Nazarín/Quinta parte/VII

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Quinta Parte

VII[editar]

Acabose la visión, y todo volvió a los términos de nebulosa y triste realidad. El áspero camino fue nuevamente lo que antes era, y los que acompañaban al mártir Nazarín recobraron su forma y vestimenta, los guardias eran guardias, y Ándara y Beatriz mujeres vulgarísimas, la una batalladora, la otra pacífica, con sus pañuelos a la cabeza. Llegó un momento en que el venerable peregrino, ni aun acumulando toda su energía, pudo dar un paso. De su frente brotaba sudor angustioso; le dolía el cráneo como si en él le clavaran un hacha, y en su hombro derecho sentía un peso irresistible. Las piernas se le doblaban, y sus pies magullados iban dejando pedazos de piel sobre las piedras del camino. Ándara y Beatriz le alzaron en sus brazos. ¡Qué descanso, qué alivio sentirse en el aire, como pluma balanceada del viento! Pero al poco trecho las dos mujeres se cansaron de llevarle, y el ladrón sacrílego, que era forzudo y resistente, le cogió en brazos como un niño, diciendo que no sólo le llevaría hasta Madrid, sino hasta el fin del mundo si necesario fuese. Los guardias se compadecían de él, y creyendo consolarle le decían: «No tenga cuidado, padre, que allá le absolverán por loco. Los dos tercios de los procesados que pasan por nuestras manos, por locos escapan del castigo, si es que castigo merecen. Y presuponiendo que sea usted un santo, no por santo le han de soltar, sino por loco; que ahora priva mucho la razón de la sinrazón, o sea que la locura es quien hace a los muy sabios y a los muy ignorantes, a los que sobresalen por arriba y por abajo».

Vio después Nazarín que entraban por una empinada calle, y la gente curiosa se detenía para verle pasar en brazos del Sacrílego, llevando al lado a sus dos compañeras de penitencia, y detrás a los demás infelices recogidos en los caminos por la Guardia civil. Dudaba entonces, como antes, si eran realidad o ficción de su desquiciada mente las cosas y personas que en el doloroso trayecto veía. Al extremo de la calle, vio que se alzaba una cruz grandísima, y si por un momento el gozo de ser clavado en ella inundó su alma, pronto volvió sobre sí, diciéndose: «No merezco, Señor, no merezco la honra excelsa de ser sacrificado en vuestra cruz. No quiero ese género de suplicio, en que el cadalso es un altar, y la agonía se confunde con la apoteosis. Soy el último de los siervos de Dios, y quiero morir olvidado y obscuro, sin que me rodeen las muchedumbres, ni la fama corone mi martirio. Quiero que nadie me vea perecer, que no se hable de mí, ni me miren, ni me compadezcan. Fuera de mí toda vanidad. Fuera de mí la vanagloria del mártir. Si he de ser sacrificado, hágase en la mayor obscuridad y silencio. Que mis verdugos no sean perseguidos ni execrados, que sólo me asista Dios, y Él me reciba, sin que el mundo trompetee mi muerte, ni en papeles sea pregonada, ni la canten poetas, ni se haga de ello un ruidoso acontecimiento para escándalo de unos y regocijo de otros. Que me arrojen a un muladar y me dejen morir, o me maten sin bullicio, y me entierren como a una pobre bestia».

Dicho esto, vio desaparecer la cruz, y la calle y el gentío, y pasado un tiempo que no pudo apreciar, se sintió enteramente solo. ¿Dónde estaba? Fue como si recobrara el conocimiento después de un profundo sopor. Por más que miraba en torno suyo, no pudo hacerse cargo de cuál era la parte del universo donde se encontraba. ¿Era una región de la vida transitoria, o de la perdurable? Pensó que había muerto; pensó también que aún vivía. Un ardiente anhelo de decir misa y de ponerse en comunicación con la Suprema Verdad le llenó todo el alma, y lo mismo fue sentirlo que verse revestido delante del altar, un altar purísimo, que no parecía tocado de manos de hombres. Celebró con inmensa piedad, y cuando tomaba en sus manos la Hostia, el divino Jesús le dijo:

«Hijo mío, aún vives. Estás en mi santo hospital, padeciendo por mí. Tus compañeros, las dos perdidas y el ladrón que siguen tu enseñanza, están en la cárcel. No puedes celebrar, no puedo estar contigo en cuerpo y sangre, y esta misa es figuración insana de tu mente. Descansa, que bien te lo mereces. »Algo has hecho por mí. No estés descontento. Yo sé que has de hacer mucho más».


FIN DE LA NOVELA

Santander, San Quintín. -Mayo de 1895.