O'Donnell/XXIII
¡Arriba la Unión Liberal! ¡Viva don Leopoldo! Al fin se ponía el cimiento al edificio político que aliaba las expansiones del espíritu moderno con el recogimiento y la majestad de la tradición. ¡Al poder los hombres de juicio sereno, no extraviados por el proselitismo sectario, ni petrificados en bárbaras rutinas! Entren en la vida pública todos los hombres que al saber de cosas de Gobierno reúnen la distinción y el buen empaque social. Vengan la riqueza y los negocios a desempeñar su papel en la política, y ensánchese la vida nacional con la desvinculación de las comodidades, del bienestar y hasta del buen comer. ¡Abajo la Mano Muerta! Desamorticemos y repartamos, no con violencia revolucionaria, sino con parsimonia y suavidad conservadoras, concordando con el Papa la forma y modo de conciliar los intereses de la Iglesia con los de la sociedad civil. Hágase política sinceramente constitucional y parlamentaria. Venga libertad y venga orden, el orden augusto que engendran las leyes bien meditadas y bien cumplidas. Creemos una poderosa Marina, un Ejército potente dentro de nuestros medios, y con este modo de señalar, Ejército y Marina, pidamos un puesto en la diplomacia europea. Salga de su infancia la ciencia, florezcan las artes y despójense nuestras costumbres de toda rudeza y salvajismo. Seamos europeos, seamos presentables, seamos limpios, seamos, en fin, tolerantes, que es como decir limpios del entendimiento, y desechemos la fiereza medieval en nuestros juicios de cosas y personas. Transijamos con las ideas distintas de las nuestras y aun con las contrarias, y pongamos en la cimera de nuestra voluntad, como divisa, la bendita indulgencia.
Esto decía Beramendi, ardiente propagandista de la Unión, en todas las casas adonde solía ir, que no eran pocas, y extremaba sus entusiasmos y el brío de su declamación en la morada de uno y otro Socobio, don Saturno y don Serafín, a las cuales concurría después de algunos años de absentismo. Con la Marquesa de Villares de Tajo, cada día más talentuda y perspicaz, tenía Fajardo las grandes pláticas de política. Era una persona con quien daba gusto discutir, disputar y aun pelearse, porque conocía muy bien el mundo, y manejaba con igual donosura las ideas propias y las contrarias. Sin abdicar de sus opiniones narvaísticas, ocasionales sin duda, la moruna reconocía la inmensa fuerza con que O'Donnell entraba en campaña, llevando a su lado lo mejor de los dos partidos históricos. Del moderado le seguían nada menos que Martínez de la Rosa, don Alejandro Mon, Istúriz, y otros muchos que estaban ya con un pie dentro de la Unión. Del Progreso había tomado a Prim, a Santa Cruz, a Infante, a don Modesto Lafuente, a Lemery, a don Cirilo Álvarez y otros que vendrían detrás. No tenía O'Donnell perdón de Dios si con tales elementos y la grande autoridad adquirida con su sensato proceder en la oposición, desde el 56 al 58, no realizaba una obra memorable de paz y florecimiento en este país. Pronto se vería si España había encontrado al fin su hombre, o si el que a la sazón la tenía entre sus manos era una figura más que añadir a nuestra galería de fantasmones.
