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Nativa/XXII

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XXII


Atónitos quedaron largo rato hermana y padre examinando y contemplando el cuerpo de Dora, en la esperanza de que aún viviese, sacudiéndola, llamándola tiernamente primero -luego a grito herido, arrodillados junto a ella.

Cuaró y el «tape» presenciaban todo silenciosos apoyados en los puntales como dos fantasmas.

El capataz se quejaba lo mismo que un niño yendo de un lado para otro sin tino, y redoblaba sus lamentos a cada sollozo que su patrón lanzaba mezclado a algún juramento viril. Algo más lejos, Guadalupe se revolcaba en las hierbas rodeada de mastines que, con la cola baja olfateaban de vez en cuando con aire triste y gruñían sordamente. Los peones viejos formaban grupo, inmóviles, encogidos, con las barbas en el pecho bajo el peso del desastre.

Casi todos la habían visto crecer desde muy pequeñita, llevádola en sus brazos, enseñádole a jinetear y soportádole sin enojo sus bromas y travesuras inocentes. La querían como a la luz del pago; pues era rayo de sol que se entraba por todas las rendijas y escondrijos siempre alegre y riendo, espanto de la índole taciturna del paisano, incansable perseguidora de avecillas y «mangangaes», terror cotidiano del gallo criollo de empinada cresta, rapazuela sagaz de nidos, alborotadora ruidosa del bañado y del estero, sombra terrible de los lagartos de la «tapera» que acosaba de continuo con Guadalupe, deleitándose en verlos huir con las colas muy tiesas, y a la negra cogerse a veces a ellas para quedarse al fin con un trozo en las manos y caer de espaldas con los pies para arriba.

¡Ahora los bichos podían holgarse! Sin cuidado vendrían ya hasta las «casas» los centinelas perdidos de los venados y los ñandúes, y aovarían los patos bajo los cardos, y los pica-flores se cernerían sobre las enredaderas, y los abejorros se posarían sin miedo de una agresión en las entradas de sus cuevas. ¡La linda traviesa se había ido para siempre!

Por encima de todo, desaparecía con ella de las «casas» el ruido de la alegría; un ruido que no era el del cencerro -según decía don Anacleto, a quien el lloro había enrojecido la punta de su curva nariz-, ni el de las abejas y avispas, ni el de las ranas majaderas, ni el del grillo y la «chicharra»; sino el de todos los pájaros juntitos, cuando en la mañanita se iba para arriba un olor de tierra, y bajaba el arrebol a mesturarse con lo escuro.

Y era así verdad. Con Dora se extinguía la música matinal y el alegre rumor vespertino en las poblaciones, la sonrisa perenne, el aura loca de juventud comunicativa, entusiasta que hacía sonar como harpas invisibles en el silencio y la monotonía, todas las notas de la dicha y del regocijo del hogar doméstico.

De ahí el hondo duelo.

En mitad de su quebranto, el viejo Robledo levantó una y otra vez al cielo el puño crispado, y otras tantas colgóse Nata de su brazo, tapándole con la mano la boca...

Ya en calma, cargóse con el cuerpo de Dorila, y se le llevó al comedor. Quitáronle las ropas mojadas, que reemplazaron con el mejor de sus trajes, y le cerraron los ojos. Las pestañas muy negras, antes vibrátiles y llenas de brillo, realzaban el rostro lívido como dos listas de terciopelo en fondo de marfil, y contrastaban con la blancura de los dientes iguales y pequeños, cuyos arcos ponían de manifiesto los labios entreabiertos y recogidos por una última contracción de dolor.

En tanto Guadalupe cubríala de florecillas olorosas y la besaba en las manos sin consuelo, Nata peinábala extrayendo de la cabellera hojas y raíces de plantas acuáticas, e interrumpíase a cada movimiento para posar sus labios febriles en los del cadáver largos segundos, como si quisiese trasmitirle el calor de su vida.

El capataz ayudado por los peones unía algunas tablas en forma de ataúd en la pieza vecina a la enramada; y el sordo golpeteo sobre los clavos con un mazo, era el único ruido que perturbaba la calma de los contornos.

Producíanse sin embargo a lo lejos confusos rumores.

