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Nuestros hijos: 34

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Escena VII

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SRA. DE DÍAZ. -¿Qué ha pasado aquí que están con unas caras tan extrañas?

ALFREDO. -Mi padre acaba de... ordenarme que te pida cuentas del honor de la familia.

SRA. DE DÍAZ. -(Demudada.) ¡Oh, Eduardo!

SR. DÍAZ. -No es verdad, Jorgelina. Este muchacho de tan ofuscado no entiende las cosas a derechas....

ALFREDO. -Eso no te lo permito. Has lanzado un cargo. Sosténlo y pruébalo.

SR. DÍAZ. -¡Bien, bien!. No te alteres. Saldrás con tu gusto. He querido decirle que tú, Jorgelina, me has sido infiel.

SRA. DE DÍAZ. -¡Qué infamia!... ¿Estás en tu juicio, Eduardo? ¡Oh ¡Ya pasa de los límites! ¿Yo?... ¿Yo?... ¿Yo te he sido infiel?

SR. DÍAZ. -Sí, tú. Me has engañado.

SRA. DE DÍAZ. -¡Alfredo! ¡Tu padre está loco...loco!...

SR. DÍAZ. -No lo estoy, señora. Y no insistan en eso porque me veré obligado a...

SRA. DE DÍAZ. -¡Loco de atar!...

SR. DÍAZ. -¡Oh. No!... (Abre un cajón de su escritorio y saca un legajo de cartas.) ¡Atrévase señora, a decir que eso no es suyo!...

ALFREDO. -¡Mamá!...

SRA. DE DÍAZ. -(Se deja caer en una silla.)

SR. DÍAZ. -Me han obligado a ser tan cruel... Pero tenía que defenderme. Si no lo hago así me nombran un tutor... (Pausa prolongada.)

ALFREDO. -¡Oh, qué repulsivo es todo esto!... ¡Qué bajo!. ¡Qué innoble!... Y para ello, para meditar una venganza así, has necesitado recluirte durante cuatro años, preparar el golpe con toda perfidia y acecharnos durante meses y meses esperando el momento en que más pudiera herirnos para descargarlo a mansalva. ¡Qué cobardía!.. ¡A ti es a quien tengo que pedir cuenta de nuestro honor, ahora! ¡A ti! ¡A ti, que has preferido ser verdugo a ser caballero!...

SR. DÍAZ. -Continúa. ¡Desahoga tu corazón, hijo!...

ALFREDO. -!Oh! Si ella ha faltado, tu conducta eclipsa su falta, la purifica. ¡Habla tú! ¡Justifícate si puedes!...

SR. DÍAZ. -No lo intentaré. (Serenamente, después de una larga pausa.) Ustedes habían nacido ya cuando Jorgelina me engañó. Yo la quería mucho y más que a todo adoraba la paz del hogar en que elaborábamos la dicha común. Cuando se me presentó el conflicto pasional no tuve fuerzas para rebelarme. Me acobardó el fantasma de la vindicta social haciendo presa de mis hijos, y a riesgo de pasar por un abyecto, -quien sabe si no sigo siéndolo para mucha gente- apliqué un cauterio a mi herida de amor propio y continué la vida en común como si nada hubiera ocurrido. Lo preferí todo a dejar señalar con un estigma infamante a mis propios hijos. Pasó el tiempo. El episodio había modificado mi concepción de la vida. Ustedes crecían y se educaban en un medio que empezaba a resultarme falso y convencional pero ya era tarde para llevarlos a la realidad. Luego mi mentira y la mentira de todos comenzó a mortificarme. Entonces, huí a la mansarda. Allí habría acabado mis días sin decir una palabra si no sobreviene este accidente de Mercedes que me devuelve a la realidad cruel de la vida.

ALFREDO. -¡Por qué no seguiste callando!

SR. DÍAZ. -¡Ese ha sido el error! ¡Hablar!... Pero no lo hemos perdido todo... ¡Oye, Alfredo! ¡Tú, oye tú, Jorgelina!... Ya que somos dueños de la verdad, ¿por qué no edificamos sobre ella un nuevo hogar?...

ALFREDO. -¡Oh!... ¡No puede ser!... ¡Es tarde!. ¡Además, hemos quedado sangrando!

SR. DÍAZ. -(Después de una honda pausa, a Mecha.) Vamos, Mercedes. Vamos los dos... No, vamos los tres, a formar ese hogar con la verdad de nuestras vidas!... (Se encamina con ella hacia afuera.)


Telón lento