Oráculo manual y arte de prudencia/Aforismos (251-275)
251. Hanse de procurar los medios humanos como si no hubiese divinos, y los divinos como si no hubiese humanos. Regla de gran maestro; no hay que añadir comento.
252. Ni todo suyo, ni todo ajeno: es una vulgar tiranía. Del quererse todo para sí se sigue luego querer todas las cosas para sí. No saben estos ceder en la más mínima, ni perder un punto de su comodidad. Obligan poco, fíanse en su fortuna, y suele falsearles el arrimo. Conviene tal vez ser de otros para que los otros sean de él, y quien tiene empleo común ha de ser esclavo común, o "renuncie el cargo con la carga", dirá la vieja a Adriano. Al contrario, otros todos son ajenos, que la necedad siempre va por demasías, y aquí infeliz: no tienen día, ni aun hora suya, con tal exceso de ajenos, que alguno fue llamado "el de todos". Aun en el entendimiento, que para todos saben y para sí ignoran. Entienda el atento que nadie le busca a él, sino su interés en él, o por él.
253. No allanarse sobrado en el concepto. Los más no estiman lo que entienden, y lo que no perciben lo veneran. Las cosas, para que se estimen, han de costar. Será celebrado cuando no fuere entendido. Siempre se ha de mostrar uno más sabio y prudente de lo que requiere aquel con quien trata para el concepto, pero con proporción, más que exceso. Y si bien con los entendidos vale mucho el seso en todo, para los más es necesario el remonte. No se les ha de dar lugar a la censura, ocupándolos en el entender. Alaban muchos lo que, preguntados, no saben dar razón. ¿Por qué? Todo lo recóndito veneran por misterio y lo celebran porque oyen celebrarlo.
254. No despreciar el mal por poco, que nunca viene uno solo. Andan encadenados, así como las felicidades. Van la dicha y la desdicha de ordinario adonde más hay; y es que todos huyen del desdichado y se arriman al venturoso. Hasta las palomas, con toda su sencillez, acuden al homenaje más blanco. Todo le viene a faltar a un desdichado: él mismo a sí mismo, el discurso y el conorte. No se ha de despertar la desdicha cuando duerme. Poco es un deslizar, pero síguese aquel fatal despeño, sin saber dónde se vendrá a parar, que así como ningún bien fue del todo cumplido, así ningún mal del todo acabado. Para el que viene del cielo es la paciencia; para el que del suelo, la prudencia.
255. Saber hacer el bien: poco, y muchas veces. Nunca ha de exceder el empeño a la posibilidad. Quien da mucho, no da, sino que vende. No se ha de apurar el agradecimiento, que, en viéndose imposibilitado, quebrará la correspondencia. No es menester más para perder a muchos que obligarlos con demasía. Por no pagar se retiran, y dan en enemigos, de obligados. El ídolo nunca querría ver delante al escultor que lo labró; ni el empenado, su bienhechor al ojo. Gran sutileza del dar, que cueste poco y se desee mucho, para que se estime más.
256. Ir siempre prevenido: contra los descorteses, porfiados, presumidos y todo género de necios. Encuéntranse muchos, y la cordura está en no encontrarse con ellos. Ármese cada día de propósitos al espejo de su atención, y así vencerá los lances de la necedad. Vaya sobre el caso, y no expondrá a vulgares contingencias su reputación: varón prevenido de cordura no será combatido de impertinencia. Es dificultoso el rumbo del humano trato, por estar lleno de escollos del descrédito; el desviarse es lo seguro, consultando a Ulises de astucia. Vale aquí mucho el artificioso desliz. Sobre todo, eche por la galantería, que es el único atajo de los empeños.
257. Nunca llegar a rompimiento, que siempre sale de él descalabrada la reputación. Cualquiera vale para enemigo, no así para amigo. Pocos pueden hacer bien, y casi todos mal. No anida segura el águila en el mismo seno de Júpiter el día que rompe con un escarabajo: con la zarpa del declarado irritan los disimulados el fuego, que estaban a la espera de la ocasión. De los amigos maleados salen los peores enemigos; cargan con defectos ajenos el propio en su afición. De los que miran, cada uno habla como siente y siente como desea, condenando todos, o en los principios, de falta de providencia, o en los fines, de espera; y siempre de cordura. Si fuere inevitable el desvío, sea excusable, antes con tibieza de favor que con violencia de furor. Y aquí viene bien aquello de una bella retirada.
258. Buscar quien le ayude a llevar las infelicidades. Nunca será solo, y menos en los riesgos, que sería cargarse con todo el odio. Piensan algunos alzarse con toda la superintendencia, y álzanse con toda la murmuración. De esta suerte tendrá quien le excuse o quien le ayude a llevar el mal. No se atreven tan fácilmente a dos, ni la fortuna, ni la vulgaridad, y aun por eso el médico sagaz, ya que erró la cura, no yerra en buscar quien, a título de consulta, le ayude a llevar el ataúd: repártese el peso y el pesar, que la desdicha a solas se redobla para intolerable.
