Nubes de estío/Capítulo XXIII
Capítulo XXIII
«... 20 de agosto de 188...
Con lo que se demuestra que le sobraba la razón a mi padre cuando me decía: «no des un solo paso más hacia adelante, porque ese pleito está perdido para ti.» Pero bien sabes tú que no hay reflexión que baste a contener a un hombre cuando ha empeñado en una empresa el arrastrado puntillo. «Bien que para mí esté el pleito perdido» -me decía yo con mis correspondientes esperanzas de equivocarme en el supuesto;- «pero que se me lea la sentencia y se me pongan a la vista todos sus fundamentos.» Y esto fue lo que me movió a asistir a la expedición de ayer al Pipas, y a acercarme a Irene,: y a hablar con ella... ¿Para qué, en definitiva, amigo mío? Para escuchar de su boca, amarrado al poste de un sinnúmero de consideraciones y de respetos humanos, la media docena de claridades que te dejo reproducidas textualmente unos renglones más atrás.
Y ahora me digo, con todos los cosquilleos mortificantes que siguen por ley ineludible de la pícara naturaleza humana a las heridas del amor propio en semejantes descalabros: «¿no tenía yo bastante con lo visto y observado desde que llegué de Madrid para conocer que estaba en lo cuerdo mi padre dándome el consejo que me daba? ¿No se acomodaba ese consejo en todo y por todo a mi modo de pensar? ¿No habíamos convenido los dos en que aún estaba yo a tiempo de hacer una retirada, ya que no muy honrosa, con apariencias de ello, siquiera? ¿No se veía y se palpaba que el arreglito ventajoso de que te hablé desde Madrid no era otra cosa que la caída del estúpido Brezales en el lazo tendido por mi padre a sus vanidades de aceitero rico y sin pizca de educación? ¿No estaba bien a las claras, en la misma actitud azorada y risible de ese zopenco delante de nosotros en cuanto llegamos de Madrid, que se veía solo y desamparado de toda su familia en el negocio que había formalizado con la mía? ¿No declaraban a voces esa soledad y ese abandono la extraña enfermedad de Irene, y las caras de sobresalto, y la sospechosa conducta con nosotros, y particularmente conmigo en la última visita que las hice, de la trastuela de su hermana y de la tarasca de su madre? Pues sabiendo todo esto, ¿qué necesidad tenía yo de agravar mi situación con lo que ayer me ha sucedido? ¿Qué podía decirme Irene de nuevo en la conversación que yo quería tener con ella? Lo único que, para castigo de mi temeridad, me faltaba conocer, -digo mal, comprobar, porque temores de ello, demasiados tenía yo: que no solamente era extraña a los proyectos malogrados, sino que estos proyectos le parecían de mala casta, como si sospechara que eran una explotación innoble de la simplicidad estúpida de su padre por la destreza cortesana del mío... en plata, chico, y la verdad por delante, que sospechaba lo cierto. Porque si así no fuera; si se hubiera tratado de una sencilla y honrada equivocación; si no hubiera entrado en el desacuerdo de Irene una gran dosis de repugnancia y hasta de indignación, otras hubieran sido sus palabras ayer, otra muy distinta y más cortés su conducta conmigo, y la de toda su familia con la mía en los pasados días, en consideración siquiera a la buena amistad que la había guardado hasta entonces.
Esto es, amigo del alma, lo único, relativamente nuevo, que saqué en limpio de mi ligereza de ayer; y esto que te he pintado con la escrupulosa exactitud de un penitente a los pies de su confesor, el estado desastroso en que se halla aquel castillo de prosperidades y venturas que levantamos en Madrid, o más propiamente, que levantó mi padre, sobre las vanidades de un mentecato aspirante a gran persona.
