Nazarín/Quinta parte/III

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Quinta Parte

III[editar]

Y mientras en el departamento de hombres se desarrollaba la tumultuosa escena descrita, en el de mujeres todo era paz y silencio. Estaban solas Ándara y Beatriz con la niña, y las primeras horas las pasaron hablando del mal sesgo que iban tomando las cosas en aquella campaña mendicante; pero ambas se conformaban con la adversidad, y por ningún caso se separarían del hombre bendito que las había tomado por compañeras de su vida meritoria. Hicieron mil conjeturas de lo que pasaría. Lo que a Beatriz mayormente apenaba era tener que pasar por Móstoles, y el bochorno de que la vieran allí entre guardias civiles, como una criminal. Grande era su desprecio de toda vanidad; pero la prueba a que el Señor la sometía resultaba enormísima, y necesitaba de todo su cristiano valor y de toda su fe para salir airosa de ella. Dicho esto rompió a llorar, derramando un río de lágrimas, y la otra procuraba consolarla sin poder conseguirlo. «Tú estás libre. Y puedes decir a los guardias que no vas a Móstoles, y quedarte, para juntarnos luego. -No, que esto es cobardía, y contravenir lo que él tantas veces nos ha dicho. ¡Huir de las tribulaciones, nunca! Grande amargura es entrar en mi pueblo; pero mayor sería para mí que D. Nazario me dijera: «Beatriz, pronto te cansas de llevar la cruz»; y es seguro que me lo diría. Y más quiero todo lo malo que me pueda pasar en Móstoles, que oírle que me diga eso. Yo acepto la vergüenza que me espera, y que Dios me la tome en cuenta y descargo de mis pecados.

-¡Tus pecados! -dijo Ándara- Vamos, no desageres. Los míos son más, muchos más. Si yo me pusiera a llorarlos como tú, mis lágrimas serían tantas que podría echarme a nadar en ellas. Tiempo tiene una de llorar. ¡Yo he sido mala, pero qué mala! Mentiras y enredos no se diga, levantar falsos testimonios, insultar, dar bofetadas y mordiscos..., luego, quitarle a otra el pañuelo, la peseta o algo de más valor... y por fin, los pecados de querer a tanto hombre, y del vicio maldito.

-No, Ándara -replicó Beatriz sin tratar de contetener su llanto-, por más que tú quieras consolarme así, no puedes. Mis pecados son peores que los tuyos. Yo he sido mala.

-No tanto como yo. Vaya, que no consiento que te quieras hacer peor que yo, Beatriz. Mira que más malas y más perras que yo ha habido pocas, estoy por decir ninguna.

-No, no, he pecado yo más.

-¡Quia! ¡Que te limpies...! Dime: ¿tú has pegado fuego a una casa?

-No; pero eso no es nada.

-¿Pues qué has hecho tú? Bah. Querer al Pinto... ¡Valiente cosa!

-Y más, más... ¡Si una pudiera volver a nacer...!

-Haría lo mismo que ha hecho.

-¡Ah! lo que es yo no; yo no lo haría.

-Yo pondría más cuidado, caraifa; pero no respondo... La verdad, ahora me pesa de todas las maldades y truhanerías que hice; pero como hemos de padecer tanto, porque así nos lo dice él, como no tenemos más remedio que aguantar y sufrir las crujías que vengan, yo no lloro, que tiempo habrá de llorar.

-Pues yo sí, yo sí -dijo Beatriz inconsolable-; yo lloro por mis culpas, ¡ay! la mar de ofensas a Dios y al prójimo. Y pienso que, por mucho que llore no es bastante, no es bastante para que tantísima culpa me sea perdonada.

-¿Pues qué ha de hacer Dios más que perdonarte, si de mala que eras te has vuelto buena como los ángeles?... Yo sí tengo que juntar a Roma con Santiago para que me perdone Dios. Mira, Beatriz, en mí la maldad está metida muy adentro: cuando estábamos en el castillo, yo tenía envidia de ti, porque a mi parecer, él te quería más que a mí. Gran pecado es ser envidiosa, ¿verdad? Pero después que nos prendieron, y cuando vi que tú, libre, venías con nosotros, y querías ser tan prisionera y tan criminal como nosotros, se me quitó aquella mala idea; cree, Beatriz, que ya se me quitó, que te quiero de corazón, y que tus penas las tomaría yo para mí.

