O'Donnell/IX

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Veo que si te subes a la parra de la dignidad -prosiguió Beramendi-, no trepas tan alto como yo creía... Calma, y ojo a los hechos reales. Ponte en el exacto punto de mira, y aléjate del sentimentalismo, que te alteraría las líneas y color de los objetos... Ahora, dando por hecho que trazas en tu existencia la línea gorda de que antes te hablé, establezcamos el sano régimen económico en que de hoy en adelante has de vivir. Para librarte de la usura que en poco tiempo te dejaría sin camisa, es forzoso que levantes un empréstito, en grande, no para salir del día y del mes, sino para salvar definitivamente los restos de tu patrimonio. Entre tú y yo tenemos que buscar un capitalista o banquero que recoja todo el papel emitido por ti en condiciones usurarias, y además te cancele en tiempo oportuno la escritura de retro que en mal hora hiciste a mi hermano Gregorio. De este no esperes piedad ni blanduras, pues aunque él quisiera ser fino y blando, por lo que queda de nativa indulgencia en su corazón, Segismunda no se lo permitiría. Esta es implacable, feroz en sus procedimientos adquisitivos, como lo es en su ambición. Si encontramos el capitalista que quiera salvarte, pactarás con él lo siguiente: tú le entregas todas las fincas de los estados de Loarre y San Salomó, con facultad de vender las que se determinen y de administrar las restantes. Él, al otorgarse la escritura, cancelará las cargas hipotecarias y los créditos pendientes. Tu propiedad inmueble queda en poder suyo hasta la amortización de tu deuda, y en ese tiempo recibirás de él trimestralmente la cantidad que se estipule para que puedas vivir con decoro y modestia, ajustando estrictamente tus necesidades a esa rigurosa medida.

Y ahora digo yo: ¿a qué capitalista debemos acudir? Piensa tú, recorre tus conocimientos; yo pasaré revista en los míos. ¿Qué te parece don José Manuel Collado? De Rodríguez y Salcedo, ¿qué me dices? ¿No eres tú amigo del Duque de Sevillano? Yo lo soy de don Antonio Guillermo Moreno... Cerrajería y Pérez Hernández, me consta que han hecho negocios de esta índole... ¿Quieres que mi suegro y yo hablemos a don Antonio Álvarez y a don Antonio Gaviria, o crees tú que podrás entenderte fácilmente con Casariego? ¿Has pensado en Udaeta, en Soriano Pelayo? ¿Podríamos contar con Zafra Bayo y Compañía, si habláramos a nuestro amigo Adolfo Bayo?

Debo advertirte, para que no te adormezcas en una confianza optimista, que nuestros hombres de dinero no se aventuran en ningún negocio que no vean claro y seguro desde el momento en que se les plantea. Por rutina y por comodidad, van tras las ganancias fáciles, con poco riesgo y sin quebraderos de cabeza. Han tomado el gusto a las gangas que nos ha traído la transformación social; se han acostumbrado a comprar bienes nacionales por cuatro cuartos, encontrándose en poco tiempo poseedores de campos extensos, feraces, y no se avienen a emplear el dinero en operaciones aleatorias de beneficio lento y obscuro. No les censuremos por esto: es condición humana.

Que nuestros ricos están a las maduras y no a las agrias, lo ves palpablemente en que pudieron agruparse y acometer con dinero español empresa tan nacional y útil como el ferrocarril de Madrid a Irún, y se han echado atrás, dejando esta especulación en manos de extranjeros. No sienten estos señores el negocio con espíritu amplio y visión del porvenir: ven sólo lo inmediato, y se asustan de la menor sombra. Carecen de la virtud propiamente española, la paciencia. Verdad que esta virtud no la tenemos más que para el sufrimiento... Otra cosa. Es fácil que un solo capitalista no se atreva solo con tan grande operación, y que se reúnan dos o tres en reata para tirar de ti, pobre carro atascado en los peores baches de la existencia. En fin, sea lo que fuere, tú por tus relaciones, yo por las mías, buscaremos un Creso, entre los pocos Cresos españoles que tengan el sentido de la reconstrucción, en vez del sentido de la destrucción. Porque no lo dudes: un principio negativo les ha hecho ricos... Grandes casas son, levantadas con material de ruinas... Han contratado el derribo de la España vieja. ¿La nueva quién la construirá?».