Que lamento el fracaso, dicho te lo dejo y aquí te lo vuelvo a repetir, porque es para lamentado muy hondo y para repetido sin cesar. Dejemos aparte el amor propio con todos sus escozores y mordiscos de cajón; cerremos los ojos al sinnúmero de reflexiones que puede hacerse en un lance como éste un joven distinguido, algo temeroso de los fantasmas del rumor público y de las sonrisas mordaces de la buena sociedad; olvidémonos, y sin gran trabajo por mi parte, de las prendas físicas de Irene, y pongamos el caso a la luz de las personales conveniencias, por lo que toca a las prosaicas necesidades de la vida. Por este lado, hijo del alma, he perdido un premio gordo; pero de la lotería de Navidad; y créeme: por aquí es por donde principalmente me duele el golpe del fracaso. Este hombre, que no tiene chispa de sentido común; que adora y reverencia a mi padre porque le considera como a un ser del otro mundo, y cree y espera en él lo mismo que en la divina Providencia, y aun le supone capaz, si se empeñara en ello, de crear un planeta nuevo para regalo y señorío de las gentes de su raza, es una mina inagotable de dinero. Imagíname a mí, al hijo del semidiós, casado con la hija de ese Pluto irracional; imagíname árbitro y señor de sus larguezas y entusiasmos, con mis desengaños y mis lacras, cansado del mundo chapucero; marchito y extenuado por los placeres de la vida, casi a los umbrales de sus puertas; libre para siempre de tiranos acreedores y de estrecheces asfixiantes; durmiendo tranquilo sin las pesadillas del miedo a despertarme entre los mil apuros de la realidad del día siguiente; con todas mis cuentas saldadas con los hombres sin vergüenza y con las mujeres que jamás la han conocido... la honrada abundancia, el lujo edificante y severo, la vida de familia, el amor de la propia y legítima mujer, buena moza por añadidura... considérame hasta capaz de conformarme con ella sola, y de limitar el campo de mis ambiciones mundanas al sillón del Municipio y a la velita con lazo en las procesiones más solemnes de la Catedral; en fin, considérame redimido de todo género de esclavitudes, y armado para toda la vida; y dime, con la mano puesta sobre tu corazón, si no había en este cuadro motivos para que cegara contemplándole el hombre de más serena vista.
Pues toda esa Jauja que yo daba por mía, con bien fundadas razones, se la ha llevado el demonio de la noche a la mañana en la forma que te he dicho, dejándome, para consuelo de mi desencanto, la carga ya insufrible de mis necesidades y sin una peseta en el bolsillo.
Con los pensamientos empapados en la acidez de estas visiones, volví ayer, de noche ya (porque el rigor de las mareas no se ablanda ni con la impaciencia de las señoras elegantes), de la condenada jira que, por sí sola, resultó una pesadumbre más que regular hasta para los hombres de mejores tragaderas... Además, mi hermana María, que ya de suyo es seca y altanera, no había sabido guardar con las de Brezales todo el comedimiento que me había prometido en casa y yo solicité de ella como un gran favor para salvar las apariencias en público y hacer así menos visible mi descalabro; el zángano de su novio la siguió el humor en esto como en todo, y no alcanzó la travesura y el talento de mi padre, que acudió a los quites en ocasiones bien oportunas, a enmendar las demasías de la futura vizcondesa, agravadas por las torpezas de mi despecho mal disimulado, y por las justas represalias que al cabo tuvieron que tomar las de Brezales... En suma, que el que no se enteró allí de lo que nos estaba pasando, fue porque no quiso, o por ser muy torpe de mirada. Figúrate con qué estómago me arrimaría yo a la mesa del lunch que la juventud elegante de este pueblo nos tenía preparado, en un robledal obscuro y un si es no es pantanoso, con la más distinguida, galante y honrada de las intenciones; con qué gusto escucharía las forzadas ocurrencias de los agradecidos comensales, y a qué me sabrían las payasadas de nuestro incomparable Alhelí, a quien en buena justicia debimos haber arrojado al agua, y la música del Hospicio, que no se hartaba de sonar; y por encima de todo, aquellas interminables horas de espera a que la marea acabara de bajar para que volviera a traernos, a la subsiguiente subida, toda el agua que necesitaba el río para que pudiera salir el vapor del atolladero en que le habíamos metido...
Apenas llegamos al hotel, hablé largo y tendido con mi padre. Le dije lo que me había pasado con Irene, y me respondió que bien merecido me lo tenía por ser tan mentecato como era. Yo le repliqué que bien estaba; pero que no se habían acreditado de muy discretos los que me habían metido en aquel callejón sin salida honrosa para mí. Entendió mi padre la indirecta, y me demostró en pocas palabras que el negocio había sido planteado magistralmente por su parte; y que si se había venido al suelo a lo mejor, consistía en que la insensatez de don Roque era de tal naturaleza, que estaba fuera de todas las previsiones humanas. A esto me callé, porque era cierto... y le pedí dos mil pesetas para salir de los ahogos más perentorios en que me han hundido los azares de la fortuna en estos últimos días... ¡fortuna rencorosa y negra, como jamás lo fue conmigo!... porque un mal nunca viene solo... No me dijo aquí mi padre todo lo que pudo decirme hasta en justicia, porque es hombre que no gusta de perder el tiempo en sermones ociosos con oyentes incorregibles; pero, después de prometerme la mitad de lo que yo le pedía, volvió la conversación hacia la familia Brezales, para recomendarme los mayores miramientos con ella; y tal se explicó, y de tal modo se ensartaban en sus explicaciones los dineros de don Roque, la bondad de su estulticia, nuestras grandes escaseces mientras no cambiaran las cosas... y tan conocido tengo yo a mi ilustre padre, que di como cosa hecha que aquellas chinches de que ya te he hablado y quería él salvar del incendio de nuestra «casa,» han sido un fiero sablazo en el mismísimo testuz de su malogrado consuegro. Pondría la cabeza a que estamos comiendo ya de la sangre del genízaro. Pues mírate tú: me alegraría de que así fuera; porque quien la hace, que la pague; y del lobo, un pelo...
