O'Donnell/XXVIII
Se ignora el día, el mes no es seguro... ello pudo ser en Febrero, en Marzo del 59, cuando en todo su apogeo lucía su espléndido plumaje nuevo la Unión Liberal, empollada por el gran O'Donnell. La indecisión de la fecha no quita valor histórico a la comida con que los Marqueses de Villares de Tajo obsequiaron a sus amigos. Estos eran cuatro: el Marqués de Beramendi, Manolo Tarfe, Nocedal y el pomposo Riva Guisando, la première fourchette de Madrid. Asistían también a la comida don Serafín del Socobio y su hija Valeria; pero como el pobre señor estaba medio paralítico, no gustaba de sentarse a la mesa grande, temiendo el desagradable espectáculo que a los convidados daba con su torpeza para el manejo de cuchillo y tenedor. En una estancia próxima le habían puesto una mesita, donde Valeria le acompañaba, le partía la comida cuando era menester, y se la iba metiendo en la boca con tenedor o cuchara.
Bromeaba Eufrasia graciosamente con Guisando, diciéndole que su patriotismo le ordenaba la proscripción de todo estilo francés en su cocina. Mal día le esperaba al gourmet. Afirmaba Guisando que él era internacional, y que adoraba los buenos platos españoles condimentados secundum artem. Dejándose llevar de su galantería, llegó a decir que mantenidos en España los buenos principios gastronómicos de la raza, él sería el primer enemigo de la invasión, y pondría en todas las cocinas una copia en pastaflora del grupo de Daoiz y Velarde. Don Saturno del Socobio, que estaba ya casi lelo, no decía más que: «España es la primera nación del mundo por el valor y por la sobriedad. ¿Qué mayor gloria para un país que vivir sin comer? Los españoles han hecho en ayunas su brillante historia». Apoyó esto Nocedal, diciendo que España no había cultivado nunca las artes que no eran espirituales, y que entre todas las filosofías había preferido el ascetismo, que resuelve de plano y sin quebraderos de cabeza la cuestión de subsistencias. La Economía Política que a la sazón estaba tan en boga, era desconocida de los españoles del gran siglo... La decadencia empezó cuando entraron las ideas económicas... La vida española es, por naturaleza, vida de inspiración, vida de hazañas en la esfera humana, y de milagros en la esfera religiosa... Es España la cristalización del milagro: vivir sin trabajar, trabajar sin comer, comer sin arte y hacer una historia que así revela el poder de las voluntades como el vacío de los estómagos... Con estas paradojas a los comensales entretenía, y corroboraba su fama de decidor agudo.
Beramendi preguntaba si había noticia histórica de cómo se alimentaban el Cid, Nuño Rasura y Laín Calvo, y Guisando afirmó que estos caballeros no comían más que pan y sus derivados; migas o sopas de ajo, caza y cotufas, con lo que se podía componer un excelente Timbale de perdreaux aux truffes... Don Saturno, reiterando su patriotismo, sostuvo que la cocina francesa era una alquimia indecente y una botiquería repugnante, y Tarfe se declaró internacional como Guisando, preconizando la concordia y armonía entre los dos sistemas culinarios, tomando lo bueno de uno y otro para formar lo excelente y superior; vamos, una verdadera Unión Liberal del comer.
¡Unión Liberal! Estas mágicas palabras llevaron la conversación a la comidilla política, que era la más incitante y sabrosa.
«Tiene razón Tarfe -dijo Eufrasia-. ¿Qué es la Unión Liberal más que una mixtura de sistemas gastronómicos?
-Trátase de un sistema político -apuntó Nocedal-, que no tiene más que un dogma, o si se quiere, tres dogmas: comer, comer, comer.
-Trátase, señor don Cándido Nocedal -dijo Tarfe, el más convencido y frenético de los unionistas-, de traer a España la vida nueva y grande, la vida del progreso, de la cultura, y poner fin a la política sectaria y facciosa».
