O'Donnell/VII
Consecuentes en su fraternal amistad, Valeria y Teresita pasaban juntas días enteros, muy a gusto de ambas, y a gusto también de Manolita Pez, que podía campar sin ninguna traba, y espaciar sus antojos por el libre golfo de la vida matritense, poniendo a su niña bajo la custodia de una señora casada de buena conducta, que era lo prevenido por los cánones sociales. Cumplía Manolita con la moral por lo tocante a su hija, y aliviada quedaba con esto su conciencia para poder cargar con los pecadillos propios. Muchos días almorzaba y comía Teresa con su amiga, y algunas noches también allí dormía, por la inocente causa de volver muy tarde del teatro, y no tener persona mayor y de respeto que tan a deshora la llevase a casa de su madre. Al poco tiempo de esta intimidad, observó la niña de Villaescusa que las atenciones con que Guillermo de Aransis a la señora de Navascués distinguía, iban perdiendo su colorido platónico. Era Teresita una de estas vírgenes que, por asistir demasiado cerca al batallar de las pasiones, están privadas de toda inocencia: no bien ocurridos los hechos, los comprendía y apreciaba en toda su real gravedad, sin asustarse de cosa alguna. Viendo las visitas de Guillermo a horas desusadas, y las salidas extemporáneas de la dama, se hizo dueña de la verdad. Su confianza con Valeria la llevó a una sinceridad ingenua de enfant terrible, y como quien no hace nada, sin asomos de severidad ni dejo malicioso, interrogó a su amiga sobre tan escabrosos particulares. En su acento vibraba un candor que en su alma no existía. Respondiole Valeria con cierto embarazo, empezando diferentes frases que quedaron sin terminar, y concluyó así: «¿Para qué quieres tú más explicaciones?... Estas cosas no las entienden las solteras...».
Saliendo aquel mismo día las amigas al jaleo de tiendas, vio Teresita con asombro que Valeria pagaba cuentas atrasadas, lanzándose a nuevas compras de telas y faralaes de vestir. Generosa y amable, la dama obsequió a su amiga con un corte de vestido para verano, elegantísimo, de extremada novedad y con el más puro sello parisiense, regalándole de añadidura un canesú y un miriñaque de pita de hilo, última novedad. Con sincera gratitud acogió Teresa estos obsequios, y los estimó más porque su madre la tenía bastante desairadita de ropa, con sólo dos trajes nuevos, y uno del año mil, transformado ya tres veces.
No estaba descontenta Teresa en aquellos días, que ya eran de franco Verano, y el conocimiento del enredo de Valeria con Aransis despertaba en ella tanto interés como una novela de las mejores que entonces se escribían. Novela era, viva, de estas que entretienen y no asustan. Personaje de novela le pareció Aransis, guapo, joven, condiciones precisas para la figuración poética, la cual era más grande y sutil por sus maneras exquisitas, y el derroche de dinero que suponían sus trajes, coches y todo el tren de su dorada existencia. Y no fue Guillermo el único personaje novelesco que por entonces mantenía el espíritu de Teresa en continua soñación. Desde los comienzos de Mayo se personaba en los Lunes de Valeria un joven muy guapo, de belleza distinta de la de Aransis, pero no menos atractiva. Era rubio, de azules y dulces ojos, con una barba ideal, de corte y finura semejantes a la de Nuestro Señor Jesucristo, tal como le representan Correggio y Van Dyck. Dominaba en sus pensamientos la melancolía, como en su voz los tonos apacibles. Era extremeño; se llamaba Sixto Cámara. A Teresa cautivó desde el primer día por su conversación fina, por el atrevimiento de sus ideas, y la noble lealtad que su trato, como toda su persona, revelaba. Gozosa le veía llegar a la reunión, y con mayor gozo veía preferencia que por ella mostró desde la primera noche, entrando al poco tiempo por la senda florida del galanteo. Creyó Valeria que en aquel noviazgo sería Teresa más perseverante que en los anteriores, y de ello se alegraba; Manuela Pez, en cambio, no parecía gustosa de que su hija se insinuase con el galán de la barba bonita, y así se lo manifestó con razones de peso, la noche de un lunes, al volver a casa rendidas de tanto charlar y de un poquito de bailoteo.
