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No hay mal que por bien no venga (Reyes)

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No hay mal que por bien no venga (Reyes)
de Arturo Reyes


Los emigrantes se agolpaban a la proa del enorme trasatlántico que se alejaba del puerto rápido y majestuoso. Antonio el Caravaca, pálido y sombrío, tras posar una mirada triste en los montes que perdíanse lentamente en la radiante lontananza, sentose sobre un rollo de cables embreados, cerró los ojos y transportose de nuevo al perfumado cubril, que abandonaba tal vez para siempre.

Surgió a su evocación el cubril que abandonara y volviole a ver tal como lo viera en el momento de la triste despedida, con su casita blanca, con su cocina de enorme chimenea, junto a la cual, y sentado sobre los haces de tomillo, tantas noches soñara con aquel país tan lejano a donde se dirigía; con su olivar tan agobiado de fruto en los años en que bendecíalo Dios; con su huerto reducido, entre cuyos verdes naranjales tantas veces adornara de azahar los negros rizos de Dolores... ¡Dolores! ¡Qué trabajo que habíale costado al mozo picar el ancla que teníale echada aquella hembra en el corazón! Pero Dolores habíale dado alientos para realizar su hazaña. Dolores no había nacido para vivir y morir entre jarales, para tener que ir por leña al monte, para amasar el pan todos los días, para lavar en los arroyos, para varear los olivos, para en las vendimias pasarse el día cuesta arriba y cuesta abajo con el cuévano a la cabeza. Dolores había nacido, sin duda, con mejores destinos, y él quería que su prima, lo mismo que era la hembra más garrida, fuese la más poderosa de Humaina y los Verdiales: estaba decidido a ello y lo conseguiría con la ayuda de Dios, porque él era trabajador y fuerte, y el país a donde dirigíase era pródigo y generoso para con todos los que llegaban dispuestos a convertir en campos fértiles sus terrenos incultos con el esfuerzo de sus brazos y con el sudor de sus frentes.

Antonio seguía soñando solo en medio de los que con él huían de los patrios lares; seguía soñando y contemplando en su imaginación la imagen de la hembra querida, con su cuerpo bizarrísimo, con su semblante moreno de tez suave y brilladora, de ojos negros y pasionales, de nariz ligera y graciosamente arremangada, de boca algo grande, de labios rojos y fragantísimos que dejaban ver casi siempre la dentadura, si algo desigual, tan nítida, en cambio, como la nieve que en invierno matizaba los picachos de la montaña, y viéndola parecíale oír su voz dulce y sonora que le repetía sin cesar:

-¡Ay, Antonio, y qué feliz que yo sería si alguna vez pudiera ser, además del ama de tu presona, el ama del olivar y el ama de los bancales!

Antonio no podía ocultar, recordando aquello, su profunda amargura, que desbordaba en sus ojos oscuros y tristísimos y en su semblante varonil y atezado que un artista andaluz hubiera elegido como el mejor de sus tipos macarenos.

-¿Qué tiées, en qué piensas? -preguntole en aquel instante Juan Galindo, acercándose a él y mirándole con interrogadora expresión.

Antonio levantó la cabeza, miró de hito en hito a su compañero y le repuso, encogiéndose de hombros:

-¡En qué quiées que piense! En lo que me duelen las alas der corazón desde que me faltan en ellas las plumas más prencipales.

-¡Olores! Desde que te farta la Olores, ¿verdá?

-Quién quiées tú que sea sino ella, esa jembra que ha jechao en mi corazón raíces tan jondas que el no vella me está quitando la vía.

-¡Y dale que le da con esa mujer! ¡Pos no parece sino que la Proviencia no jizo más que una! Y aluego que si la Olores...

Y Juan Galindo, no atreviéndose a expresar sin duda lo que sentía, empezó a canturrear con voz ronca y rítmica:

Dolores tiene por cara
la mejor flor de las flores,
mas no tiene el corazón
como la cara Dolores.

Antonio habíase puesto pálido oyendo a su amigo, y cuando éste hubo concluido de cantar la copla, preguntole iracundo:

-¿Y qué me quiées tú dicir con esa copla, Juan Galindo?

