O'Donnell/XVI

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Paulo minora canamus, y de otra crisis hablemos, menos resonante que aquella, porque a menor número de personas afectaba, pero no de inferior interés psicológico. Teresa Villaescusa, sin darse cuenta del valor y significado de las palabras, quería desamortización. Si alguna vez oyó hablar de la Ley a su tío don Mariano, en la memoria no le quedó rastro del nombre ni de las ideas que expresaba. Tenía, sí, un sentimiento vago de la detestable petrificación de la riqueza en manos inmóviles, y una visión confusa del remedio de esta cosa mala, el cual no era otro que coger todo aquel caudal, fraccionarlo, repartirlo en mil y mil manos que supieran hacerlo fecundo. No sería propio decir que Teresa pensaba en esto, sino que por su pensamiento a ratos pasaban como sombras de estas ideas, en abstracción completa, sin que con ellas pasaran los términos usuales con que los entendidos y los ignorantes las designaban en aquel tiempo. Menos abstracto era en el alma de Teresita el aborrecimiento de la pobreza. Por las escaseces que había sufrido, o por ingénito gusto de las comodidades y de los goces, la miseria le causaba horror. Egoísta y al propio tiempo magnánima, no quería ser pobre ni que lo fueran los demás: su anhelo era que hubiese muchos ricos, más ricos de los que había, y mayor número de millonarios... pensando, naturalmente, que de todo este bienestar algo le había de tocar a ella.

Y sépase ahora que resuelto el buen Fajardo a sacar a Guillermo del nuevo pantano en que había caído, no perdonó medio para este meritorio fin. El destierro del pródigo, disimulado por una posición diplomática, si no se conseguía por O'Donnell, caído ya, se conseguiría seguramente por Narváez. Pero esto no bastaba, y era forzoso impedir a todo trance que Teresa y Aransis volvieran a unirse. Reteniendo a éste cautivo en la casa de Emparán, obligole a escribir la carta notificando a su amada el definitivo rompimiento. Mas no seguro de los efectos de la epístola, ni confiado en la resignación de la cortesana, determinó abordar ante esta, descaradamente, el delicado asunto. No la conocía; deseaba explorarla y sondear su voluntad. Bien podía suceder que fuese bastante discreta y razonable para prestar su auxilio al salvamento del caballero. Casos de abnegación semejante había en el mundo. Dejando, pues, a su amigo en casa, una mañana, bien custodiado por María Ignacia y D. Feliciano, se fue derecho al bulto, se encaminó a la gruta de la fascinadora ninfa, solicitó verla, accedió la ninfa sin recelo, y poco tardaron en encontrarse sentados vis à vis en la elegante salita.

Sorprendido quedó Beramendi de la tranquilidad con que la hermosa mujer oyó la exposición preliminar, hecha con habilidad pasmosa de explorador. Procurando no causar a su interlocutora la menor ofensa, la trataba como amigo. Guillermo y él eran, más que amigos, hermanos. Teresa se hacía cargo de todo; mostrábase atenta, mirando el caso como medianamente grave en el aspecto moral, gravísimo en el económico. En sus réplicas, mostraba dignidad, aplomo y un interés casi fraternal por Guillermo de Aransis. Cuando Beramendi, alentado por el buen giro que a su parecer tomaba el asunto, hizo a Teresa referencia clara de la situación de su amigo, de sus locuras dispendiosas, de la pérdida de su caudal, del embrollo de sus intereses; cuando le contó que él (el propio Beramendi) había revuelto el mundo por salvar una parte al menos del patrimonio de Loarre y San Salomó; cuando le expuso el contrato con Sevillano y el estado presente de Aransis, que era el de un caballero cautivo de su administrador, y sujeto a una pensión, suficiente para vivir con modestia, cortísima para el vivir grande, con trenes de lujo y la diversión de caballos y mujeres; cuando, por fin, le hizo ver que si Guillermo seguía embarcado con ella, su naufragio era seguro, y no habría de pasar mucho tiempo sin que se viese miserable, degradado, sin dinero y sin dignidad, Teresa palideció, y con arranque dio esta briosa respuesta:

«No siga usted, Marqués... No necesito saber más. Mucho quiero a Guillermo... y por quererle tanto me aterra la idea de que sea pobre. Aunque me esté mal el decirlo, la pobreza me da horror. No la quiero para él ni para mí. Usted me ha convencido de que le favorezco separándome de él. Bien está que vaya de Embajador o cosa así; bien está que no me vea más. Soy la primera en reconocer que no debemos seguir... que él debe irse por un lado, yo por otro... Ya la carta suya, que recibí anoche acompañada de una cantidad muy lucida, me dio que pensar. He dormido mal pensando que Guillermo me dejaba por no poder sostenerme... Marqués, no me asombre usted; no se enfade conmigo, no vea en mí una mujer mala si te digo que me repugna el contigo pan y cebolla. Esto es pura imbecilidad y cosas ridículas que han inventado los poetas para engañar el hambre... No, no: yo quiero a Guillermo, le querré siempre... pero que por mí no se degrade ni se arruine... Queda usted complacido, Marqués. Su amigo y yo hemos roto para siempre... Cuídese usted de que no venga a buscarme, y yo cuidaré de que no me encuentre si acaso viniera...».