Apoyado por Beramendi, hizo Manolo Tarfe el ardiente panegírico de la Unión y de su creador y jefe don Leopoldo O'Donnell. Con ser profunda la fe del caballero en las excelencias del nuevo partido y en las venturas que al país traería, más que la fe en las ideas le alentaba su amor y respeto al Conde de Lucena y a toda su familia. Por el General tenía verdadera adoración; con tal vehemencia ponderaba su valor, su talento y su sencillez y bondad, que en el Casino solían llamarle O'Donnell el Chico. Provenía más bien este apodo de su estatura, harto menguada en comparación con la de su ídolo, y de su semejanza fisonómica con personas de la familia del General. Era rubio, de azules ojos, simpático, y de hablar expedito y donoso. Rico por su casa, Tarfe quería lucir en el terreno político, y no carecía de bien fundadas ambiciones. Ya era diputado, y con la protección de O'Donnell sería todo lo que quisiese. Su frivolidad y los hábitos de ocio elegante en los altos círculos, o en los pasatiempos y deportes andaluces (pues esta doble naturaleza era en él característica), se iban corrigiendo con el trato de personas graves y con la constante proyección de la seriedad de O'Donnell sobre su espíritu. No era un derrochador como Aransis, ni había llegado al reposo y madurez de juicio del gran Beramendi. Algunos le tenían por cuco, y veían en sus jactanciosas actitudes, dentro de las dos naturalezas, un medio de hacerse hombre y de abrirse camino en la política.
Ameno y fácil hablador, O'Donnell el Chico se disparaba en la conversación, estimulado por su propia facundia y por el agrado con que le oían. Decía la Villares de Tajo que no había caja de música más bonita y menos cansada que Manolo Tarfe, y siempre que a su mesa le tenía, dábale cuerda, variándole al propio tiempo la tocata. Todas las de O'Donnell el Chico iban a parar siempre a la exaltación y apoteosis de la Unión Liberal. Nocedal y don Saturno creyeron que Tarfe deliraba o se ponía peneque cuando le oyeron decir: «Don Leopoldo es el primer revolucionario, porque al par de los derechos políticos para todos los españoles, trae los derechos alimenticios. Viene a destruir la mayor de las tiranías, que es la pobreza. Su política es la regeneración de los estómagos, de donde vendrá la regeneración de la raza. Sin buenos estómagos, no hay buenas voluntades ni cerebros firmes. De Mendizábal acá, nadie ha pensado en que España es un pobre riquísimo, un vejete haraposo, que debajo de las baldosas del tugurio en que vive tiene escondidos inmensos tesoros... Pues O'Donnell levantará las baldosas, sacará las ollas repletas de oro, y con ese oro, que es a más de riqueza talismán, le dará al vejete unos pases por todo el cuerpo, a manera de friegas, devolviéndole la juventud, la fuerza física y mental».
Tronó don Saturno contra esto; Eufrasia y Beramendi rieron; Nocedal, más desdeñoso que indignado, dijo que la figura podía pasar, pero que la idea era detestable y masónica. La palabra Desamortización corrió de boca en boca, y en la de Riva Guisando provocó esta opinión escéptica: «Hágase la prueba... Sáquese del subsuelo un poco de pasta, dénsele las friegas al vejete... véase qué cara pone, y si le entusiasma la idea de recobrar la juventud... Porque si después de desamortizar salimos con que el viejo requiere sus andrajos y clama por que no le quiten de la cara sus benditas arrugas, no hemos hecho nada...».
Y tal alboroto levantaron las ideas de Tarfe, que hasta la salita donde comía don Serafín llegó el eco de los apóstrofes, réplicas duras y burlonas risas. El pobre señor se afligió enormemente cuando Valeria le dijo que hablaban de Mendizábal y de la Mano Muerta, y con la suya, que no estaba muy viva, dio sobre la mesa no pocos golpes, diciendo: «Tarfe masón... Perdónele Dios». Tan excitado se puso, que Valeria pasó al comedor para rogar que se variase la tocata.