Movíase el ganado en el campo; los perros de la estancia se habían apartado de sus sitios de reposo, y el esquilón de la «tropilla» solía sonar detrás de la loma en inquieto va y ven.

Podían compararse esos ruidos nocturnos, al de un viento fuerte que atravesara las campiñas y se quebrase en la barrera de los montes con estrépito de ramas.

Cuaró y el «tape» habían desaparecido.

Era que el «yaguá» seguía ladrando con redoblada furia en el «cagüipe» como decía Ñapindá y algo de siniestro se acercaba por la parte del vado.

En la hora en que el tape y el charrúa se retiraban de las casas, un fuerte destacamento de caballería de línea venía recorriendo la costa opuesta del río en busca del paso.

Frecuentes paradas hacía en su marcha, tan irregular como las curvas interminables del monte.

Avanzaba terreno examinando todos los parajes sospechosos prolijamente, con gran ruido de armas y voces de mando, al punto de alborotar de veras la perrada cimarrona que rompió a ladrar enfurecida sin salirse fuera de las breñas.

Los soldados echaban pie a tierra a cada momento, delante de cada encrucijada, matorral o boquete; escudriñaban, internándose hasta cierta distancia; volvían, se consultaban y proseguían la marcha con una fila de flanqueadores del lado del monte y una partida a vanguardia con las tercerolas listas. A veces se hacían altos prolongados; destacábanse grupos en distintas direcciones, los que se reincorporaban al núcleo poco a poco, con partes sin novedad; establecíase el servicio de exploradores aislados y bomberos, distribuyéndolos según la topografía y la importancia de los lugares, -y se mandaba quitar los frenos para que la caballería transida pellizcase un poco de gramilla.

En todo esto se entretuvo largo rato el destacamento. Ya, a altas horas, decidióse a pasar el río; y traspuso al fin el vado -ocupada previamente por su gran guardia, la orilla del espeso pajonal que se extendía a la derecha.

La tropa se corrió a lo largo del monte.

A medida que los baqueanos señalaban una «picada» o boquete, colocábase allí un pelotón con instrucciones severas; y en esa forma se adelantó camino, hasta que se dio orden de acampar.

Desde el momento en que se invadió el campo el ganado empezó a agitarse a todos los rumbos, y a introducir desde luego hasta en los llanos apartados la inquietud, que al fin convirtió en pavor el ladrido constante de los perros.

Fueron éstos los inusitados rumores que habían llamado la atención de Cuaró y Ñapindá cuando conducían a las «casas» el cuerpo de Dora; y que siguieron produciéndose hasta muy tarde de la noche, sin ser percibidos por los viejos peones de la estancia.

Venía al frente de la tropa invasora el teniente Pedro de Souza -el mismo que Luis María Berón había herido en la refriega de Maldonado, y salvado luego de las iras de Cuaró, y a quien Esteban custodiara hasta fuera del campo ocasionando con este motivo el extravío del grupo.

Souza, oficial de los Voluntarios Reales, separado como otros muchos del general Costa para acompañar a Lecor cuando éste estableció su cuartel en Canelones, plegándose al Brasil, era uno de los que merecían su confianza. Efectuada la salida de Costa de Montevideo en Febrero de 1824 y la entrada de Lecor en la capital, en Marzo siguiente, Souza repuesto de sus heridas, había sido destacado con su escuadrón a Canelones, bajo las órdenes del «brigadeiro» don Fructuoso Rivera, comandante general de la campaña, -aunque ésta su autoridad sobre las tropas regulares extranjeras, fuera solo nominal.

Meses después de habérsele asignado como punto de guarnición la villa de Guadalupe; y, pasados algunos días sobre el sangriento suceso en la estancia de «Tres Ombúes» el teniente Souza recibió orden de trasladarse al sitio con un grueso destacamento, purgar los montes de «matreros» en esa parte, ocupar el campo, y remitir a Montevideo bajo severa custodia al propietario del mismo y a sus peones.

El teniente Souza conocía a la familia de Robledo, y tenía por ella especial estimación. Tal vez fuese egoísta, la causa verdadera de este afecto.