Dijo esto último con empañada voz y el consiguiente tributo de ternura y lágrimas. Eran sinceras, pues si su aborrecimiento de la pobreza podía considerarse como primer móvil de tal resolución, detrás o debajo de este sentimiento había también cariño, gratitud y una dulce adhesión al hombre, al caballero... A él debía su libertad, la iniciación en alegrías y goces que le fueron desconocidos; debíale las primicias del bienestar humano, hasta entonces no disfrutado por ella. Por Guillermo se le abrían horizontes tras de los cuales creía vislumbrar espacios de felicidad. Había sido su revelador y el primero que dio realidad a su grande ambición... Bien le quería, sí. Bien merecía el homenaje de sus lágrimas... Dejándolas correr, dijo a Beramendi: «No hay que hablar más, Marqués. En seguidita me marcho, me escondo... No, no voy a casa de mi madre, donde Guillermo daría conmigo si3 en ello se empeñara. Es testarudo; me quiere... Puede usted estar tranquilo. Yo le aseguro que me esconderé bien, y que no volveré a esta casa hasta saber que Guillermo se ha ido a esa Embajada de extranjis... Leeré algún periódico para enterarme. Adiós, adiós... ¡Pobre Guillermo! Pobre, no; no le quiero pobre... que sea feliz, que sea caballero noble, que conserve la dignidad; y usted, tan buen amigo suyo, consuélele... haga porque me olvide. Yo no le olvido, no. Crea usted que Guillermo se pondrá muy triste... ¡Y qué bueno sería que al volver de la Embajada se encontrara su capital sacado de todos esos embrollos, limpio y... En fin, adiós... Dígale usted que me he muerto; no, que me han robado... robado mi persona; que... dígale usted lo que quiera, y ya sabe que tiene en mí una servidora. Adiós, adiós...».

Salió Beramendi encantado de la sinceridad de Teresa, y de la honradez relativa con que proclamaba su afición a las riquezas y su culto del bienestar. Tenía el mérito de decir lo que otros hacen diciendo lo contrario, con hinchadas protestas de falsa delicadeza. Pensó el caballero que su amigo estaba salvado, no contribuyendo poco a tan lisonjero fin el buen sentido de la coima, cualidad rara en esta clase de mujeres. Ya no había más que esperar el cambio de Gobierno para caer sobre Narváez y no dejarle vivir hasta que diera los pasaportes al Marqués de Loarre para una Corte extranjera, cuanto más distante mejor. Y el cambio de Gobierno fue un hecho al siguiente día, tal y como Don Leopoldo el Largo lo había previsto. Doña Isabel, imitando a su señor padre, dispuso que las cosas volvieran al estado que tenían antes de lo de Vicálvaro, declarando nulo todo lo ocurrido en los dos llamados años de dominación progresista. Resultaba que las lamentables equivocaciones de Su Majestad volvían a cometerse, o a constituir la efectiva normalidad política. Los hechos decían que el Gobierno de liberales y progresistas era el verdadero equivocarse lamentablemente, según el Real criterio, y que Isabel II hablaba con su pueblo en lenguaje socarrón, abusando de la contragramática y del maleante aforismo chispero: al revés te lo digo, para que lo entiendas.