«¿Qué hay, hija mía?
-Papá está furioso por lo que dice Manolito Tarfe. Manolito, haga el favor de no ser aquí tan masónico.
-¿Qué ha dicho mi buen amigo don Serafín?
-Que toda política que va contra Dios, es una política infernal.
-No he dicho nada... Valeria, aunque venga usted en clase de inquisidora, nos alegramos de verla.
-No nos abandone, Valeria. Está usted monísima; nos embelesa su rostro; su mirada y su sonrisa nos encantan, aunque vengan cargadas de anatemas y excomuniones».
Halagada en su vanidad por tales piropos, dijo Valeria que no podía separarse de su papá, pero que aprovecharía cualquier ocasión para dar un saltito al comedor y echar un palique con los buenos amigos, siempre que estos prometieran ser muy poquito herejes y muy poquito masónicos. La ocasión para zafarse del cuidado de don Serafín, y campar un rato a sus anchas en el comedor, la determinó Fajardo, que cuando servían el café se fue a tomarlo en compañía del paralítico, relevando a Valeria. Esta voló al comedor, y solos el Marqués y don Serafín, ofrecieron a la Historia una memorable conversación: «Mi noble amigo, de hoy no pasa que usted me dé su conformidad con el plan que le he propuesto para el perdón de Virginia...
-¡Oh, Virginia, hija del alma! -exclamó Socobio lloriqueando, pues en cuanto aquel tema se tocaba, sus ojos eran fuentes.
-¡Hija del alma, dice usted, y no le abre sus brazos!... ¡Hija del alma, y le niega su cariño, le niega el pan!...
-El pan no... Todo el sobrante que hay en casa, que no es poco, será para ella... ¡Hija mía... tan pobre y lactando!... Yo le aseguro a usted que si Virginia criara dentro del santo matrimonio, yo pagaría con gusto las mejores amas asturianas y pasiegas... Pero ella lo ha querido, ella rompió todos los lazos y pisoteó todas las leyes... Castigo de Dios: darás el pecho a tus hijos, porque no tendrás dinero para pagar ama...
-Virginia goza de buena salud, y no necesita alquilar la leche para su hijo. Virginia es la mujer fuerte, la mujer que va derecha por el camino de la vida.
-¡Ay! no, no, Pepe... no me aflija usted más de lo que estoy... Vea, vea cómo corren mis lágrimas... Ya tengo este pañuelo que se puede torcer... Pero traigo otro... y otro. Siempre que salgo de mi casa llevo tres pañuelos, porque me aflijo por la menor cosa y... ya ve usted... Hágame el favor, Pepito, de no disculpar a Virginia ni llamarla mujer fuerte. Podré perdonarla; pero disculparla nunca... Es la mujer débil, la mujer extraviada... Póngame usted más azúcar... me agrada el café dulcesito... Pues no ensalce usted a Virginia, pecadora y adúltera; no la comparemos con este ángel, con mi Valeria, la hija fiel, la hija discreta que ha preferido las asperezas del deber a los deleites de la libertad... Ahí la tiene usted, casada honesta y viuda honestísima, que viudez efectiva, aunque pasajera, es el alejamiento de su marido... Ahí está, firme en sus deberes, intachable en la virtud, ajustando estrictamente su conducta a lo que dice San Dionisio Areopagita acerca de la forma y manera con que han de guardar su recato las viudas. ¿Lo ha leído usted?
-No, señor... Pero sin leer nada de eso, reconozco que Valeria es un modelo de viudas ocasionales y de amantes hijas.