Este le repuso con acento irónico:

-Juan Galindo no quiée dicir na; Juan Galindo no quiée asoliviantarte; Juan Galindo no quiée darte ninguna esazón ni que te tires a la mar pa que te coman los peces.

-Pos yo necesito que Juan Galindo ahorita mesmo me diga por qué me ha cantao esa copla, que cuando él me la canta por algo me la habrá cantao.

-Pos de juro que sí, que por algo te la canté, Caravaca.

-¿Y por qué ha sido el cantármela? -insistió éste, mirando a Juan con ojos inquietos y febriles.

-Pus poique me paece a mí que tu Olores te quiere a ti lo que a mí er pachón der cura, que ca vez que me trompieza, si no me muerde, me ladra.

-Pero ¿qué razón tiées tú pa icirme eso y pa pensallo?

Encogiose Juan de hombros, y tras un momento de indecisión, y tras rascarse la nuca, murmuró sordamente:

-Pos la razón que tengo pa decillo y pa pensallo es que una jembra que quiée a un mozo no lo rempuja pa que se vaya a la Argentina, como a ti te ha venío arrempujando la Olores.

-¿Y no es más que ése el motivo que tiées tú pa pensar mal de mi jembra?

-¿Te paece poco, Antoñuelo?

-¡Vaya!, y tan poco como me paece, Juan Galindo.

-Pos allá va otra razón. ¿Tú crees que una jembra a quien le jiede el probeterío, como a ella le jiede, puée poner su voluntá en un probe como tú, que desde que te parió tu madre no has tenío pa mercarle un refajo tan siquiera?

-Pos me parece mu poco entoavía eso que me ices, poique las mujeres cuando le toman estima a un hombre esprecian los ineros, que ya sabes tú lo que ice la copla:

Jesucristo vino ar mundo
probe y sin calor de naide.

-¡También la copla ice que «er dinero es mu bonito, y que al que tiene dinero le llaman el señorito»!

Y Juan dijo la última palabra como si hubiera empezado a padecer de una tartamudez repentina.

-¿Y por qué me dices tú con tanto retintín eso del señorito? -le preguntó a Juan Antonio con sombría y amenazadora expresión.

Juan volvió a encogerse de hombros, volvió a rascarse la nunca y sin parar mientes, al parecer, en el aspecto amenazador de su amigo, le contestó:

-Pos eso te lo digo poique me parece a mí..., me parece a mí que desde la úrtima vez que estuvo en el lagar el hijo del amo, tu Olores te perdió el poquito de apego que te tenía, y poique antes de embarcarme me encargó la señá Tomasa la de la Umbría que te dijera una cosa...

-¿Y qué cosa fue ésa que te encargó que me dijieras la señá Tomasa?

-Pos la señá Tomasa me dijo: «Mía, Juan: cuando el barco esté ya mu lejo, pero que mu lejo de la badía, entonces le dices a Antonio que no sea mucho lo que se apesaumbre por la Olores, que a la Olores la vide yo un día de plática, y de argo más que de plática, con el hijo del amo de su lagar en el Arroyo de las Flores.»

-¡Eso es mentira! -rugió el Caravaca, retando a Juan Galindo con la actitud y con la fulgurante mirada.

-Lo que yo te digo es el Evangelio, Antonio, y lo que me dijo la señá Tomasa es también el Evangelio -exclamó Juan, sosteniendo con la suya, grave y serena, la mirada de su amigo.

Éste, tras algunos instantes de angustioso silencio, inclinó la cabeza. Juan y la señá Tomasa decían, sin duda, la verdad. Ya aquello mismo que le decía su amigo había empezado él a sospecharlo en el momento de la despedida, en aquel momento en que mientras él se afanaba en dominar su tremenda congoja, Dolores se pasaba el pico del delantal por los ojos, no humedecidos por una lágrima siquiera.

-Vamos, Antonio -díjole Juan con acento cariñoso-, no hay que pensar más en eso; los hombres tenemos que ponerles bozales a la pena y ser hombre, y sobre to que una ristra de mujeres no vale lo que un grillo carbonero.