Sensible al grande afecto que el sermón revelaba, Guillermo manifestó su conformidad con los claros razonamientos de su amigo, y lanzándose con ardor a las primeras iniciativas, pasó revista fugaz a los próceres del dinero. «¿Te parece que desde luego hable yo con Cerrajería?... Y entre tanto, tú tanteas a Collado, a Sevillano... Este me parece el más capaz de comprender la operación y sus ventajas. Sólo una vez he hablado con él. ¿Sabes dónde? En el baile que dio la Montijo para celebrar los días de su hija Paca, a fines de Enero. Pues Miguel de los Santos me presentó a Sevillano, que estuvo conmigo amabilísimo... Tengo idea de que me dijo algo del arrendamiento de los pastos de mis dehesas de Perpellá... Si no me equivoco, sus ganados trashuman de la provincia de Guadalajara a la de Huesca. Luego le he visto dos o tres veces en la calle; nos hemos saludado... Créelo: me resulta respetable este hombre, que de la paja ha extraído el oro».

Quedaron, en fin, los dos amigos en trabajar el asunto cada uno por su lado, y así se hizo, siendo más activo Beramendi que el propio interesado, cuyo espíritu fácilmente se escapaba de las cosas graves para volar hacia las frívolas. La primera noticia de que su amigo gestionaba, la tuvo Aransis una noche en la casa del Duque de Rivas, adonde concurría con preferencia por gusto de la distinción, buen tono y amenidad que allí reinaban. Eran las salas del Duque terreno en que lo mejorcito de las Letras y la flor y nata de la Aristocracia se juntaban, sin que ninguna de las dos Majestades se sintiera humillada ante la otra. Arte y Nobleza hacían allí mejores migas que en ninguna parte, bajo los auspicios del que era Grande de la Poesía y Grande de España, dos grandezas que no suelen andar en un solo cuerpo. La noche de referencia, Guillermo Aransis encontró a Martínez de la Rosa charlando con Romea, y a Escosura con Nocedal, el agua y el fuego. Aquel era, sin duda, el reino de la transacción y de la tolerancia, porque la de Madrigal y la de Monvelle, damas respetabilísimas, celebradas por sus virtudes, alternaban con la Navalcarazo y la Villaverdeja, reputaciones de calidad muy distinta. Molíns, Bretón de los Herreros, Alcalá Galiano y Federico Madrazo, llevaban la representación de las Letras y de la Pintura. Con otros próceres arruinados como él, o en camino de serlo, el de Loarre representaba la Grandeza holgazana, distraída y sin ningún ideal serio de la vida, preparándose a un buen morir, o a un morir deshonroso... Le llamó la Navalcarazo, para decirle secreteando: «Guillermo, ya sé que estás en pourparlers con los capitalistas para el arreglo de tu casa. Me lo ha dicho Collado... Yo ando detrás de Felipe (este Felipe era el Marqués de Navalcarazo) para que haga una cosa semejante; pero nada consigo. Felipe es un hombre imposible... el eterno sonámbulo que dormido tira el dinero, y no despierta sino cuando se le acaba y viene a pedírmelo a mí... Aún estás a tiempo, Guillermo. Entiéndete con esos señores. Me ha dicho Collado que hará el negocio a medias con Udaeta...». Así dijo la dama frescachona, y cuando salían, cogiéndole el brazo, añadió esto: «Vas por buen camino, Guillermo. Luego buscas una heredera rica, aunque sea del ramo de Ultramarinos, y ya eres hombre salvado».

Claramente vio Aransis que Beramendi trabajaba por él. Fue a verle al siguiente día, y juntos visitaron a Collado, quien les dijo que tenía el negocio en estudio y que pronto daría contestación. Pero la respuesta se hizo esperar. Hablaron a Bayo y a Casariego, que de plano rechazaron la proposición, y una noche, ya bien entrada la primavera, hallándose Aransis en casa de Osma, tuvo inesperada noticia de su asunto por otra dama de historia, muy corrida, y de extraordinario y sutil ingenio. Era la Campofresco, a quien la Marquesa de Turgot, Embajadora de Francia, llamaba Madame Diogène, expresando así muy bien el gracioso cinismo de aquella señora que, sin tonel ni linterna, creaba con sus célebres dichos la filosofía mundana más adaptable a la sociedad de aquel tiempo. «Guillermito -le dijo, sentada junto a él a la mesa-, yo le tenía a usted por un loquinario, y ahora resulta que es uno de nuestros primeros razonables. Bien, hijo, bien: así me gustan a mí los hombres. Lo he sabido por Sevillano, que es mi banquero, y hoy estuvo en casa y me preguntó si me parecía bien el negocio. Yo le contesté que sí... Dígame: ¿quién le aconsejó su salvación? De fijo no ha sido la Navalcarazo, ni la Monteorgaz... Apuesto a que ha sido Pepa la Sevillana, que estas de cartilla son las que tienen más talento...». Reían... Madama Diógenes habló de otras cosas.

