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Noche de bodas/II

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II

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La comida dió que hablar en el pueblo.

Seis onzas, según cálculo de las más curiosas comadres, debió de gastarse la buena doña Ramona para solemnizar la primera misa del hijo de sus arrendatarios.

Era una satisfacción ver en la casa más grande del pueblo aquella mesa interminable cubierta de cuanto Dios cria de bueno en el mundo, fuera del bacalao y las sardinas, y contemplar en torno de ella una concurrencia tan distinguida. Aquello era todo un suceso, y la prueba estaba en que al dia siguiente saldria en letras de molde en los papeles de Valencia.

En la cabecera estaban el nuevo sacerdote, casi oprimido por las blanduras exuberantes de los otros curas que habian tomado parte en la ceremonia, los padrinos y aquel par de viejecillos que, llorando sobre sus cucharas, se tragaban el arroz amasado con lágrimas. En los lados de la mesa, algunos señores de la ciudad, convidados por doña Ramona y los amigos de la familia, junto con lo más «distinguido» del pueblo, labradores acomodados que, enardecidos por la digestión del vino y la paella, hablaban del rey legitimo y que está en Valencia y de lo perseguida que en estos tiempos de liberalismo se ve la religión.

Era aquello un banquete de bodas. Corna el vino, se alegraba la gente y sonreia la madrina con las bromas trasnochadas de sus compañeros de mesa, aquellas tres moles que desbordaban su temblona grasa por el alzacuello desabrochado y el roce de cuyas sotanas hacia enrojecer de satisfacción a la bendita señora.

El único que mostraba seriedad era el nuevo cura. No estaba triste: su gravedad era producto del ensimismamiento. Su imaginación huia desbocada por el pasado, recorriendo casi instantáneamente la vida anterior.

La vista de todos los suyos, su elevación en aquel mismo lugar, donde habia sufrido hambre; aquel aparatoso banquete, le hacian recordar la época en que la conquista del mendrugo mohoso le obligaba a recorrer los caminos, capazo a la espalda, siguiendo a los carros para arrojarse ávidamente como si fuese oro, sobre el reguero humeante que dejaban las bestias.

Aquella habia sido su peor época, cuando tenia que gemir y alborotar horas enteras para que la pobre madre se decidiera a engañarle el hambre, nunca satisfecha, con un pedazo de pan guardado con misera previsión.

La presencia de Toneta, aquel moreno y gracioso rostro que se destacaba al extremo de la mesa, evocaba en el cura recuerdos más gratos.

Veiase pequeño y haraposo en el huerto de la siñá Tona, aquel hermoso campo cercado de encañizadas, en el que se cultivaban las flores como si fuesen legumbres. Recordaba a Toneta, greñuda, tostada, traviesa como un chico, haciéndola sufrir con sus juegos, que eran verdaderas diabluras, y después el rápido crecimiento y el cambio de suerte; ella a Valencia todos los dias, con sus cestos de flores; y él al Seminario, protegido por doña Ramona, que en vista de su afición a la lectura y de cierta viveza de ingenio, quena hacer un sacerdote de aquel retoño de la miseria rural.

Luego venian los dias mejores, cuyo recuerdo parecia perfumar dulcemente todo su pasado.

¡Cómo amaba él a aquella buena hermana que tantas veces le habia fortalecido en los momentos de desaliento!

En pleno invierno salia de su barraca casi al amanecer camino del Seminario.

Pendiente de su diestra, en grasiento saquillo, lo que entre clase y clase habia de devorar en las alamedas de Serranos; medio pan moreno con algo más que, sin nutrirle, engañaba su hambre; y cruzado sobre el pecho, a guisa de bandolera, el enorme pañuelo de hierbas envolviendo los textos latinos y teológicos que bailoteaban a su espalda como movible joroba. Asi equipado pasaba por frente al huerto de la siñá Tona, aquella pequeña alqueria blanca con las ventanas azules, siempre en el mismo momento que se abria su puerta para dar paso a Toneta, fresca, recién levantada, con el peinado aceitoso y llevando con garbo las dos enormes cestas en que yacian revueltas las flores mezclando la humedad de sus pétalos.

Y juntos los dos, por atajos que ellos conocian, marchaban hacia Valencia, que, por encima del follaje de la alameda, marcaba en las brumas del amanecer sus esbeltas torres, su Miguelete rojizo, cuya cima parecia encenderse antes que llegasen a la tierra los primeros rayos del sol.

¡Qué hermosas mañanas! El cura, cerrando los ojos, veia las oscuras acequias con sus rumorosos cañaverales; los campos con sus hortalizas que parecian sudar cubiertas de titilante rocio; las sendas orladas de brozas con sus timidas ranas, que, al ruido de pasos, arrojábanse con nervioso salto en los verdosos charcos; aquel horizonte que por la parte de mar se incendiaba al contacto de enorme hostia de fuego; los caminos desde los cuales se esparcia por toda la huerta chirrido de ruedas y relinchos de bestias; los fresales que se poblaban de seres agachados, que a cada movimiento hacian brillar en el espacio el culebreo de las aceradas herramientas, y los rosarios de mujeres que con cestas a la cabeza iban al mercado de la ciudad saludando con sonriente y maternal ¡bon dia! a la linda pareja que formaban la florista garbosa y avispada y aquel muchachote que con su excesivo crecimiento parecia escaparse por pies y manos del trajecillo negro y angosto que iba tomando un sacristanesco color de ala de mosca.