II

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La mañana era espléndida: una brisa fresca y saturada de olores montesinos agitaba mansamente los chopos y algarrobos copudísimos, que brindan acá y acullá en la carretera sombra bienhechora al caminante en los ardientes meses del estío; el sol empezaba a dorarlo todo con sus raudales de luz; brillaba el cielo con su azul más radiante; lucía el ambiente su más pura transparencia; las lluvias recientes habían llenado de húmedos verdores las vertientes de las montañas y los pintorescos arroyos por los que las aguas destrenzábanse cristalinas por entre rocas limpísimas, verdes juncales y macizos de adelfas coronados de flores carmesíes.

Jinete en un caballo de poderosa alzada y típica montura llegó a la venta del tío Antón el Corrales, Antoñico el Caravaca. Los quince años transcurridos desde el día en que lo sacáramos a relucir por vez primera habían transformádolo, convirtiéndolo de mozo esbelto, de movimientos tardos y rudos, en hombre de arrogantísima presencia, de sueltos modales y de semblante varonil, en el que se iniciaban las primeras arrugas con que la edad madura pone en derrota el frescor de nuestros años primeros.

Antonio durante todo el camino había contemplado el paisaje con delectación infinita: todo aquello le recordaba sus años juveniles y le recordaba a Dolores, a aquella hembra por complacer a la cual abandonara un día ya muy remoto la patria. Ya de la intensa amargura que pusiera en su pecho la traición de la mujer querida no quedaba en él rencor alguno: su buena suerte en América, su trabajo recompensado, ofició sin duda para con sus heridas de bálsamo consolador, y al poco tiempo, al pensar en el ídolo, ya roto y polvoriento, murmuraba indiferente:

-¡En medio de to no hay mal que por bien no venga!

Cuando hubo llegado a la venta detuvo el paso de su noble cabalgadura delante del ventero, el cual, posando en él sus ojillos grises como si quisiera reconocerle, le dijo correspondiendo a su saludo:

-Venga con Dios su mercé y mande su mercé toíto cuanto quiera.

Antonio saltó ágilmente del caballo y, dirigiéndose al tío Antón, díjole sonriente:

-Por lo pronto, lo que yo quisiera era darle a usté catorce pares de abrazos.

Abrió el ventero desmesuradamente los ojos, y

-Por vía e la Virgen de la ermita, si a mí me parece que yo conozco a su mercé.... que su mercé es...

-El mismo, tío Antón: Antoñico el Caravaca -exclamó éste alegremente interrumpiendo al anciano.

-¡Pero es posible, camará, pero es posible!

Media hora después, cuando nuestro héroe volvió a montar en su caballo, llevaba aprendido de labios del tío Antón todo cuanto deseaba conocer de la vida de Dolores: cómo la liviana pasión de ésta con el hijo del amo del lagar de Pizarrozo había tenido por resultante un rapaz, a la sazón un chavalete alto y espigado como un pino; cómo a la muerte de sus tíos -su único amparo en su desventura- había tenido que trabajar para ella y para su hijo en el lagar de los Puchetas; cómo envejecida, además de por el tiempo, por la lucha había perdido todos sus encantos, y cómo ya aquella imagen que aún de vez en cuando surgía de entre sus recuerdos gallarda y tentadora no era más que una hembra de cuerpo duro y filamentoso, de semblante renegrido y aviejado, incapaz de despertar un solo pensamiento de amor, y sí sólo una compasión infinita.

Por boca del ventero supo también cómo a fuerzas de súplicas había conseguido arrendar el lagar de Miraflores y cómo en compañía de su hijo vivía en él luchando a brazo partido por sacar del reducido terruño con qué pagar la excesiva renta y lo indispensable a la vida.

-¿Entonces no vas ya a jacelle la visita a la Olores? -preguntó el ventero a Antoñico, al par que acariciaba con su mano renegrida y huesosa las redondas ancas del caballo.

-No. ¿Pa qué? Ya le he dicho a usté que yo volveré por aquí dentro de unos días, y entonces usté me hará un favor. Pero tan y mientras no quiero yo que ella sepa ni una palabra de mi regreso de América.

-Descudia, hombre, descudia, que ya sabes tú que yo pa eso de guardar un secreto soy yo más jondo que un barranco.

