beso.
Él pareció estremecerse y detuvo el caballo. Su cabeza había conservado la posición que le diera con su abrazo la criolla, a quien miraba de lado, velados sus ojos grandes de pupila verdosa y fosforescente, por una expresión hondamente triste. Luego la inclinó sobre el pecho, y picó espuelas, hasta arrancar al tordillo un resuello de dolor.
Cuando ya entraban por una «picada» estrecha al monte lleno de rumores, volvióse preguntando:
-¿Trujiste el caldero?
-Aquí viene, -contestó Mercedes con un suspiro.
Volvieron a besarse, siempre de lado, y callados se perdieron en las tinieblas.