El principal móvil de las asiduidades de Beramendi en las casas de uno y otro Socobio, era que se había impuesto la caballeresca empresa de reconciliar a Virginia con sus padres, trabajosa, descomunal aventura. En Mayo de aquel año, antes del triunfo de la Unión, dio principio a la campaña poniendo cerco a la terquedad de don Serafín, voluntad maciza, baluarte atávico defendido por ideas contemporáneas del Concilio de Trento. La expugnación de esta formidable plaza era difícil; mas no arredraron al gran batallador Beramendi ni la fortaleza de los muros, ni el vigor de las rutinas que los defendían. Con la táctica del sentimiento obtuvo las primeras ventajas, y desde el recinto sitiado se le llamó a parlamentar. Don Serafín y doña Encarnación manifestaron al caballero que perdonarían a Virginia; que estaban dispuestos a reintegrarla en su amor, a recibirla en su casa, ya viniese sola, ya con la añadidura de algún chiquillo, habido en su deshonesta vagancia. Con ella transigían y con el fruto de su vientre, que ya era mucho transigir, sacrificando sus ideas y su recta moral al irresistible amor de padres. Pero jamás, jamás transigirían con él (no le nombraban, no querían saber su nombre); era imposible toda concordia con semejante pillo: antes morir que admitirle al trato de una familia honrada. Para que Virginia pudiese tornar junto a sus padres y estos devolverle su cariño, era menester que el hombre maldito desapareciese, bien por acto de la ley, bien por consentimiento propio, retirándose a un punto lejano, más allá de los antípodas. Dispuestos estaban a subvencionar con fuerte suma la fuga del mil veces maldito ladrón, si este consentía en... Beramendi no les dejó concluir. Virginia deseaba la paz con sus padres; pero por encima de esta paz y de todas las paces del mundo estaba la inefable compañía del hombre que amaba. No había, pues, avenencia si don Serafín y doña Encarnación no se quitaban algunos moños más... Protestaron los señores: bastantes moños habían arrancado ya de sus venerables cabezas; bastante ignominia soportaban... no podían ir más allá.
Rechazado con esta ruda intransigencia, el sitiador se propuso emplear nuevos y más eficaces ingenios de guerra que abatieran la rígida entereza socobiana. Confiado en el tiempo, dejó pasar días esperando las ocasiones favorables que en el curso del verano seguramente se presentarían. El verano del 58 fue alegre, por los chorros de alegría que la subida de la Unión derramó sobre el país reseco. O'Donnell vencía con sólo su nombre y los nombres de los que iban tras él. Creyérase que por la superficie social corría una ola de frescura, de juventud. La limpieza y gallardía de tantos jóvenes, o viejos rejuvenecidos, que subían a oficiar en los altares de la patria con vestiduras nuevas, infundían confianza y evocaban imágenes de bienestar futuro. Anticipaban o descontaban algunos las bienandanzas del porvenir, procurándose corto número de comodidades a cuenta de las muchas que habían de traer los próximos años, y adoptaban el mediano vivir a cuenta del vivir en grande que los horóscopos para todos anunciaban. Fuerza es reconocer que con esta prematura expansión de la vida, obra de los risueños programas de la Unión, se resquebrajó más el ya vetusto edificio de la moral privada, reflejo de la pública. Cundían los ejemplos y casos de irregularidades domésticas y matrimoniales, y se relajaba gradualmente aquel rigor con que la opinión juzgaba el escandaloso lujo de las guapas mujeres que eran gala y recreo de los ricos. Descollaba entre estas Teresa Villaescusa, que en Octubre vino de Andalucía contratada por un rico ganadero de aquel país, tan opulento como sencillo, facha un si es no es torera, y aires de franqueza campechana; obsequioso con todo el mundo, con las hembras galante, según el viejo estilo español, que ordena la frase hiperbólica y el rendimiento sin medida. El hombre quería darse lustre en Madrid, cosa no difícil trayendo dinero fresco: era gran caballista, gran bebedor si se ofrecía, cuentista gracioso, y, en fin, se llamaba Risueño, que es lo mejor que podía llamarse un hombre de sus circunstancias y condiciones.
Caballos bonitos de casta andaluza, rivales en arrogancia de los que inmortalizó Fidias en el friso del Partenón, ostentaba en paseos, calles y picaderos; pero ninguno de sus bellos animales, enjaezados a lo príncipe, igualaba en arrogancia y primor a Teresa, que por entonces apareció en la culminante esplendidez de su hermosura, vestida, para mayor pasmo de los que la veían, con una elegancia tan selecta, tan suya, que difícilmente la superarían las señoras más encopetadas. ¡Vaya con la niña, y qué bien se le había pegado París, en el año que allí tuvo su residencia! Pues viéndola tan reguapa que a los mismos guardacantones enamoraba, y tan bien trajeadita que era el primer figurín de la Villa y Corte, todos decían: esa es la de Salamanca, o el número uno de las de Salamanca, error que se explicaba por no ser Risueño bastante conocido en Madrid. En aquel tiempo, el vulgo señalaba como de Salamanca todo lo superior: las poderosas empresas mercantiles, los cuadros selectos y las estatuas, las mujeres hermosas, los libros raros y curiosos... Homenaje era este que tributaba la opinión a uno de los españoles más grandes del siglo XIX.
