Neptuno de aguas dulces

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Los milagros de la Argentina
Neptuno de aguas dulces​
 de Godofredo Daireaux


A lo largo del muelle viejo de madera, continuación, en el río, sin puerto todavía, de la calle Cuyo, se columpian suavemente en las olitas que cabrillean, mantenidos en su sitio por un continuo movimiento de los remos, cien barquichuelos. Los boteros, casi todos, son genoveses, con algunos de Nápoles, y uno que otro de origen eslavo y de apellido terminado en «ich», venido de las costas del Adriático. Y todos, de pie, sin cesar un momento su gesto maquinal, miran hacia el muelle, llamando a gritos a los pasajeros, ofreciendo sus servicios. Por algunos pesos papel, los llevarán hasta los vapores que hacen la carrera de Montevideo o el servicio fluvial del Paraná y del Uruguay; o bien traerán al muelle a los que, desde el paquete de ultramar anclado lejos, en la rada exterior, llegan en lanchones, con sus equipajes, hasta donde permite el agua.

Trabajo relativamente tranquilo, de poco esfuerzo, en realidad, pero oficio de competencia bulliciosa, de largas horas ociosas que se pasan pescando y que da para la vida y algo más. Y como en todo navegante siempre duerme el instintivo anhelo de horizontes nuevos, el más humilde botero, a veces, sueña con descubrir mundos o por lo menos conquistar riquezas escondidas en islas inaccesibles, o se siente presa del atávico deseo de piratear en las costas, en busca de alguna incauta belleza.

Miguelovich hervía de ambición. Mientras inmóvil contemplaba sus líneas de pescar, sentado en su bote, vagaba su imaginación; recorría, soñando, todos los recovecos y meandros del Paraná que tantas veces había visitado, conchabado de marinero en alguna lancha de marcha lenta, echando semanas, cuando no meses, para llevar algunas mercaderías de Buenos Aires a Corrientes o a la Asunción y regresando más ligero a favor de la corriente, cuando no faltaba el agua, y trayendo, sin urgencia, los cargamentos de yerba, de cueros y otros productos.

Ya, desde entonces, en su cerebro veía diseñado el camino que tenía la ambición de seguir. Ahorraba todo su sueldo, casi. No había para él vicio ni diversión. La primera etapa que se había fijado era la compra, con sus primeras y pequeñas economías, de un bote para trabajar en el embarco y desembarco de los pasajeros. Consideraba que por pequeño que sea el capital, trabajar por su propia cuenta da más que cualquier conchabo, pues están ahí presentes siempre el anhelo, la emulación, el empeño de adelantar y la esperanza del éxito que no tiene límites.

No tardó en poseer dos, tres, diez botes manejados por recién llegados, peones a sueldo. Vigilados por él constantemente, limpitos, con su buen toldo, ofreciéndose siempre a más bajo precio que los competidores, conocidos todos por la M que llevaban pintada en la popa y en la bandera, trabajaban a las mil maravillas; y cuando juzgó el momento oportuno, vendió a otro toda la flotilla, y con su producto compró un pailebote.

Muy conocido en el puerto, le sobraba trabajo y no tardó en hacer con las lanchas lo que había hecho con los botes. Como ya podía usar del crédito que se había creado en plaza, pronto tuvo dos, tres, diez lanchas y lanchones, con la M pintada; y con su buen escritorio en la calle 25 de Mayo; con su clientela escogida de grandes consignatarios de veleros y vapores; comprando siempre toda lancha ofrecida en condiciones propicias, estuvo pronto en vías de hacerse poco a poco verdadero dueño del trabajo de carga y descarga tan importante entonces, por la falta de puerto, de los buques de ultramar.

Empezó a organizar, con algunas de sus lanchas, viajes relativamente regulares, para llevar carga a los principales puertos del Paraná y del Uruguay, plantando jalones en éstos, creando relaciones, formando clientela. Su ensueño no había cambiado; su ambición seguía siendo la misma de siempre: hacer flamear su pabellón en todos los puertos de los grandes ríos tributarios del Plata, y también Montevideo, cuando sonase la hora.

Empezaba a tener muchos barcos, y la M de Miguelovich por todas partes era favorita. Favorita humilde, ya que todavía no la llevaban más que modestas lanchas de vela, y que, sin vapores, no podría conseguir el objeto de sus deseos. Pero los vapores costaban un dineral, y bien era preciso esperar todavía hasta tener fuerzas necesarias para hacerse de alguno.