-Pues hasta otro día, agüelito.

-Ve con Dios, mozo güeno, y que la Malena te guíe.

Y el viejo plantose en mitad del camino hasta perder de vista al Caravaca, que aléjase al rápido trotar de su caballo por la, en aquellos instantes dorada por el sol, empinada carretera.


III

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El tío Antón, sentado en la puerta de su casa, recostado contra el quicio, entreteníase en tejer rápidamente una tomiza, cuando deteniendo delante de él el paso de su mula exclamó el señor Juan el Cachetina:

-¡A la pa e Dios, caballero!

-¡Hola, Cachetina! ¡Bien venío!

-¿Se podrá tomar aquí hoy un vaso der seco sin tener que dir endispués en busca del méico?

-Eso según y como, poique como yo soy hombre de concencia, yo le doy a ca uno lo que ca uno se merece.

-Pus por la mesma razón te voy yo a dar a ti un crugío que te va a parecer veinte y cuatro por lo menos.

El tío Antón sonrió socarronamente y simuló de modo maravilloso un formidable estornudo.

-Jesús, María y José -exclamó con cómica gravedad el Cachetina, al par que ataba el ronzal del mulo a una de las grandes estacas que sostenían el emparrado.

-Dios te lo pague -repúsole también gravemente el tío Antón, incorporándose para servir a su amigo.

Momentos después, cuando ya hubo éste apurado el cáliz de solera, preguntole al tío Antón, al par que le ofrecía la enorme petaca que acababa de sacar de la cintura:

-Vamos a ver, mala presona, que estoy yo rabiando por saber si es verdá lo que se ice en er partío, y que es una cosa que tú debes sabella mejor que naide.

-¿Y qué es lo que se ice en er partío?

-Pos en el partío se ice que Antoñico er Caravaca, el hijo de los Zurdos, que Dios tenga en su santa gloria, ha güerto de las Indias cuasi podrío de dinero.

-Pos eso es verdá, y eso lo sé yo de mu güena, pero que de mu güena tinta.

-¿Y sabes tú argo de eso que icen que er Caravaca ha mercao y le ha regalao a la Olores el lagarillo en que vive?

-Tamién eso es verdá, tan verdá que he sío yo el que le llevao la escritura.

-¡Camará, pos me deja tú tonto der to! ¿Conque de ese mo se ha vengao el Antonio de la mala partía de la Olores?

-De ese, de ese mo se ha vengao ese mozo, que tiée un corazón que no cabe en un capacho.

-Pero ¿él qué es lo que dice de la Olores?

-Pos lo que él dice es lo que me dijo a mí, que me dijo la segunda vez que mos vimos: «Tío Antón, usté que es güeno, usté que es durce y serviciá, usté que sabe dalle a ca uno lo que a ca uno le pertenece, me va usté a jacer el favor de dir de parte mía a ver a la probetica Olores».

-¿Y por qué no vas tú a vella en persona? -le pregunté yo.

-Pus poique no quieo jacelle pasar un mal rato. Asina que va usté en nombre mío, y le dice usté en nombre mío que yo le regalo pa su hijo el lagarillo en que vive, y le lleva usté esos papeles en que consta lo que yo digo, y si le jace asco a la cosa y le pregunta a usté que por qué se lo regalo, le dice usté que se lo regalo poique a ella le debo to lo que agencié en América, que por mo de ella me fui a América y que por mo de ella me trompecé cara a cara con la güena fortuna, y que si no hubiera sío por ella no me hubiera dío del lugar, y que si no me hubiera dío a estas horas estaría fijamente comío de gusanos u en Ceuta u en Melilla u en el Peñón de la Gomera.

-Pos mía tú, Antón, ¿sabes tú que el Caravaca tiée pesqui y lao dizquierdo?

-¡Y rumbo y güena sangre y, en fin.... toíto lo que a ti te farta!

-Pos mía, na más que por lo que me cuentas der Caravaca, que me ha gustao, me voy a beber otro cáliz a su salú.

-Y yo me voy a beber otro y otro más, y yo soy el que convía.

Y momentos después chocaban ambos viejos los cálices en que el solera a los rayos ardientes del sol parecía de topacios desleídos.