Fue la subida de Narváez como un trágala de toda la gente arrimada a la cola, que se preciaba de ser la dueña de nuestros destinos. ¡No era mal puntapié el que la España vieja, momificada en sus rutinas absolutistas e inquisitoriales, daba en semejante parte a la España nueva, tan emperejilada y compuesta entonces con su Justo medio, su Unión de hombres listos y pulcros, y su poquito de Desamortización, para mejorar siquiera el rancho que veníamos repartiendo en el hospicio suelto! Y Narváez entraba como en su casa, tosiendo fuerte y trayéndose cogiditos de la mano, como muestra de liberalismo, a Nocedal, a Pidal y a otros ejusdem fúrfuris. ¡Qué país tan dichoso! ¿Quién duda que hemos nacido de pie los españoles? Apenas enfermamos del dengue revolucionario, sale una Providencia benignísima que Dios destina paternalmente a nuestro remedio, y en dos palotadas corta el mal, y por lo sano, dejándonos como nuevos, en el pleno goce de nuestra barbarie... Y apenas entraron los providenciales al mangoneo político y administrativo, empezó el desmoche oficinesco, y la matanza de empleados de la situación caída, para resucitar a los de la imperante, que venían muertos desde el 54. Todo el elemento progresista, que arrimado estuvo a los pesebres desde aquella fecha de las lamentables equivocaciones, fue arrojado a la calle con menosprecio, y entraron a comer los pobrecitos que no lo habían catado en todo el bienio. Los unionistas, amarrados al presupuesto por O'Donnell, también cayeron con los ilotas del Progreso, y a llenar el inmenso hueco entró la caterva moderada, con alegre alarido de triunfo, como si ejerciera un derecho sagrado. Eran los pobres a quienes se había hecho creer que la bazofia nacional les pertenecía, y que no debía comer de ella ninguna otra casta de hospicianos.

Otra vez el alza y baja de ropa; otra vez el vertiginoso triquitrín de las tijeras de los sastres; otra vez La Gaceta cantando los nuevos nombramientos con grito semejante al de las mujeres que pregonaban los números de la Lotería; otra vez la procesión triunfal de los que subían por las empolvadas escaleras de los Ministerios, y el lúgubre desfile silencioso de los que bajaban. En el coro lastimero y fúnebre de los cesantes, descollaba una voz campanuda que dijo: «¡Cojondrios, ya está aquí la muerte!». Era Centurión recibiendo el oficio en que, con formas de sarcástica urbanidad, se le decía que cesaba... Y el cesar en sus funciones de la Obra Pía, era como suspender las funciones orgánicas de asimilación y nutrición... ¡Comer, comer! De eso se trataba, y toda nuestra política no era más que la conjugación de ese sustancial verbo. El nacional Hospicio no podía mantener a tan grande número de asilados, sino por tandas... Veíase el buen hombre condenado a una nueva etapa de miseria. ¿Por qué, Señor? Porque a nuestra Soberana se le había metido en la cabeza que no debía desamortizar, y el espadón de Loja recogió al vuelo la idea, y con la idea las riendas y el látigo, subiéndose de un brinco al pescante del desvencijado carricoche del Gobierno.

Pues, siguiendo paso a paso la Historia integral, dígase ahora que al tiempo que Isabel de Borbón decía con desgarrada voz de maja: yo no desamortizo, la otra maja, Teresa Villaescusa, gritaba: «juro por las Tres Gracias que a mí nadie me gana en el desamortizar». No usaba esta palabra, ni daba concreta forma a sus atrevidos pensamientos; pero en la rigurosa interpretación de la idea no fallaba la despejada hembra. Aún persistía en su corazón el duelo de Aransis, cuando puso fundamento al nuevo trato de amor con que debía sustituir al trato roto. Base de su criterio en estos graves asuntos era el principio de que la peor cosa del mundo es la pobreza; de que el vivir no es más que una lucha sistemática contra el hambre, la desnudez, la suciedad y las molestias, y partiendo de esto, eligió entre los tres o cuatro individuos que la solicitaron aquel que ofrecía más templadas armas para luchar contra el mal humano. Ya en los últimos días del breve reinado de Aransis, llegó una emisaria con varias proposiciones que no quiso aceptar. Teresa era leal: no cometería una traición por nada de este mundo. Pero sacada, como si dijéramos, a concurso por la abdicación de Guillermo, no quiso precipitarse, sino antes bien hacer el debido examen y selección de candidatos. No tenía prisa; el dinerillo del testamento de Guillermo le permitía tomarse todo el tiempo que fuera menester para elegir con calma. Cuidó en aquel tiempo de dar mayor realce a su belleza, cada día más interesante; coqueteaba graciosamente con los remilgos mejor copiados del modelo de la honradez; acentuaba su gracia, su donosura, hacia la gran señora; se daba un tono fenomenal... La resolución o sentencia vino por fin informada en esta idea: los grandes fardos de riqueza deben ser manoseados y sacudidos con alguna violencia, para que de ellos se desprenda el exceso, que es carga perniciosa; y si no se dejan sacudir, debe quitárseles lo más que se pueda para remedio de los que van sin ninguna carga por estos mundos de Dios. Aligerar a los demasiado ricos es obra meritoria... etcétera... no lo decía así, pero lo hacía.