Nuestros hijos: 30
Escena III
[editar]ALFREDO. -¿Vas a salir?
SR. DÍAZ. - No.
ALFREDO. -Deseo hablar contigo.
SR. DÍAZ. -Ordena.
ALFREDO. -¿Quieres dejarnos solos, Mercedes?
SR. DÍAZ. -¿Es un secreto?
ALFREDO. -No. Pero no hacen falta testigos.
SR. DÍAZ. -(A Mercedes que hace mutis.) Hija; no te vayas lejos porque este muchacho trae una cara muy siniestra y puedo necesitar tu auxilio... Siéntate. ¿Pendón de paz o pendón de guerra?
ALFREDO. -Depende de ti.
SR. DÍAZ. -Entonces me tranquilizo.
ALFREDO. -Tenemos que hablar muy formalmente. Yo te he respetado siempre he seguido tus consejos, he aceptado tus ideas subordinando las mías muchas veces a la autoridad paterna.
SR. DÍAZ. -Puedes ahorrarte preámbulos. Al grano.
ALFREDO. -Hace cuatro años hiciste abandono de tu familia...
SR. DÍAZ. -No es exacto.
ALFREDO. -Sí. Sin causa aparente renunciaste a participar de nuestra vida. Decías que tu misión había terminado en este hogar.
SR. DÍAZ. -Etc., Etc...
ALFREDO. -Ahora te vuelves a nosotros. ¿A qué? ¿Qué quieres? ¿Qué pretendes?.
SR. DÍAZ. -Nada. Mientras no hice falta me mantuve eliminado. Me presento ahora porque mi autoridad y mi asistencia son necesarias en esta casa.
ALFREDO. -¿Pueden saberse los motivos reales de tu alejamiento? Porque el pretexto es trivial y no convence a nadie.
SR. DÍAZ. -No hay tal pretexto.
ALFREDO. -Bien, entonces, lo diré yo: tú te fuiste enfermo; un desequilibrio nervioso, cualquier cosa, y allá en la mansarda te has dejado rumiar por tu mal durante cuatro años...
SR. DÍAZ. -¡Claro está! Y ahora vengo, loco, a armar una revolución en mi hogar. Pregúntale al doctor Pérez si no acabo de decirle hace diez minutos, que ustedes iban a dudar de mis facultades mentales. Pregúntale.
ALFREDO. -Tus actos no revelan otra cosa.
SR. DÍAZ. -Vamos por partes. Cuáles son esos actos.
ALFREDO. -Lo que has hecho ayer negándote a aceptar la reparación que mandó ofrecer Enrique, lo que has hecho esta mañana sacando en nuestro coche a esa pobre muchacha -en el coche de la familia, a exhibir su impudor en Palermo y por las calles más concurridas, desafiando y provocando a la sociedad agraviada por su falta. Eso acusa más que falta de sensatez desequilibrio mental.
SR. DÍAZ. -En cuanto a lo último tienes razón. Yo no he debido mancillar el coche de la familia haciéndole llevar a una pecadora. Me imagino el rubor de los cojines.
ALFREDO. -No quise decir una sandez. Con ese hecho nos incluías a todos en tu provocación.
SR. DÍAZ. -En cuanto a lo segundo te declaro que mi locura no me ha llevado ni me llevará al crimen de entregar mi hija a los verdugos.
ALFREDO. -Prefieres entregaría a la perdición y al vicio.
SR. DÍAZ. -Todo lo prefiero, antes de consentir en una unión que sería para ella un castigo.
ALFREDO. -Se lo habría merecido en todo caso.
SR. DÍAZ. -Que se lo ha de merecer la pobre criatura que no ha podido mentir ni torturar el instinto.
ALFREDO. -¡Basta, papá! No continúes. ¡No declames más!
SR. DÍAZ. -¡Declamaciones!
ALFREDO. -Nosotros tenemos necesidad de defendernos y defendernos de ti. Nuestro decoro, nuestro porvenir, nuestra tranquilidad, exigen que ese matrimonio se lleve a cabo. Para que nos sigan considerando y respetando necesitamos guardar las formas y salvar las apariencias.
SR. DÍAZ. -(Exaltado.) ¡Ven acá! ¡Ven acá! ¿Qué consiguen con eso? ¿Con salvar las apariencias? Tú y tus hermanos ¿habrán dejado de ser los hermanos de una mujer que violentó la disciplina social? ¿Tu madre habría dejado de ser por eso la mala madre de una hija que ultrajó a su clase? ¿A qué quedamos reducidos, ante el concepto rígido de la moral en vigencia? A una pobre familia, a una desgraciada familia maculada por un delito anti social, delito que, por haberse hecho público, jamás se perdonará. Ya ves que a semejante precio no vale la pena negociar la dicha de tu buena hermana.
ALFREDO. -No discutamos más. No nos convenceremos. Debo decirte que somos demasiado crecidos ya para aceptar sin beneficio de inventario el evangelio de la autoridad paterna. He hablado con mamá y con Laura y hemos determinado hacer valer esta vez nuestro criterio. Es necesario que Mercedes se resigne al desagravio, ¡Es forzoso! Ese casamiento debe llevarse a cabo.
SR. DÍAZ. -¡Pero muchacho! ¡No te acabo de decir que no se realizará!...
ALFREDO. -Se hará. Con tu asentimiento o sin él. Perdona, papá, esta rebeldía, pero tú lo has provocado.
SR. DÍAZ. -¿Sabes quién soy yo? ¡Pues... yo me opongo
ALFREDO. -¡Hay medios de reducir tu oposición!
SR. DÍAZ. -¡Oh, candidez! ¿Haciéndome declarar insano? ¿Anulando mi personalidad civil? ¡Oh! Los locos son ustedes! Te voy a demostrar en el acto que, aún con éxito, el recurso sería contraproducente. (Va a la puerta y llama a voces.) ¡Mercedes! ¡Mercedes!... (Volviéndose.) Interrógala. Preguntále si quiere casarse con el caballerito eso. (Vuelve a llamar.) ¡Mecha! ¡Cuidado con violentarla o injuriarla!...