Aunque parezca disonante pregonar las virtudes de personas sobre quienes recae la maldición pública, la verdad obliga al historiador a decir que tanto como escandalosa era Teresa caritativa. Tenía medios abundantes de ejercer la liberalidad; su mano no era una hucha, sino ánfora o tonel construido por el mismo que hizo el de las Danaides. Lo que entraba por un lado, no tardaba en salir por otro. Enterada de la miseria en que estaban los Centuriones, les mandó por Manolita lo necesario para vivir, y a su madre encargó que les pusiera en libertad toda la ropa que empeñada tenían. Los dos gabanes de don Mariano, la capa, un pantalón gris perla que lucía en las grandes solemnidades, las mantillas y el traje de seda de doña Celia, salieron del cautiverio. Al principio de su desdicha, repugnaban al buen señor las larguezas y protección de Teresita; pero el rigor mismo del infortunio le hizo bajar la cresta. Estábamos en tiempos de tolerancia, de transacción, pues la Unión Liberal ¿qué era más que el triunfo de la relación y de la oportunidad sobre la rigidez de los principios abstractos? Se transigía en todo; se aceptaba un mal relativo por evitar el mal absoluto, y la moral, el honor y hasta los dogmas, sucumbían a la epidemia reinante, al aire de flexibilidad que infestaba todo el ambiente. Después de remediar a sus tíos, fue la buena moza a visitarles: doña Celia la recibió con lágrimas; don Mariano temblaba y sentía frío en el espinazo oyendo decir a Teresa: «Ya que nadie quiere colocarle a usted, le colocaré yo, tío; yo, yo misma. Entrará usted en la Unión Liberal, cosa muy buena según dicen, y que hará feliz a España librándola del peor mal que sufre, o sea, la pobreza. Créalo usted, don Mariano: todos los Gobiernos son peores si no dan curso al dinero para que corra de mano en mano. El Gobierno que a todos dé medios de comer, será el mejor... Lo que yo digo: desamortizar; coger lo que aquí sobra para ponerlo donde falta... igualar... que todos vivan... ¿Es esto un disparate?... Puede que lo sea por ser mío... En fin, adiós; ánimo, que ya vendrá la buena».
De allí se fue a casa de Leovigildo Rodríguez, donde hizo de las suyas, vistiendo las desnudas carnes de tanto chiquillo, y proveyendo a su alimentación, pues daba lástima ver sus lindas caras macilentas y sus ojos sin brillo. Mercedes no se hartaba de bendecir a su bienhechora, prodigándole los elogios que a su parecer debían halagarla más, los de su belleza y elegancia. Leovigildo, que no tenía escrúpulos, y transigía, no con el mal relativo, sino hasta con el absoluto, le dijo: «¡Por Dios, Teresa! colóqueme usted, que bien podrá hacerlo... y a usted le sobran relaciones... No tiene más que decir: 'esto quiero', para que todos, de O'Donnell para abajo, se despepiten por medir su boca y darle cuanto pida».