El matinal viaje era un baño diario de fortaleza para el pobre seminarista que, oyendo los buenos consejos de Toneta, tenia ánimos para sufrir las largas clases; aquella inercia contra la que se rebelaba su robustez, su sangre hirviente de hijo del campo y las pesadas explicaciones, en cuyo laberinto penetraba a cabezadas.

Separábanse en el puente del Real: ella, hacia el mercado en busca de su madre; él, a conquistar poco a poco el dominio de las ciencias eclesiásticas, en las cuales tenia la certeza de que jamás llegaria a ser un prodigio. Y apenas terminaba su comida en las alamedas de Serranos, en cualquier banco compartido con las familias de los albañiles, que hundian sus cucharas en la humeante cazuela de mediodia, Visantet, insensiblemente, se entraba en la ciudad, no parando hasta el mercadillo de las flores, donde encontraba a Toneta atando los últimos ramos y a su madre ocupada en recontar la calderilla del dia.

Tras estos agradables recuerdos, que constituian toda su juventud, venia la separación lenta que la edad y la divergencia de aspiraciones habian efectuado entre los dos. No en balde crecian en años y no impunemente sometia él al estudio su inteligencia virgen y pasiva.

En la última parte de su carrera comenzó a sentir con vehemencia el fervor profesional. Entusiasmábase pensando que iba a formar parte de una institución extendida por toda la Tierra, que tiene en su poder las llaves del cielo y de las conciencias; le enardecian las glorias de la Iglesia, las luchas de los Papas con los reyes en el pasado y la influencia del sacerdote sobre el magnate en el presente. No era ambicioso, no pensaba ir más allá de un modesto curato de misa y olla; pero le satisfacia que el hijo de unos miserables perteneciese con el tiempo a una clase tan poderosa, y mecido por tales ilusiones, se entregó de lleno a la vocación que iba a sacarle del subsuelo social.

Cuando no estaba en Valencia en el Seminario, prestaba en Beni-maclet funciones de sacristán, y llegó a ser hombre sin sentir apenas el despertar de la virilidad en su vigorosa complexión.

Su voluntad de campesino tozudo anulaba las exigencias de su sexo, que le causaban horror, teniéndole como tentaciones del Malo. La mujer era para él un mal, necesario e imprescindible para el sostenimiento del mundo: «la bestia impúdica» de que hablaban los santos padres.

La belleza era amenazante monstruosidad; temblaba ante ella poseido de repugnancia y sordo malestar, y sólo se sentia tranquilo y confiado en presencia de aquella beldad que, pisando la luna, yergue su cabeza en los altares con arrobadora dulzura. Su contemplación provocaba en el seminarista explosiones de indefinible cariño, y también participaba de éste aquella otra criatura terrenal y grosera a la que él consideraba como hermana.

No era sacrilegio ni mundana pasión, Toneta resultaba para él una hermana, una amiga, un afecto espiritual que le acompañaba desde su infancia; todo, menos una mujer. Y tal era su ilusión, que en aquel momento, entre la algazara del banquete, entornando los ojos, le parecia que se transformaba, que su rostro vulgar y moreno dulcificábase con expresión celestial, que se elevaba de su asiento, que su falda rameada y su pañuelo de pájaros y flores, convertiase en cerúleo manto, lo mismo que en la otra, cuya belleza se ensalza con los más dulces nombres que ha producido idioma alguno...

Pero sintió a sus espaldas algo que le hizo despertar de la dulce somnolencia.

Era la siñá Tona, la madre de la florista, que, abandonando su asiento, venia a hablar con el cura.

La buena mujer no podia conformarse con el nuevo estado del hijo de su amiga. Como buena cristiana, sabia el respeto que se debe a un representante de Dios; pero que la perdonasen, pues para ella Visantet siempre seria Visantet, nunca don Vicente, y aunque la aspasen, no podria menos que hablarle de tú. Él no se ofenderia por eso, ¿verdad? Pues si lo habia conocido tan pequeño..., si era ella quien lo habia llevado de pañales a la iglesia para que lo cristianasen, ¿cómo iba a hacerle tales pamplinas a un chico que consideraba como hijo? Aparte de esta falta de respeto, ya sabia que en casa se le quena de veras. Si no vivieran el tio Bollo y la siñá Tomasa, Toneta y ella eran capaces de irse con él como amas de llaves; pero, ¡ay hijo mio!, no iba el agua por esa acequia. Aquella chiquilla estaba muertecita por Chimo el Moreno, un pedazo de bruto de quien nadie tenia nada que decir, mejorando lo presente; se querian casar en seguida, antes de San Juan, si era posible, y ella, ¿qué habia de hacer?... En casa faltaba un hombre, el huerto estaba en poder de jornaleros, ellas necesitaban la sombra de unos pantalones, y como el Moreno servia para el caso (siempre mejorando lo presente), la madre estaba conforme en que la chica se casara.

Y la habladora vieja interrogaba con los ojos al cura como esperando su aprobación...

Bueno; pues a «eso» se habia acercado ella... ¿A qué? A decirle que Toneta quena que fuese él quien la casase. ¿Teniendo un capellán casi en la familia para qué ir a buscarlo fuera de casa?

El cura no dudó; le parecia muy natural la pretensión.
Estaba bien: los casaria.