Sabía él que la familia se encontraba en la estancia, y no queriendo confiar a un subalterno implacable su delicada misión, resolvióse ir en persona a fin de hacerla menos dura e imponer el respeto necesario a sus soldados exaltados por la muerte de sus compañeros.

Tampoco ignoraba que en el monte se guarecían los matreros en gran número, y matreros terribles, a juzgar por el resultado de la refriega: gente aguerrida y de audacia que era necesario sorprender y exterminar en sus propios escondrijos con labor paciente, ya fuese atacándola en esos parajes oscuros, ya obligándola a rendirse por medio de un sitio riguroso y de una vigilancia extrema.

De ahí las medidas adoptadas durante la marcha, y la ocupación de la entrada de los boquetes por la tropa.

Pudo hacerse todo eso, y acamparse sin recelo; pues nadie se opuso a ello, ni se presentó tampoco hombre alguno a protestar contra los que así procedían.

Los habitantes del monte se encerraron en sepulcral silencio.

Esa quietud profunda, perturbada solamente por el ladrido de los perros, tenía sin embargo en zozobra al destacamento, que pisaba un terreno desconocido, hacía pocos días teñido con la sangre de camaradas cuyo exterminio venía a vengar. Temía y resguardábase de una sorpresa posible.

La noche no obstante, pasó tranquila.

Salvo el alboroto del ganado y los aullidos de los cimarrones nada ocurrió de notable, ni percibirse pudo ruido alguno que denunciase la presencia de gentes en el interior del bosque.

El teniente Souza llegó a tranquilizarse a este respecto, y hasta hubo de convencerse que los matreros debían haber cambiado de guarida por espíritu de conservación propia.

Al siguiente día, después de inspeccionar por sí mismo todos los puestos y de redoblar las guardias en «picadas» e isletas, púsose en marcha a las poblaciones de «Tres Ombúes» con un piquete de diez hombres.

Recorrió al paso la distancia larga que separaba aquellas del vado; y era ya muy entrada la mañana, casi el medio-día, cuando a una o dos cuadras de la huerta un acompañamiento extraño-, fúnebre al parecer-, llamóle la atención.

Dio la voz de alto a su gente; y poniendo espuelas a su caballo reyuno bien enjaezado, con pistolas de arzón, aproximóse al grupo al gran galope seguido de dos soldados.

El grupo se detuvo al verle venir.

Cuatro hombres que llevaban sobre sus hombros un cajón, depositáronlo cuidadosamente en el suelo.

El acompañamiento se reducía a ocho personas, entre las cuales se contaban don Luciano, Luis María y Esteban. Los demás eran peones del establecimiento con don Anacleto a su cabeza. Éstos llevaban un pico y una azada; y Guadalupe que hacía parte del grupo, un gran montón de flores agrestes apretadas contra el pecho.

El cajón contenía los restos de Dora.

Souza reprimió el galope de su caballo, y al reconocer a Robledo y Berón saludó cortésmente, echando pie a tierra.

Algo turbado sintióse al avanzar, si bien la dureza militar se revelase en todos sus gestos y movimientos. Impúsole la naturaleza del espectáculo, tanto como el continente grave y adolorido del hacendado.

Al acercarse preguntó que a quién se iba a sepultar, fijando al mismo tiempo una mirada escudriñadora en el grupo.

Enterado, pareció experimentar una viva sorpresa; adelantóse unos pasos hacia el féretro, volviendo a fijar sus ojos en todos los semblantes; pero, no exigió que se descubriera el cajón, ni pidió mayores explicaciones.

El rostro de Robledo confirmaba bien a las claras la veracidad del dicho, con su expresión adusta y sombría. También en los de los demás se reflejaba elocuente la congoja del duelo, a la vez que una extrañeza mezclada a inquietud ante la visita inesperada.

Después de oír la respuesta de don Luciano, el oficial se quitó el morrión y acercándose a él, le oprimió en silencio la mano. Al divisar a Luis María, una sonrisa afectuosa suavizó su ceño, y tendióle también la diestra sin repugnancia con el brazo muy estirado, cuadrándose bizarramente.

Berón correspondió al saludo.

-¡Pueden ustedes seguir! -dijo el teniente Souza en buen castellano.