-Como yo para mí las tuyas.

-Pero no quiero que llores tanto; que las culpas feas que cometimos, yo más que tú, con estos trabajos y estas afrentas las estamos purgando. Yo no lloro..., porque mi natural es otro que el tuyo. Tú eres blanda, yo soy dura; tú no haces más que querer, querer y querer, y yo digo que bueno será el afligirse y el tragar hieles, cuando él lo dice; pero yo pienso que también debe uno defenderse de tanto pillo.

-No digas tal... El defensor es Dios. Dejar a Dios que defienda.

-Sí, que defienda. Pero Dios le ha dado a una manos, le ha dado a una boca. ¿Y para qué sirve la boca sino para decirle cuatro frescas al que no confiese que nuestro Nazarín es un santo? ¿Para qué tenemos las manos si con ellas no metemos en cintura a los que le maltratan? ¡Ah! Beatriz, yo soy muy guerrera; es mi natural de nacimiento. Créelo porque yo te lo digo: la verdad con sangre entra, y para que todos crean en la bondad de él y le confiesen por santo bendito, hay que dar algunos palos. Vengan trabajos y miserias; bueno. Pero la injusticia, y oír que dicen lo que es falso, a mí me pone como una leona. Y no es que una no sepa ser mártira, como la más pintada, cuando llegue el caso; pero ¿no es un dolor ver que llevan preso, entre asesinos, al que no ha hecho más delincuencia que consolar al pobre, curar al enfermo, y ser en todo un ángel de Dios y un serafín de la Virgen? Pues yo te juro, que si él me dejara, había de hacer alguna muy gorda, y con poquita ayuda que yo tuviera, le pondría en libertad, y metería debajo de un zapato a guardias, jueces y carceleros, y a él le sacaría en volandas, diciendo: «Aquí está, el que sabe la verdad de esta vida y la otra el que no pecó nunca, y tiene cuerpo y alma limpios como la patena, el santo nuestro y de todo el mundo cristiano y por cristianar».

-¡Oh! adorarle, sí; pero eso que dices de meternos en guerra, Ándara, eso no puede ser. ¿Qué valemos nosotras? Y aunque valiéramos. Ya sabes lo que reza el mandamiento: «no matar». Y no se debe matar ni a los enemigos, ni hacer daño a ninguna criatura de Dios, ni aun a los más criminales.

-Por mí, por mi defensa, yo no levanto el gallo. Ya me pueden matar a pedradas y degollarme viva: no chisto. ¡Pero por él, que es tan bueno...! Créelo, porque yo te lo digo. La gente no entiende la verdad, si no hay alguien que sacuda de firme a los que tienen romas las entendederas.

-Matar, no.

-Pues que no maten ellos...

-Ándara, no seas loca.

-Beatriz, ser tú muy santa; déjame a mí, que maneras de salvarse muchas tiene que haber. Dime tú: ¿hay demonios, o no hay demonios?... quiere decirse, ¿gente mala, que persigue a los buenos, y hace todas las cosas injustas y feas que se ven en este jorobado mundo? Pues cierra contra los demonios... Hay quien les ataca con bendiciones... No me opongo a que las echen los que pueden echarlas; pero para acabar con la maldad y limpiar el mundo de ella, si bendiciones por un lado, la espada y el fuego por otro. Créeme a mí: si no hubiese gente guerrera, muy guerrera, los demonios se cogerían todo el mundo. Dime: ¿San Miguel no es ángel? Pues allá le tienes con espada. ¿Y San Pablo no es santo? Pues con espada lo pintan en las esculturas. ¿Y San Fernando y otros que andan por los retablos? A lo militar van... Pues déjame a mí; yo me entiendo.

-Ándara, me asustas.

-Beatriz, tú tienes culpas, yo también. Cada una las lava como sabe y como puede, según su natural... tú con lágrimas; yo... ¡qué sé yo!

Cuando esto decían, se asomó a las altas rejas la claridad del alba.