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Nuestros hijos: 28

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Acto tercero

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En la biblioteca del señor Díaz. Diarios por todas partes. En las estanterías del frente tres o cuatro filas de grandes libros.

Escena I

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SR. DÍAZ. -(Apareciendo con el Doctor.) Mi doctor, será usted el primer profano que viole los misterios del santuario. Parece esto una redacción de diario ¿verdad?

DOCTOR. -Efectivamente.

SR. DÍAZ. -Pues aquí me he pasado los últimos cuatro años. Es decir, aquí no. Vivía más arriba pero me mudé ayer para ahorrarle a mi secretario, a Mercedes el trabajo de subir escaleras. Mire usted la tarea en que me sorprendió este acontecimiento íntimo, -original coincidencia-. Vea (Señalando un grueso libro de recortes que está sobre la mesa.) «Natalidad ilegítima» «Nuestros hijos naturales» - «Ocultación de la maternidad» - «Infanticidios». Es copiosa la documentación.

DOCTOR. -¿Desde qué punto de vista y con qué criterio procede a la selección de esos documentos?

SR. DÍAZ. -Sería un poco engorrosa la explicación. Un caso práctico. Tomo un diario cualquiera, éste. Veamos. (Ojeándolo) «Vida social»... «Teatros»... «Policía»... ¡Ah... ja! Buscaremos la noticia que nos convenga. Aquí está. «¿Infantidicio?» Este título nunca falta en la crónica policial... Es un horror. (Leyendo) «En la mañana de ayer el conductor de un carro de limpieza pública, Fulano de tal, al volcar un cajón de basura en tal parte, etc... halló el cadáver de una criatura del sexo femenino horrorosamente despedazado». Pues esto va a una sección puramente estadística que llamo el osario infantil. Si la policía -cosa que rara vez ocurre- averigua el probable crimen, yo que tengo clasificadas las posibles causas de la ocultación de la maternidad corto la noticia y la pego debidamente anotada en la sección que le corresponda. Ejemplo al azar de una anotación (Leyendo.) «Existe una ley que prohíbe la matanza de las vacas para que no se extinga nuestra riqueza ganadera. La disciplina social ordena la anulación de las madres y la matanza de los hijos o la matanza de ambos o la anulación de amibos».

DOCTOR. -Pero, señor: Las estadísticas que son cada día más completas, ¿no le ahorrarían tanto trabajo? Los criminalistas y los sociólogos se basan en ella para sus estudios y conclusiones.

SR. DÍAZ. -Allí los tengo. He leído mucho. No los tomo mayormente en cuenta. Mi obra no será de especulación científica. Quiero ofrecerle a la humanidad un espejo en que vea reflejadas sus pasiones, su miseria, sus vicios. Esto hacemos, estos son nuestros crímenes, y por esto y esto nos estamos despedazando.

DOCTOR. -Un libro sentimental.

SR. DÍAZ. -Sí, sentimental, si usted quiere. Un toque de somatén a la clemencia universal. He probado en mí mismo la bondad de mi futura obra, de mi monumental «Enciclopedia del dolor humano». Durante estos cuatro años de lectura razonada y analítica de mis crónicas policiales he ido experimentando la alegría de una renovación de mi ser moral y si no me considero del todo purificado, estoy depurado de prejuicios, y siento desbordarse en mi espíritu la tolerancia y la piedad por mis semejantes.

DOCTOR. -¡Qué original! ¡Qué curioso!

SR. DÍAZ. -¡Oh! Espero, mi doctor, que no me juzgue usted con el criterio vulgar que me atribuye una chifladura sentimental.

DOCTOR. -¡Oh! ¡No!.... ¡No, señor!...

SR. DÍAZ. -Y supongo también que no habrá provocado esta entrevista con el objeto de estudiar el estado de mis facultades mentales.

DOCTOR. -Le aseguro, señor, que no. He obrado por mis cabales y sin propósitos preconcebidos.

SR. DÍAZ. -Porque hay gentes capaces de todo, amigo mío. Nada de extraño tendría, por ejemplo, que mañana mis deudos intentaran hacerme recluir por loco.

DOCTOR. -No lo creo. De ningún modo.

SR. DÍAZ. -(Paseándose un tanto nervioso.) ¡Sí!... ¡Sí!... ¡Locura!... ¡Locura!... Es tan raro... tan extraño... tan anormal que un hombre se sienta bueno... que un hombre tenga amor por sus semejantes... que un hombre se emancipe de la tiranía de los prejuicios... que no hay más remedio que declararlo loco. ¡Loco!... ¡Loco!... (Exaltándose.) Los locos son ellos... ¡Ellos!... Locos trágicos, que se desgarran!...

DOCTOR. -No se exalte, señor Díaz. Puedo asegurarle, que nos hacen falta muchos locos como usted.

SR. DÍAZ. -Muchas gracias. Disimule mi vehemencia Se me ocurrió que bien podría antojársele a los míos atribuir mis actos a insania mental. Pero no ha de suceder. (Pausa). Dígame, doctor. Encuentra bien, muy bien a mi hijita.

DOCTOR. -Su estado no puede ser más favorable, tanto que mi asistencia resulta del todo inoficiosa.

SR. DÍAZ. -¡Quién sabe si no la esperan mayores contrariedades!...

DOCTOR. -No tendrían razón de ser. En todo caso supongo que nada podría ocurrir que le acarreara perturbaciones peligrosas.