Corriente. Sin acabarse esta conversación, se empeñó otra más acalorada entre nosotros dos y el resto de la familia, que se nos coló por las puertas. Las señoras, que de víspera estaban bien enteradas por mi padre y por mí de la realidad de las cosas, y muy indignadas desde entonces con el atrevimiento de las Brezales, después de lo referido por María de vuelta de la expedición, echaban lumbres. Querían largarse cuanto antes y hacer una salida digna de ellas: sin despedirse, y para Biarritz, por ejemplo. Combatió mi padre lo primero por las razones que yo me sabía bien, y otras muchas que expuso él con gran arte; pero si quiso triunfar, nada más que a medias, en ello, tuvo que rendirse a discreción en lo segundo. En esta pelotera, que fue larga, y retoñaron en boca de mi padre más de dos veces las penurias económicas, que son nuestra sombra por donde quiera que vamos, mi ilustre cuñado no dijo una palabra... y mi madre conjuró a María a que se dejara de remilgos con su novio y le satisficiera cuanto antes los deseos de hacerla baronesa de la Hondonada; porque bien veía lo necesitada que estaba la casa de puntales, y ya iba siendo hora de que cada palo aguantara su vela.
Resumen de todo ello: que levantaremos el campo dentro de tres días, quedándonos en Biarritz nosotros y siguiendo mi padre su viaje hasta París, donde se le aguarda para salvar la patria, y que no me atrevo a asegurarte si las mujeres de mi casa se despedirán a la francesa, o de otro modo que quizás será peor... Por lo que a mí toca, tengo un plan bien formado, y ni Poncio Pilatos me apea de él. Yo no salgo de aquí sin dejar las cosas en su punto correspondiente. Hasta ahora no se me ha oído en este pleito que acabo de perder; y yo, desde los escobazos de ayer, quiero que se me oiga por quien debe oírme. Yo no me había acordado jamás de esa mujer ni del santo de su nombre; y si he llamado a las puertas de su casa, ha sido porque el zopenco de su padre me dijo: «entra, que te están esperando;» y en esta confianza vine... para que se me diera cochinamente con la puerta en los hocicos. ¿Es esto honrado ni disculpable siquiera entre personas decentes? ¿Se me ha dado hasta hoy la más leve explicación de esa incalificable grosería? Lejos de ello, ¿no se me ha negado ayer, con las sequedades de Irene, hasta el derecho de pedirlas?... Pues yo necesito hablar de todo eso, y hablar largo y muy al caso, para que lleve cada cual su merecido; y como no se me permite hacerlo de palabra, he pensado decirlo por escrito y en caliente... En fin, que en cuanto firme esta carta voy a comenzar otra para Irene: nunca mejor que ahora que estoy en vena de escribir y con el rescoldo chisporroteando. Procuraré que no se me corra la pluma, por respeto a las advertencias y particulares fines de mi padre; pero no se me quedará en el tintero nada que deba decirse en defensa de mi causa y para lección de cursis y mentecatos; y si en éstas y otras se me va algo la burra, a mí ¿qué? Lo primero es lo primero; y arda Troya.
Conque, en gracia de este sagrado y peliagudo deber que me reclama, perdona que haga aquí punto, a reserva de continuar de palabra los comentos a esta lamentable historia, tan pronto como tenga el regalado placer de cogerte a tiro de su lengua este malogrado capitalista que te abraza,
NINO.»
«P. D. Se me olvidaba decirte que, según noticia que me dio ayer tarde mi cuñado en ciernes, volviendo del Pipas, anda Irene hace ya tiempo en amorosas inteligencias con cierto gomoso de aquí, un tal Pancho Vila, a quien yo conozco mucho, sujeto algo original y excéntrico... ¿Querrás creer que, lejos de mortificarme la noticia, tuve cierta complacencia en ella? Me parecía que el fracaso me resultaba menos duro de pelar de esa manera que de la otra; porque no es lo mismo llegar tarde que ser echado a puntapiés. Puro sofisma, por de contado; porque el descalabro mío es harto grave para ser curado con paños calientes: tanto valdría el intento de endulzar el amargor del Océano con un terrón de azúcar. También este trapillo saldrá a la colada de mis cuentas con esa huéspeda de los ojos verdinegros... Y agur, que ya se me escapa la pluma de la mano y se va sola hacia el papel que la aguarda para darse un regodeo a todo su gusto.»