En efecto: Sevillano estudiaba el asunto, y en tales estudios pasó tiempo largo, con grande impaciencia y desazón del Marqués de Loarre, que cada día se iba hundiendo más, y que, incapaz de parar en firme los estímulos de su vanidad donjuanesca, buscó en Valeria Socobio un enredillo modesto, creyendo, sin duda, que podría sostener su imperio sobre la mujer en condiciones poco dispendiosas. Cansado de esperar el fin de los prolijos cálculos que hacían los aristócratas del dinero, se lanzó a proponer su asunto a otras casas. Habló con Weissweiller y Baüer, los cuales, por conducto del simpático y bondadoso don Ignacio, le dijeron que la cantidad del empréstito no les asustaba; pero que en España no hacían ninguna operación sobre foncière. Tratárase de fondo mobiliario, y llegarían a entenderse. Ya desesperaba el aburrido galán de encontrar su remedio, cuando Collado y Carriquiri unidos formularon unas bases que, si alteraban algo el primitivo proyecto y fijaban condiciones un tantico onerosas, resolvían la cuestión con más o menos ventajas, y el caballero no podía menos de conformarse con ellas. Eran su única esperanza, su salvación infalible, si aseguraba los efectos de la medicina con una perfecta higiene. Empezaron los preparativos, examen de escrituras y ejecutorias, contratos, hipotecas, préstamos, y en ello estaban cuando sobrevino la ruptura entre Espartero y O'Donnell y el derrumbamiento de la situación política. En puerta una nueva revolución, la Milicia Nacional en armas, Baldomeroff rabioso, Leopoldowitch apoyado por Palacio, Palacio decidido a la resistencia, se obscurecían los horizontes, y sobre la sociedad, sobre el Trono mismo y su compañero el Altar, venían tempestades cuyo fragor en lontananza se percibía. Tal fue el motivo del repentino y doloroso desengaño de Aransis, cuando ya creía tener en la mano su regeneración. Collado, a quien vio aquel día en el Congreso, le dijo en tono plácido, que a Guillermo le sonó a Dies irae: «Amigo mío, no podemos hacer nada por ahora. ¡Quién sabe lo que va a venir aquí!... ¿Estallará el volcán?... Yo me temo que estalle... Esperemos».

Ved aquí por qué se presentó aquel día el Marqués de Loarre con tan mohíno rostro y decaimiento del ánimo en casa de Valeria, y por qué relató los graves sucesos políticos con acento de pesimismo fúnebre. Como se ha dicho, Valeria no penetraba la causa de la sombría tristeza de su amigo; Teresita, menos conocedora del mundo que Valeria, pero dotada de mayor perspicacia, no sabía, pero sospechaba; no veía el fondo del abismo, pero algo vislumbraba asomándose a los bordes... No era aquel día el más propio para entretenerse en vanas pláticas con dos mujeres, que no daban pie con bola en nada referente a la cosa pública: desfiló el galán volviéndose al Congreso; de allí pasó a casa de Vega Armijo, ávido de noticias. Por desgracia, estas eran malas, y en todas las bocas aparejadas iban con negros presagios. Comió en casa de Beramendi, y fueron luego juntos al Príncipe, a ver El tejado de Vidrio, linda comedia de Ayala. En el teatro no se hablaba más que de política, de esa política febril y ansiosa, natural comidilla de las gentes en los días que preceden a las grandes agitaciones; fue después al Casino, hervidero de disputas, de informes falsos y verdaderos, de ardientes comentarios, y al retirarse a su casa de la calle del Turco, cuando apuntaba la rosada claridad de la aurora, sintió el hombre lo que nunca había sentido: desdén de sí propio y de su patria. Su pesimismo se concretaba en esta frase que dijo y repitió mil veces, hasta que sus ideas fueron anegadas por el sueño: «Ni ella ni yo tenemos compostura».