Nazarín/Quinta parte/V

De Wikisource, la biblioteca libre.

Quinta Parte

V[editar]

Malísimo alojamiento tenían los infelices presos en Móstoles (o en donde fuese, que también esta localidad no está bien determinada en las crónicas nazaristas), pues la llamada cárcel no merecía tal nombre más que por el horror inherente a todo local dedicado al encierro de criminales. Era una vetusta casa a la malicia, agregada al Ayuntamiento, y que por el frente daba a la calle, por detrás a un corral lleno de escombros, maderas viejas, y ortigas viciosas. Si la higiene y el decoro de la ley no existían allí, la seguridad de los presos era un mito, como decía la exposición de la Junta penitenciaria, pidiendo al Gobierno fondos para construir cárcel de nueva planta. La vieja, que no sabemos si existe aún, había adquirido fama por la escandalosa frecuencia con que de ella se evadían los criminales, sin necesidad de hacer escalos difíciles y peligrosos, ni de abrir subterráneos conductos. Comúnmente se escapaban por el techo, que era de una fragilidad e inconsistencia maravillosas, pues cualquiera rompía las podridas vigas, y quitaba y ponía tejas donde le daba la gana.

Desde que le metieron en aquel infame tugurio, sintió Nazarín un frío intensísimo, como si el local fuese una nevera, o helado Purgatorio, y con el frío le acometió un horroroso quebrantamiento de huesos, como si se los partieran con un hacha para hacer astillas con que encender la lumbre. Tumbose en el suelo, arropándose en su capote, y a poco ardía en calor insoportable. En aquel Purgatorio, del hielo le brotaban llamas. «Esto es calentura -se dijo-, una calentura tremenda. Pero ya pasará». Nadie se acercó a preguntarle si estaba enfermo; trajéronle un plato de latón con rancho, que no quiso probar.

A Beatriz la hicieron salir por la sencilla razón de que no era presa, y naturalmente, no tenía derecho a ocupar un espacio en el local correspondiente a los perseguidos de la justicia. Por más que rogó y gimió la infeliz para que le permitieran estar allí, pintándose como criminal voluntaria y procesada por ministerio de sí misma, nada pudo conseguir. A la pena de abandonar a sus compañeros se agregaba el temor de salir por las calles mostolenses, donde seguramente encontraría caras conocidas. Sólo a una persona deseaba ver, su hermana, y esta, según le dijo una vecina con quien habló a la entrada de la cárcel, se había ido a Madrid dos días antes con la niña, restablecida ya completamente. «¡Qué cosas más raras me pasan a mí! -decía-. Los criminales odian la prisión y sólo desean la libertad. Yo detesto la libertad, no quiero salir a la calle, y todo mi gusto es estar presa». Por fin, el secretario del Ayuntamiento, que allí mismo vivía, se compadeció de ella, y en su casa le dio hospitalidad, con lo que se cumplieron a medias los deseos de la exaltada penitente.

Mucha pena causó a D. Nazario el no ver a su lado a Beatriz; pero se consoló sabiendo que pernoctaba en el edificio próximo, y que continuarían juntos hasta el término de su via-crucis. Entrada la noche, se sentía muy mal el buen ermitaño andante, y de un modo tan pavoroso gravitaba sobre su alma la impresión de soledad y desamparo, que poco le faltó para echarse a llorar como un niño. Creyérase que súbitamente se le agotaba la energía, y que un desmayo femenil era el término desairado de sus cristianas aventuras. Pidió al Señor asistencia para soportar las amarguras que aún le faltaban, y las maravillosas energías resurgieron en su alma, pero acompañadas de un terrible aumento de la fiebre. Ándara se acercó a él para darle agua, que por dos o tres veces la había pedido, y hablaron breve rato con extraña confusión y desacuerdo en lo que uno y otro decían. O él no sabía explicarse, o ella no podía, en las réplicas, ajustar su pensamiento al del infeliz asceta.

«Hija mía, échate a dormir, y descansa.

-Señor, no me llame más. No duerma. Rece en voz alta para que haiga ruido.

-Ándara, ¿qué hora será?

-Señor, si tiene frío, paséese por la cárcel. Yo quiero que se acaben pronto nuestras penas. Me alegro que no esté Beatriz, que no es guerrera, y todo lo quiere arreglar con lágrimas y suspiros.

-Oye tú, ¿duermen todos? ¿En dónde estamos? ¿Hemos llegado a Madrid?

-Estamos aquí. Soy muy guerrera. No duerma, señor...