En una de las visitas que hizo la Villaescusa a la morada de Leovigildo, que entonces vivía en un piso alto de la calle de Ministriles, supo que en los desvanes de la misma casa se moría de hambre una familia. ¡Morirse de hambre! Esto se dice; pero rara vez existe en la realidad. Subió la guapa mujer y a sus ojos se ofreció un cuadro de desolación que por un rato la tuvo suspensa y angustiada. No había visto nunca cosa semejante: mil veces oyó referir casos de la extremada miseria que en los rincones de Madrid existe. Pero la evidencia que delante tenía, superaba en horror a todos los cuentos y relaciones. Una mujer de mediana edad, apenas vestida, yacía entre pedazos de estera y jirones de mantas, sin alientos ni aun para llorar su desdicha; dos niñas como de ocho y diez años, la una sentadita en un taburete desvencijado, la otra de rodillas arrimada a la pared, se metían los puños en la boca, luego se restregaban con ellos los ojos, exhalando un plañidero quejido sin fin, como ruido de moscardones. Avanzó Teresa, venciendo su terror y repugnancia; la suciedad, la pestilencia ofendían la vista tanto como el olfato. Interrogó a la mujer, observando al verla de cerca que no era bien parecida; pronunció la mujer frases entrecortadas como las que emplean con artificios los que pordiosean en la calle; pero que de la boca de ella salían con el acento de la pura y terrible verdad... «¿No tienen ustedes ningún recurso? -dijo Teresa traspasada de aflicción-. ¿En qué se ocupa usted?... ¿Es que no han comido hoy? ¿No hay ninguna persona caritativa en este barrio?». Respondió la infeliz mujer que personas buenas había, pero ya se habían cansado de socorrerla... No comían sino cuando les llevaba de comer otro desgraciado que con ellos vivía.
-Y ese desgraciado, ¿dónde está?
-Aquí... Mírelo -dijo la medio muerta de hambre, señalando a un hombre que en aquel instante entraba-. Si Tuste nos trae, comemos; si no, lloramos».
El llamado Tuste permanecía junto a la puerta, respetuoso. En una mano tenía la gorra que acababa de quitarse, en otra dos lechugas manidas. «Usted, buen hombre... -dijo Teresa volviendo sus miradas hacia el tal, y encarándose con la figura más desastrada y haraposa que podía imaginarse-. ¿Trae algo que coma esta pobre gente?
-Esto nada más, señora -replicó Tuste mostrando las dos lechugas-. Me las han dado unas vendedoras en la plazuela de Lavapiés...
-¡Valiente porquería! -dijo Teresa, que gustando de mirarlo todo, por repugnante que fuese, examinó de pies a cabeza la facha de Tuste, en quien se reunían los más tristes y desagradables aspectos de la miseria. Lo que se veía de la camisa era la misma suciedad; la chaqueta y calzones, prendas de ocasión que debieron de ser viejísimas antes que él las usara, eran ya jirones de tela mal cosidos, llenos de agujeros y desgarraduras... El calzado lo componían dos zapatos diferentes: el derecho a medio uso; el izquierdo informe, retorcido, suelto de puntos... Observado con rápida vista todo esto, miró Teresa el rostro, y espantada de la suciedad espesa que lo cubría, no pudo distinguir las líneas hermosas, ni la noble expresión que debajo de la inmunda costra6 se escondía. El cabello era una maraña en que no había entrado el peine desde la invención de este instrumento de limpieza. La mugre de toda la cara se hacía más densa metiéndose por los huecos de las orejas; en el cuello de la camisa se apelmazaba el sudor; la tela y la piel se confundían en su morbidez pegajosa. Desgarraduras de la camisa dejaban ver una parte del pecho menos sucia que lo demás, tirando a blanca.
Arrebató Teresa de las manos puercas de Tuste las dos lechugas; sacó de su bolsillo el poco dinero que le quedaba; dio una parte a la mujer, otra al hombre sucio, diciéndole: «Corra usted a la tienda y traiga lo más preciso para que coman hoy; traiga carbón, encienda lumbre...». Y a las niñas acarició, y de ellas y de la que parecía su madre se despidió con estas afectuosas expresiones: «Vaya, no lloren más. Hoy es día de estar contentas, ¿verdad que sí? Tuste les traerá para que almuercen. En seguida que aquí despache, le mandan a mi casa... les dejaré las señas en este papel... Pues que vaya corriendo, y por él recibirán un par de mantas... ropa mía de desecho, y alguna golosina para estas criaturas. Vaya, adiós: alegrarse. Ya no se llora más».