Y sin cubrirse, colocóse a un flanco del cortejo, marchando junto al ataúd.

Ninguno contestó una palabra; todos continuaron el camino emprendido hacia el declive de la loma, a espaldas de la huerta, sin impaciencias ni sobresaltos visibles.

El único que iba débil, extenuado, vacilante era Luis María. Devorábale tina intensa fiebre ocasionada por la reapertura de una de sus heridas mal cicatrizadas, durante una noche de vela.

Don Luciano, que había ido a buscar junto a su lecho un desahogo a su dolor, inmediatamente después de trasladar a la pieza del centro el cadáver de Dora, no pudo conseguir que el joven permaneciera en reposo. A pesar de sentirse casi sin fuerza para la velada habíase puesto en el acto de pie, desoyendo las amistosas advertencias de Robledo, y pasado a la estancia mortuoria. Recién al rayar el día, vencido por la fiebre que en parte había aumentado una cavilación penosa delante del cuerpo inanimado de Dora, echóse en su lecho -al que llegara tambeleando lleno de zumbidos y desfallecimientos. Varias horas se había conservado inmóvil sacudido de vez en cuando por las agitaciones de un sueño cercano al delirio; hasta que haciéndose superior a su flaqueza se resolvió a reunirse al acompañamiento.

Una vez en el sitio escogido detrás de la huerta abrióse una fosa colocándose en ella el féretro, que fue cubierto cuidadosamente con una gran capa de tierra.

Guadalupe esparció sus flores por encima, y clavó una cruz hecha de ramas de laurel negro en un extremo de la sepultura.

Después, cuando todos se retiraron, la pobre esclava se sentó en el suelo y quedóse inmóvil como una idiota con las manos juntas y los ojos fijos en la tierra recientemente removida.

Cerca de las casas y ya de vuelta, Berón sufrió un vértigo y hubo de apoyarse en el brazo de Don Luciano, quien con ayuda de Esteban lo condujo a su lecho en un estado de completa postración.

Souza, que iba examinándolo todo en sus menores detalles, apercibióse de los heridas que Luis tenía en la cabeza, envuelta en vendajes; y dedujo que ellos no podían provenir sino de la refriega reciente.

Nada indagó sin embargo, para confirmar su sospecha. Un sentimiento de gratitud sellaba sus labios.

Robledo, comprendiendo que la venida del oficial con su tropa no debía tener otro objeto que el de apoderarse de su persona y de sus peones, dado el sistema de persecuciones implantado en la campaña, encaróse con aquél en el patio resueltamente, diciéndole:

-¿Viene V. a prenderme? Prevéngole que estoy listo.

-Esa misión traigo, señor Robledo.

-¡Quedo a sus órdenes! Pero, voy a hacer a V. una súplica; y es la de que sea V. menos riguroso por ahora con ese joven que está imposibilitado de marchar a causa de una fiebre que lo consume...

-Ese joven y su asistente -interrumpióle Souza- quedarán aquí bajo custodia, y aseguro a V. que serán respetados... Siento sí, haber llegado a su estancia en horas de duelo para V.; mas, un suceso muy grave ocurrido no hace mucho en este campo ha determinado la medida que no quería yo ejecutase otro, en el deseo de hacerla menos dura...

-Gracias. Advierto a V. con todo, que tengo la conciencia tranquila y que era yo el que podría reclamar con derecho. Pero, me resigno. Casualmente tenía resuelto bajar de un día para otro a Montevideo a fin de presentar mis protestas y esto viene a precipitar en buena hora esa determinación, pues la desgracia que tanto lamento me haría insoportable en estos días la permanencia en la estancia... Algunas cosillas quedaban aún por hacer; pero ya ni gusto tendría para ello, ni valen tampoco la pena, desde que la propiedad es del primero que se le antoja echarle la mano. ¡Qué diablos! Es preciso conformarse con los sucesos y tomarlos como vienen, que ni ellos son nunca como debieran ser, ni uno es onza de peso justo para que todos lo quieran... Por lo demás amigo Souza, Vd. está en su casa y mande lo que guste, que yo voy a disponer se arregle mi volanta vieja para el viaje con lo que queda de mi familia.