«Mira, Teresa -le dijo-: te he reñido por tu ligereza en admitir y despachar novios, y ahora, que te veo más sentadita, también te riño, porque das en ser consecuente con uno que no te conviene poco ni mucho. Ya debes decidirte, fijándote en aquellos que puedan sacarte de pobre, y reservando tus despachaderas para los barbilindos que no traen nada de substancia. Los tiempos están malos, vendrán otros peores, y como no te cases con un rico, no sé qué va a ser de ti. Despreciaste al que yo te propuse, Alejandrito Sánchez Botín, y ahora te veo entontecida y acaramelada con el don Sixto, del cual me han dicho que con todo su saber, y su hablar modoso, y su vestir elegante, y su barbita, no es más que un triste pelagatos, con lo comido por lo servido, y los pocos reales que saca de algún periódico. ¿Te parece a ti que es buen porvenir un papel público y las rentas que pueda dar?... Y hay otra cosa: del don Sixto me han dicho que es demagogo. ¿Sabes lo que es esto? Pues tener ideas disolventes, querer derribar el Trono, y puede que también el Altar, y traernos un Gobierno de anarquía, que es, como quien dice, la gentuza. No, hija mía: apártate de esto, y no te me hagas demagoga, la peor cosa que se puede ser. Figúrate el porvenir de un hombre que jamás desempeñará un destino del Gobierno, porque estos no se dan a tales tipos... No des a demagogos, y si me apuras, ni a progresistas, el sí que te piden, pues harías trato con el hambre y la desnudez. Ten juicio y fíjate en alguno que sea resueltamente del partido de O'Donnell, el hombre que muy pronto ha de coger la sartén por el mango... Con que, fuera el don Sixto, o entretenle hasta que venga el bueno... que vendrá, yo te aseguro que vendrá».
Oyó estas razones y sabios consejos Teresita, fingiendo admitirlos como palabra divina; mas en su interior se propuso hacer su gusto, que en esto iba a parar siempre con maestra de tan poca autoridad como su madre. Al día siguiente la llamó Valeria; fue, charlaron... Tratábase de organizar una temporadita en la Granja, donde se divertirían mucho, si la Coronela daba permiso a Teresa para ir con su amiga. Examinaban las dificultades que para esto podían surgir, y la resistencia que había de oponer Manuela si no la invitaban también a ser de la partida, cuando entró Aransis inquieto, y contó que en el Consejo con Su Majestad, aquella mañana, O'Donnell y Escosura habían rifado de una manera solemne y ruidosa. La Reina se decidía por O'Donnell, y Espartero, desairado en la persona del Ministro que representaba su política, había dicho: vámonos. El vámonos, o el yo también me voy del Duque de la Victoria, era una proclama revolucionaria. Si Espartero, apoyado en las Cortes y al frente de la Milicia Nacional, daba a don Leopoldo la batalla, ardería Madrid. Había que desistir del viaje a la Granja mientras no se aclarase el horizonte. No se asustaron la señora y señorita tanto como Guillermo esperaba; antes bien, dijeron que les gustaban las trifulcas, y que si había de venir revolución gorda, viniera de una vez para ver si se quedaban con España los Nacionales, o se quedaba O'Donnell, con su personal de caballeros elegantes, limpios y vestidos a la última moda. Esto era lo más probable y lo más revolucionario, pues la ramplonería y ordinariez debían ser desterradas para siempre de este hidalgo suelo.
Observó Teresa que Aransis no estaba contento, y que las anunciadas revueltas le contrariaban. Sintiendo acaso preferencias por estas o las otras ideas políticas, ¿temía verlas derrotadas en la próxima lucha? Esto no podía ser, pues harto sabían Valeria y Teresita que el ocioso galán, aunque inclinado en su espíritu a las tendencias liberales, era en la práctica un gran escéptico, y no se dignaba empadronar su nombre ilustre en el censo progresista ni en el moderado. Las gloriosas espadas no le llevaban tras sí, y con igual indiferencia veía los resplandores de la de Luchana, de la de Lucena o de Torrejón. Sin duda, el endiablado humor de Aransis provenía de algún contratiempo relacionado con la política por extraños engranajes, pero que no era la política misma. Así lo pensaba Valeria; así también Teresa, que, aunque más talentuda que su amiga, érale inferior en el conocimiento del mundo. Ninguna de las dos penetró el arcano. La Historia lo sabe, y lo revelará, pues no sería Historia si no fuese indiscreta.