-No tiene más que un defecto, que es su loco devaneo por los muebles elegantes y las cortinas de última novedad... Pero este defecto no atañe a la virtud propiamente, ni la menoscaba. ¡Oh, qué diera yo por que a Virginia no se le pudiera echar en cara otro pecado que el mueblaje suntuoso y el gusto exagerado del vestir a la moda!... Los pecados de Virginia van contra Dios, son la negación de Dios y de su maravillosa obra en la humanidad... Yo lloro esos pecados, querido Pepe; los lloro por ella, y los estaré llorando mientras viva...
-Serénese un poco, don Serafín; tómese su cafetito, que está muy bueno, y sin lloriqueos ni suspiros, deme su conformidad con el proyecto de reconciliación... ¿Quiere que le recuerde las bases? Usted señalará a su hija pensión de alimentos, cantidad razonable, la que le correspondería si no existieran estas discordias... Virginia y su familia vivirán en mi casa; podrán visitarla usted y doña Encarnación a la hora que se determine para encontrarla sola con el chiquillo... ¿No es esto lo tratado?
-Eso es... déjeme que llore... eso y algo más. Viéndome ya tan caduco y de tan torpe andadura, propongo que puedan venir a mi casa Virginia y su nene; pero nunca pretender vivir con nosotros... De su casa de usted vendrán a la mía, y de la mía volverán allá, sin que el hombre en ningún caso les acompañe por la calle...
-Muy bien. Mi mujer o yo nos encargaremos de la traslación... Todo irá bien. Yo he hablado con Ernestito... ya se lo dije a usted ayer. El dulce Anacarsis está en la disposición más conciliadora, y no le importa ni poco ni mucho su mujer. Se hace la cuenta de que Virginia no existe, de que está viudo, situación que le agrada en extremo. No echa de menos el matrimonio, ni tampoco el divorcio, porque si lo hubiera y él recobrara por la ley la facultad de volver a casarse, no lo haría... Con que todo va como una seda, mi querido Socobio, y sólo falta que pongamos en ejecución nuestro convenio lo más pronto posible...
-Sí, pronto... De pensar que veré a Virginia soy un río de lágrimas... ¿Dice usted, Beramendi, que el chiquillo es lindo? Bien podrá ser que haya sacado toda mi cara, mi expresión...
-Paréceme que sí... Usted le verá...
-Y es una bendición que no hable todavía... Me sabría muy mal oírle nombrar a su padre... No sé quién me dijo que el padre es guapo, y yo me resistí a creerlo... Ya sabe usted lo que dice Santo Tomás...
-No me acuerdo.
-Pues dice que nada puede ser bello si no es bueno.
-Hay excepciones... Pero, en fin, dejemos eso...
-Dejémoslo... que, en último caso, la belleza física poco importa y poco vale... La belleza moral es reflejo de la Divinidad... Vea usted reunidas las dos bellezas, la moral y la física, en esta angelical Valeria, ¡ay!... que sería la perfección misma sin esa flaqueza por la futilidad de las consolas, por la absoluta vanidad de los entredoses, y por la frágil opulencia de las porcelanas... Déjeme usted que llore, mi querido Beramendi... mi llanto es una mezcla de alegría y de pena, porque veré junto a mí a mis dos hijitas, la buena y mala, y a ratos, a ratos... me forjaré la ilusión de que las dos son buenas, piadosas, y las querré a las dos lo mismo, lo mismo; y el chiquitín de Virginia me figuraré que es de Valeria, y creeré, como creen los niños, que no lo engendró varón, sino que lo han traído de París... de París, Pepito, para recreo de mis dos hijas y mío. Jugarán ellas, jugaremos todos con él... De París ha venido en una caja con mucho papel picado, como las que recibía Valeria con aquellas lámparas elegantísimas y aquella loza de Sevres, que me costaban un dineral... De París ha venido el niño, sí, sí, y yo estoy muy contento, yo lloro de contento... y le estoy a usted muy agradecido... Beramendi, deme usted un abrazo fuerte, fuerte... y de mi parte este para María Ignacia... Déselo usted bien fuerte, bien fuerte... ¡ay, ay, ay!».