259. Prevenir las injurias y hacer de ellas favores. Más sagacidad es evitarlas que vengarlas. Es gran destreza hacer confidente del que había de ser émulo, convertir en reparos de su reputación los que la amenazaban tiros. Mucho vale el saber obligar: quita el tiempo para el agravio el que lo ocupó con el agradecimiento. Y es saber vivir convertir en placeres los que avían de ser pesares. Hágase confidencia de la misma malevolencia.
260. Ni será ni tendrá a ninguno todo por suyo. No son bastantes la sangre, ni la amistad, ni la obligación más apretante, que va grande diferencia de entregar el pecho o la voluntad. La mayor unión admite excepción; ni por eso se ofenden las leyes de la fineza. Siempre se reserva algún secreto para sí el amigo, y se recata en algo el mismo hijo de su padre; de unas cosas se celan con unos que comunican a otros, y al contrario, con que se viene uno a conceder todo y negar todo, distinguiendo los términos de la correspondencia.
261. No proseguir la necedad. Hacen algunos empeño del desacierto, y porque comenzaron a errar, les parece que es constancia el proseguir. Acusan en el foro interno su yerro, y en el externo lo excusan, con que si cuando comenzaron la necedad fueron notados de inadvertidos, al proseguirla son confirmados en necios. Ni la promesa inconsiderada, ni la resolución errada inducen obligación. De esta suerte continúan algunos su primera grosería y llevan adelante su cortedad: quieren ser constantes impertinentes.
262. Saber olvidar: más es dicha que arte. Las cosas que son más para olvidadas son las más acordadas. No sólo es villana la memoria para faltar cuando más fue menester, pero necia para acudir cuando no convendría: en lo que ha de dar pena es prolija y en lo que había de dar gusto es descuidada. Consiste a veces el remedio del mal en olvidarlo, y olvídase el remedio. Conviene, pues, hacerla a tan cómodas costumbres, porque basta a dar felicidad o infierno. Exceptúanse los satisfechos, que en el estado de su inocencia gozan de su simple felicidad.
263. Muchas cosas de gusto no se han de poseer en propiedad. Más se goza de ellas ajenas que propias. El primer día es lo bueno para su dueño, los demás para los extraños. Gózanse las cosas ajenas con doblada fruición, esto es, sin el riesgo del daño y con el gusto de la novedad. Sabe todo mejor a privación: hasta el agua ajena se miente néctar. El tener las cosas, a más de que disminuye la fruición, aumenta el enfado tanto de prestarlas como de no prestarlas. No sirve sino de mantenerlas para otros, y son más los enemigos que se cobran que los agradecidos.
264. No tenga días de descuido. Gusta la suerte de pegar una burla, y atropellará todas las contingencias para coger desapercibido. Siempre han de estar a prueba el ingenio, la cordura y el valor; hasta la belleza, porque el día de su confianza será el de su descrédito. Cuando más fue menester el cuidado, faltó siempre, que el no pensar es la zancadilla del perecer. También suele ser estratagema de la ajena atención coger al descuido las perfecciones para el riguroso examen del apreciar. Sábense ya los días de la ostentación, y perdónalos la astucia, pero el día que menos se esperaba, ése escoge para la tentativa del valer.
265. Saber empeñar los dependientes. Un empeño en su ocasión hizo personas a muchos, así como un ahogo saca nadadores. De esta suerte descubrieron muchos el valor, y aun el saber, que quedara sepultado en su encogimiento si no se hubiera ofrecido la ocasión. Son los aprietos lances de reputación, y puesto el noble en contingencias de honra, obra por mil. Supo con eminencia esta lección de empeñar la católica reina Isabela, así como todas las demás; y a este político favor debió el Gran Capitán su renombre, y otros muchos su eterna fama: hizo grandes hombres con esta sutileza.
266. No ser malo de puro bueno. Eslo el que nunca se enoja: tienen poco de personas los insensibles. No nace siempre de indolencia, sino de incapacidad. Un sentimiento en su ocasión es acto personal. Búrlanse luego las aves de las apariencias de bultos. Alternar lo agrio con lo dulce es prueba de buen gusto: sola la dulzura es para niños y necios. Gran mal es perderse de puro bueno en este sentido de insensibilidad.
267. Palabras de seda, con suavidad de condición. Atraviesan el cuerpo las jaras, pero las malas palabras el alma. Una buena pasta hace que huela bien la boca. Gran sutileza del vivir, saber vender el aire. Lo más se paga con palabras, y bastan ellas a desempeñar una imposibilidad. Negóciase en el aire con el aire, y alienta mucho el aliento soberano. Siempre se ha de llevar la boca llena de azúcar para confitar palabras, que saben bien a los mismos enemigos. Es el único medio para ser amable el ser apacible.