Nada contestó el oficial.

En su rostro se reflejaba viva una expresión de condolencia que no se esforzaba él tampoco de disimular; y viendo alejarse a don Luciano, encaminóse a su vez callado hacia la enramada.

La tropa había formado a espaldas de ésta.

Don Anacleto, Nereo y Calderón se encontraban entre sus filas en calidad de presos. Esteban también figuraba como tal, en primera línea.

Souza estúvose observando breves instantes a aquellos hombres, y considerándolos sin duda muy viejos y casi inofensivos, tal vez inocentes -como en realidad lo eran- del delito que se les imputaba, pareció hesitar, y luego ordenó al sargento del piquete que les diese soltura.

Así lo hizo el sargento.

Los tres peones sorprendidos saludaron al teniente y juntos dirigiéronse hacia el monte sin tino y al trote menudo, volviendo las cabezas sin cesar para ver si algún pelotón de tiradores les estaba apuntando a las espaldas. No notaron en medio de su pasmo, que la soldadesca se reía.

Entráronse al monte aturdidos y atropellándose en el abra para ganar el escondite, ni más ni menos que tres lagartos viejos acosados por las avispas que quisieran entrarse al mismo tiempo en un agujero.

Pedro de Souza llamó después a Esteban, y díjole:

-Así como tu amo, te portaste bien conmigo en aquella refriega... Ya ves que me acuerdo. Tu amo está enfermo y necesita que lo asista un buen servidor; tú te quedarás a cuidarlo, y yo daré orden a la tropa que queda también para que sean auxiliados en todo... Mi deber era fusilarte, pero soy agradecido. ¡Procura no caer en otra!

El negro se cuadró y saludó militarmente.

Nata que presenciaba todo aquello desde el ventanillo, apresuróse a salir de su aposento, hechos ya los últimos preparativos de viaje.

A la palidez profunda de su rostro uníase una expresión de encono y de dureza -reflejo fiel de contrariedades violentas mezcladas a un gran dolor íntimo.

¡Cuántos sucesos y amarguras en tan pocos días!...

Zumbábanle las sienes y sentía una punzada cruel en el pecho.

Salió como alelada.

Al pasar vio entreabierta la puerta del aposento de Luis María, y entróse sin detenerse impulsada por una fuerza superior a sus escrúpulos.

Verdad que ella andaba como una sombra.

-Nos llevan -dijo con voz trémula-. Pero... a ti te dejan.

El joven, devorado por la fiebre, incorporóse en su lecho, y tendióle los brazos.

Nata fuese a él, preguntando:

-Debo ir ¿verdad?... Esos hombres esperan.

-¡Sí! Acompaña a tu padre.

-Voy con él. ¡Cómo había de dejarle!... ¿Irás pronto a Montevideo?

Estrechóla Luis en sus brazos, y contestó balbuciente:

-Prometo estar allí en cuanto cure. ¡Esto pasará!...

-Quiera Dios que sea así -repuso ella uniendo al del joven su rostro-. Llevo pesar al irme... Está tu cara ardiendo.

Sin apartarse cogió el vaso lleno del brebaje de corteza de quebracho y se lo puso en los labios. Él tomó y dijo:

-Mañana acabará la fiebre... Cuando estés allá, ¡no te olvides de mí!

Estrechóle Nata en un arranque poco común en ella, y le besó en silencio dos y tres veces, con los ojos llenos de lágrimas.

Fuele duro el desprenderse.

Así que salió, no sin volver a cada paso la cabeza más hermosa y atrayente que nunca en medio de las intensas tribulaciones de su espíritu, Luis María ya sin fuerzas se desplomó en su almohada.

Pocos minutos después, cuando en realidad su fiebre había llegado a un grado alarmante, sintió la voz clara y enérgica de don Luciano que se despedía de él, y le oprimía con gran fuerza la mano.

No entendió bien lo que le dijo, pues el delirio empezaba a apoderarse de su cerebro; pero, bien luego sintió el rodar de un carruaje y pisadas fuertes de caballos, cada vez menos perceptibles a medida que se alejaban...

Era la comitiva que partía rumbo a Montevideo.