Escasos eran entonces éstos en el puerto de Buenos Aires; pero asimismo, contra ellos era difícil, hasta imposible, la competencia con veleros en los puertos fluviales. Solamente con vapores se podía emprender el lucrativo servicio de pasajeros para el Rosario, Paraná, Corrientes, la Asunción y los puertos del Uruguay. Sin duda, Miguelovich, con el aumento continuo de su flota, de sus relaciones, de su clientela y de su crédito, no era potencia despreciable, y el tonelaje de sus ya innumerables barcos de vela sumaba respetable cifra. También -para otro- hubiera podido valer algo el poético aspecto de sus goletas navegando con sus velas extendidas y su elegante porte de grandes gaviotas, entre las riberas verdes del majestuoso Paraná, bajo el hermoso cielo azul; pero, de buena gana, hubiese cambiado por el humo negro que ensucia el horizonte, las deslumbradoras alas de lona, en las cuales, exclusivamente todavía, lucía la M.

Llegó por fin el día en que iba a empezar la metamorfosis. Supo Miguelovich que en Montevideo se iban a rematar dos vapores para el servicio de los ríos. Eran viejos, algo deshechos y de poco andar; quemaban mucho carbón y tenían pocas comodidades para pasajeros; pero pedían llevar bastante carga, y pintándolos bien, haciendo algunas reparaciones en las disposiciones interiores, se conseguiría, si no tratar bien a los viajeros, por lo menos amontonarlos en suficiente cantidad para que su transporte dejase buenos pesos. Miguelovich los compró baratos, porque la empresa principal que ya existía, de servicio fluvial, no se animó a gastar plata en semejantes cascajos, y porque las otras pequeñas empresas no tenían con qué disputárselos.

Los hizo reparar con relativo esmero y destinolos a hacer el servicio hasta el Rosario, punto para el cual abundaban siempre la carga y los pasajeros, con una rebaja de precios que le valió en el acto una magnífica popularidad.

Una sola empresa, se puede decir, reinaba entonces en esa carrera, imponiendo a los cargadores y viajeros condiciones leoninas, matando por todos los medios al alcance del más fuerte toda competencia seria. Esta vez, la rebaja de precios hecha por Miguelovich era tan fuerte, que el león se asustó. No eran, efectivamente, tarifas de perder dinero, sino sencillamente tarifas de no ganar nada, y muy bien sabían que, teniendo él otras fuentes de recursos, podía sostener esos precios toda la vida, con sus dos vapores. El peligro era que pronto pusiera tres, y cuatro, y diez, como seguramente llegaría a hacerlo. Le propusieron varios arreglos; no quiso él saber más que de uno solo: una asociación en forma, y acabó por lograr su objeto.

El dueño de la otra empresa era hombre enriquecido también en la navegación de los ríos, viejo ya, cansado; y justamente por eso era que había querido entrar de socio activo con él, Miguelovich.

Quien dice socio, cuando el que entra en un negocio ya hecho, sólido, próspero, es joven, hábil, activo y con capital adquirido por esfuerzo propio dice forzosamente sucesor.

Formalizada la sociedad, no tardó, bajo el vigoroso impulso de la iniciativa genial de Miguelovich, en desarrollar en todo sentido su campo de acción. De vez en cuando, se hicieron otra vez rebajas en las tarifas, pero fueron siempre momentáneas, para aplastar en el huevo alguna competencia naciente, volver a encauzar la corriente algo desviada por la llegada del ferrocarril, o cuando murió el socio viejo y durante la liquidación, para que los herederos no se entusiasmasen por demás con el monto de las utilidades y le pidiesen por su parte un negro, con pito y todo.

Asimismo la tuvo que pagar bien; pero esta adquisición colmaba sus deseos; hacía de su sueño dorado casi una realidad. Quedaba -no sin compromisos, pues sin crearse compromisos, ¿quién adelanta? -único dueño de la flota fluvial más poderosa del Río de la Plata y de sus afluentes; tan poderosa que, como los grandes astros que por su volumen y su peso atraen en su órbita a todos los que pasan a su alcance, pronto englobó Miguelovich en ella todas las flotillas que surcaban los ríos, desde la Asunción a Buenos Aires y Montevideo, tanto por el estuario que es un mar, como por el más modesto arroyo.

Vapores de carga y de pasajeros, remolcadores o de paseo, grandes y chicos, lerdos y rápidos, anticuados y modernos, todos son de Miguelovich, destacándose pintada en todos ellos la M triunfante, y sería difícil hoy, y se necesitaría mucho dinero para sólo comprar el derecho de enlazar con ella otra inicial. Miguelovich es el rey de los ríos, rey absoluto, hasta ahora; y mejor que nadie sabe que asociarse es abdicar en parte.

Para asegurar su corona y la continuación de su dinastía, tiene hijos; y sus hijos no necesitan piratear en las costas para encontrar bellezas que consientan en acompañarlos a reinar sobre las olas mansas del Río de la Plata, río de oro para ellos.



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