Y se alejó de súbito, como sombra que se desvanece, o luz que se apaga. Desde que fueron pronunciadas las cláusulas incoherentes de este diálogo, sintiose molestado el clérigo por una tremenda duda: «¿Lo que veía y oía era la realidad, o una proyección externa de los delirios de su fiebre ardentísima? Lo verdadero, ¿dónde estaba? ¿Dentro o fuera de su pensamiento? ¿Los sentidos percibían las cosas, o las creaban?». Doloroso era su esfuerzo mental por resolver esta duda, y ya pedía medios de conocimiento a la lógica vulgar, ya los buscaba por la vía de la observación. ¡Pero si ni aun la observación era posible en aquella vaga penumbra, que desleía los contornos de cosas y personas, y todo lo hacía fantástico! Vio la cárcel como una anchurosa cueva, tan baja de techo que no podía estar en pie dentro de ella sin encorvarse un hombre de regular estatura. En la bóveda, dos o tres claraboyas, que a veces eran veinte o treinta, daban paso a la débil luz, que no se sabía si era de velado sol o de luna. Enfilada con la primera cuadra, vio otra más pequeña, que a ratos se iluminaba con claridad rojiza de una linterna o candil. En el suelo yacían los presos envueltos en esteras o mantas, como fardos de tejidos, o seras de carbón. Hacia el fondo de la segunda cuadra vio a Ándara, que por momentos despedía de su cabeza un resplandor extraño, cual si su cabellera suelta y erizada se compusiese de lívidos rayos de luz eléctrica. Departía con el Sacrílego, gesticulando con tal violencia y confusión, que con los brazos de él expresaba ella su voluntad, y con los de ella él. El ladrón de iglesias se alargaba hasta esconder en el techo la mitad de su cuerpo; reaparecía como un volatinero con la cabeza para abajo.

En la apreciación del tiempo, la mente y los sentidos de Naaarín llegaban a mayor confusión y desvarío; después de creer que pasaban largas horas sin ver nada, creyó que en breves momentos Ándara se acercaba a él, y le levantaba y le volvía a dejar en el suelo, diciéndole infinidad de conceptos, que si se escribieran ocuparían todas las páginas de un mediano libro. «¡Esto no puede ser real -se decía-; no puede ser! ¡Pero si lo estoy viendo, si lo toco, y lo oigo, y lo percibo claramente!». Por fin, la peregrina le cogió por la muñeca, y tirando de él fuertemente le llevó a la segunda cuadra. De esto sí que no podía dudar, porque le dolía la mano de los tirones que con nerviosa fuerza le daba la valerosa hija de Polvoranca. Y el Sacrílego le cogía en brazos para meterle por un boquete abierto en la techumbre, y arrojarle fuera como un fardo introducido por audaces matuteros.

No, no podía ser real la voz de Ándara que le dijo: «Padre, nos escapamos por arriba, porque por abajo no se puede». Ni tampoco la voz del Sacrílego, que decía: «El señor, por delante... Salte del tejado al corral».

Pero si de todo tenía duda el buen jefe de los nazaristas, no la tuvo, no podía tenerla de esta resolución suya, claramente expresada: «Yo no huyo; un hombre como yo no huye. Huid vosotros, si os sentís cobardes, y dejadme solo». Tampoco podía dudar de que luchó contra fuerzas superiores para defenderse de aquel loco empeño de echarle al tejado como una pelota. El ladrón de iglesias le puso en el suelo, y allí se quedó como cuerpo exánime, perdidas todas sus facultades, menos el sentido de la vista, en una nebulosa de espanto, enojo y horror de la libertad. No quería libertad, no la quería para sí ni para los suyos. De la primera cuadra vino, andando como los borrachos, una de las seras de carbón, que pronto tomó figura humana, y todas las apariencias personales del Parricida. Con prontitud gatuna, trocándose fácilmente de pesado fardo en animal ligero, hubo de saltar de un brinco al boquete abierto en el tejado, y desapareció. Pudo entonces Nazarín con gran esfuerzo articular algunas palabras, y apartando de su hombro a la mujerona, que pesaba sobre él como un sillar de berroqueña, murmuró: «El que quiera salir que salga... El que huya no será jamás en mi compañía».

Ándara, que tenía la cara contra el suelo, refregándose boca y nariz en las sucias baldosas, se incorporó para decir entre gemidos: «Pues yo me quedo».

El Sacrílego, que había subido al tejado como en persecución de su compañero, volvió muy fosco apretando los puños: «Libertad, no... -le dijo Ándara con voz sofocada, como de quien se ahoga-. No quiere... no libertad».

Nazarín oyó claramente la voz del Sacrílego, que repetía: «No libertad. Yo me quedo».

Debieron de cogerle en brazos entre los dos, porque el buen peregrino se sintió llevado por los aires como una pluma, y en la turbación que le agobiaba, quitándole sentido y palabra, la conciencia de su mal era lo único que subsistía, manifestándose en esta afirmación: «Tengo un tifus horroroso».