Guillermo de Aransis, Marqués de Loarre por sucesión directa, Conde de Sámanes y de Perpellá por su parte en la herencia de San Salomó, era un joven de excelentes prendas, corazón bueno, inteligencia viva; prendas ¡ay! que se hallaban en él ahogadas o por lo menos comprimidas debajo del avasallador prurito de elegancia. Resplandor de la belleza es la elegancia, y como tal, no puede negársele la casta divina; pero cuando al puro fin de elegancia se subordina toda la existencia, alma, cuerpo, voluntad, pensamientos, sobreviene una deformación del ser, horrible y lastimosa, aunque, en apariencia, no caiga dentro del espacio de la fealdad. Dotado de atractivos, hermosa figura, palabra fácil y seductora, no vivía más que para agregar a su persona todos los ornamentos y toda la exterioridad que había de darle brillo y supremacía evidentes entre los individuos de su clase. Exaltado su amor propio, no reparaba en medios para obtener tal supremacía y hacerla indiscutible; sus trajes habían de ser los más notorios por el sello de la personalidad, siguiendo la moda con el precepto sutil de acatarla sin parecerse a los que ciegamente la seguían. Había de ser lo suyo distinto de lo general, sin disonancia, o con sólo una disonancia que, por muy discreta, llevaba en sí la deseada y siempre perseguida superioridad. Se preciaba, o de inventar algo en el arte de vestir, o de ser el primero que importase de los talleres parisienses las formas nuevas, cuidando de presentarlas modificadas por su gusto propio antes que el uso de los demás las generalizara. En todo esto, para que resultase verdadera elegancia, la naturalidad sin estudio alejaba toda sombra de afectación.
A estos primores del vestir seguían los del andar en coche. Muy santo y muy bueno, legítimo a todas luces, es que no salgan a pie los ricos, y que gasten coche para su comodidad, decoro y recreo; pero que se pasen el día ostentando formas y estilos nuevos de carruajes, guiándolos con más trabajo de cocheros que descanso de señores, es un extremo de vanidad rayano en la tontería. El elegante toma con esto un carácter profesional; siente sobre sí la mirada crítica y exigente del público; ha de divertir antes que divertirse; los bonitos caballos de tiro y de silla pregonan su riqueza y buen gusto, y al fin se estima y alaba más la gallardía de sus bestias que la suya propia.
Naturalmente, las vanidades del orden suntuario iban a resumirse y coronarse en la vanidad amorosa. Aransis llegó a creer que uno de los principales fines de la Humanidad era que se prendasen de él todas las mujeres hermosas que en Madrid había. Lo consideraba en ellas como una obligación, y en sí como un cumplimiento de las leyes de su destino. Con todas entraba, alcurniadas y plebeyas, más afortunado tal vez en las zonas altas que en las medias de la sociedad, por venir esta corrupción de arriba para abajo, cosa en verdad que no es nueva en la Historia de los pueblos. Imposible referir todas las proezas de amor con que ilustró su juventud el Marqués de Loarre, y sobre difícil, la estadística sería poco interesante, por carecer estas aventuras, en el prosaico siglo XIX, de la poesía erótica y caballeresca que en edades de más duras costumbres tuvieron. La tolerancia de hecho encubierta con la gazmoñería pública, la flexibilidad moral y el culto frío y de pura fórmula que la virtud recibía, quitaban toda intensidad dramática a las transgresiones de la ley. Salían de los palacios estas historias, sin que al pasar de la realidad a las lenguas, movieran ruidosamente la opinión, ni escandalizaran en grado más alto que el común de los sucesos privados y públicos. Como los pronunciamientos y motines, como las revoluciones a tiros o a discursos por ganar el poder, estas inmoralidades del mundo heráldico iban tomando carácter crónico que apenas turbaba la paz de las conciencias amodorradas.
Si en los amoríos de garbosa vanidad, y en otros de pasional demencia, se iba dejando Aransis vellones de su fortuna, el vellón más grande lo perdió con la Marquesa de Monteorgaz, dama en extremo dispendiosa, con menguada riqueza por su casa. Era un zarzal con tantas púas, que el Marqués de Loarre perdió en él toda su lana. Los estados de Sámanes y Perpellá quedaron como si dijéramos desnudos, en fuerza de hipotecas. No era en total la fortuna de Guillermo de las más altas de la grandeza: podía con ella vivir holgada y noblemente, sujetándose a un orden estrecho de administración. Pero con la vida que llevaba quedaría todo el caudal liquidado en media docena de años. Tarde vio el lion el abismo en que había de caer; pero aún podía salvar una parte del haber patrimonial si se plantaba en firme y ponía un freno a sus desórdenes. Sobre esto le habló con cariñosa severidad un día su amigo Beramendi: tan instructivo fue el sermón, exégesis de aquella sociedad y de otras más próximas a la nuestra, que la Historia se dignó traerlo acá y hacerlo suyo.