268. Haga al principio el cuerdo lo que el necio al fin. Lo mismo obra el uno que el otro; sólo se diferencian en los tiempos: aquél en su sazón y éste sin ella. El que se calzó al principio el entendimiento al revés, en todo lo demás prosigue de ese modo: lleva entre pies lo que había de poner sobre su cabeza; hace siniestra de la diestra, y así es tan zurdo en todo su proceder. Sólo hay un buen caer en la cuenta. Hacen por fuerza lo que pudieran de grado; pero el discreto luego ve lo que se ha de hacer, tarde o temprano, y ejecútalo con gusto y con reputación.
269. Válgase de su novedad, que mientras fuere nuevo, será estimado. Aplace la novedad, por la variedad, universalmente; refréscase el gusto y estímase más una medianía flamante que un extremo acostumbrado. Rózanse las eminencias, y viénense a envejecer; y advierta que durará poco esa gloria de novedad: a cuatro días le perderán el respeto. Sepa, pues, valerse de esas primicias de la estimación y saque en la fuga del agradar todo lo que pudiera pretender; porque si se pasa el calor de lo reciente, resfriaráse la pasión, y trocarse ha el agrado de nuevo en enfado de acostumbrado, y crea que todo tuvo también su vez, y que pasó.
270. No condenar solo lo que a muchos agrada. Algo hay bueno, pues satisface a tantos; y, aunque no se explica, se goza. La singularidad siempre es odiosa; y cuando errónea, ridícula; antes desacreditará su mal concepto que el objeto; quedarse ha solo con su mal gusto. Si no sabe topar con lo bueno, disimule su cortedad y no condene a bulto, que el mal gusto ordinariamente nace de la ignorancia. Lo que todos dicen, o es, o quiere ser.
271. El que supiere poco, téngase siempre a lo más seguro. En toda profesión; que aunque no le tengan por sutil, le tendrán por fundamental. El que sabe puede empeñarse y obrar de fantasía; pero saber poco y arriesgarse es voluntario precipicio. Téngase siempre a la mano derecha, que no puede faltar lo asentado. A poco saber, camino real; y a toda ley, tanto del saber como del ignorar, es más cuerda la seguridad que la singularidad.
272. Vender las cosas a precio de cortesía, que es obligar más. Nunca llegará el pedir del interesado al dar del generoso obligado. La cortesía no da, sino que empeña, y es la galantería la mayor obligación. No hay cosa más cara para el hombre de bien que la que se le da: es venderla dos veces, y a dos precios, del valor y de la cortesía. Verdad es que para el ruin es algarabía la galantería, porque no entiende los términos del buen término.
273. Comprehensión de los genios con quien trata: para conocer los intentos. Conocida bien la causa, se conoce el efecto, antes en ella y después en su motivo. El melancólico siempre agüera infelicidades, y el maldiciente culpas: todo lo peor se les ofrece, y no percibiendo el bien presente, anuncian el posible mal. El apasionado siempre habla con otro lenguaje diferente de lo que las cosas son; habla en él la pasión, no la razón. Y cada uno, según su afecto o su humor. Y todos muy lejos de la verdad. Sepa descifrar un semblante y deletrear el alma en los señales. Conozca al que siempre ríe por falto, y al que nunca por falso. Recátese del preguntador, o por fácil, o por notante. Espere poco bueno del de mal gesto, que suelen vengarse de la naturaleza estos, y así como ella los honró poco a ellos, la honran poco a ella. Tanta suele ser la necedad cuanta fuere la hermosura.
274. Tener la atractiva: que es un hechizo políticamente cortés. Sirva el garabato galante más para atraer voluntades que utilidades, o para todo. No bastan méritos si no se valen del agrado, que es el que da la plausibilidad, el más práctico instrumento de la soberanía. Un caer en picadura es suerte, pero socórrese del artificio, que donde hay gran natural asienta mejor lo artificial. De aquí se origina la pía afición, hasta conseguir la gracia universal.
275. Corriente, pero no indecente. No esté siempre de figura y de enfado; es ramo de galantería. Hase de ceder en algo al decoro para ganar la afición común. Alguna vez puede pasar por donde los más; pero sin indecencia, que quien es tenido por necio en público no será tenido por cuerdo en secreto. Más se pierde en un día genial que se ganó en toda la seriedad. Pero no se ha de estar siempre de excepción: el ser singular es condenar a los otros; menos, afectar melindres; déjense para su sexo: aun los espirituales son ridículos. Lo mejor de un hombre es parecerlo; que la mujer puede afectar con perfección lo varonil, y no al contrario.