Oración cívica
Dans les douloureuses collisions nous prépare
nécessairement l'anarchie actuelle, les philosophes
qui les auront prévues, seront déjà préparés à y
faire convenablement ressortir les grandes leçons
sociales qu'elles doivent offrir à tous.
A. Comte, Cours de Philosophie Positive. T. VI. 622.
Conciudadanos: En presencia de la crisis revolucionaria que sacude al país entero desde la memorable proclamación del 16 de septiembre de 1810; a la vista de la inmensa conflagración producida por una chispa, al parecer insignificante, lanzada por un anciano sexagenario en el obscuro pueblo de Dolores; al considerar que después de haberse conseguido el que parecía fin único de ese fuego de renovación que cundió por todas partes, quiero decir, la separación de México de la Metrópoli Española, el incendio ha consumido todavía dos generaciones enteras y aún humea después de cincuenta y siete años, un deber sagrado y apremiante surge para todo aquel que no vea en la historia un conjunto de hechos incoherentes y estrambóticos, propios sólo para preocupar a los novelistas y a los curiosos; una necesidad se hace sentir por todas partes, para todos aquellos que no quieren, que no pueden dejar la historia entregada al capricho de influencias providenciales, ni al azar de fortuitos accidentes, sino que trabajan por ver en ella una ciencia, más difícil sin duda, pero sujeta, como las demás, a leyes que la dominan y que hacen posible la previsión de los hechos por venir, y la explicación de los que ya han pasado. Este deber y esta necesidad, es la de hallar el hilo que pueda servirnos de guía y permitirnos recorrer, sin peligro de extraviarnos, este intricado dédalo de luchas y de resistencias, de avances y de retrogradaciones, que se han sucedido sin tregua en este terrible pero fecundo período de nuestra vida nacional: es la de presentar esta serie de hechos, al parecer extraños y excepcionales, como un conjunto compacto y homogéneo, como el desarrollo necesario y fatal de un programa latente, si puedo expresarme así, que nadie había formulado con precisión pero que el buen sentido popular había sabido adivinar con su perspicacia y natural empirismo; es la de hacer ver que durante todo el tiempo en que parecía que navegábamos sin brújula y sin norte, el partido progresista, al través de mil escollos y de inmensas y obstinadas resistencias, ha caminado siempre en buen rumbo, hasta lograr después de la más dolorosa y la más fecunda de nuestras luchas, el grandioso resultado que hoy palpamos, admirados y sorprendidos casi de nuestra propia obra: es, en fin, la de sacar, conforme al consejo de Comte, las grandes lecciones sociales que deben ofrecer a todos esas dolorosas colisiones que la anarquía, que reina actualmente en los espíritus y en las ideas, provoca por todas partes, y que no puede cesar hasta que una doctrina verdaderamente universal reúna todas las inteligencias en una síntesis común.
El orador a quien se ha impuesto el honroso deber de dirigiros la palabra en esta solemne ocasión, siente, como el que más, el vehemente deseo de examinar, con ese espíritu y bajo ese aspecto, el terrible período que acabamos de recorrer, y que políticos mezquinos o de mala fe, pretenden arrojarnos al rostro como un cieno infamante para mancillar así nuestro espíritu y nuestro corazón, nuestra inteligencia y nuestra moralidad, presentándolo maliciosamente como una triste excepción en la evolución progresiva de la humanidad; pero que, examinado a la luz de la razón y de la filosofía, vendrá a presentarse como un inmenso drama, cuyo desenlace será la sublime apoteosis de los gigantes de 1810, y de la continuada falange de héroes que se han sucedido, desde Hidalgo y Morelos, hasta Guerrero e Iturbide; desde Zaragoza y Ocampo, hasta Salazar y Arteaga, y desde éstos hasta los vencedores de la hiena de Tacubaya y del aventurero de Miramar.
En la rápida mirada retrospectiva que el deseo de cumplir con ese sagrado deber nos obliga a echar sobre los acontecimientos del pasado, habrá que tocar no sólo aquellos que directamente atañen a los sucesos políticos, sino también, aunque muy someramente, otros hechos que a primera vista pudieran parecer extraños a este sitio y a esta festividad. Pero en el dominio de la inteligencia y en el campo de la verdadera filosofía, nada es heterogéneo y todo es solidario. Y tan imposible es hoy que la política marche sin apoyarse en la ciencia como que la ciencia deje de comprender en su dominio a la política.
Después de tres siglos de pacífica dominación, y de un sistema perfectamente combinado para prolongar sin término una situación que por todas partes se procuraba mantener estacionaria, haciendo que la educación, las creencias religiosas, la política y la administración convergiesen hacia un mismo fin bien determinado y bien claro, la prolongación indefinida de una dominación y de una explotación continua; cuando todo se tenía dispuesto de manera que no pudiese penetrar de afuera, ni aun germinar espontáneamente dentro de ninguna idea nueva, si antes no había pasado por el tamiz formado por la estrecha malla del clero secular y regular, tendida diestramente por toda la superficie del país y enteramente consagrado al servicio de la Metrópoli, de donde en su mayor parte había salido y a la que lo ligaba íntimamente el cebo de cuantiosos intereses y de inmunidades y privilegios de suma importancia, que lo elevaban muy alto sobre el resto de la población, principalmente criolla; cuando ese clero armado a la vez con los rayos del cielo y las penas de la tierra, jefe supremo de la educación universal, parecía tener cogidas todas las avenidas para no dejar penetrar al enemigo, y en su mano todos los medios de exterminarlo si acaso llegaba a asomar; después de tres siglos, repito, de una situación semejante, imposible parece que súbitamente, y a la voz de un párroco obscuro y sin fortuna, ese pueblo, antes sumiso y aletargado, se hubiese levantado como movido por un resorte, y sin organización y sin armas, sin vestidos y sin recursos, se hubiese puesto frente a frente de un ejército valiente y disciplinado, arrancándole la victoria sin más táctica que la de presentar su pecho desnudo al plomo y al acero de sus terribles adversarios, que antes lo dominaban con la mirada.
Si tan importante acontecimiento no hubiese sido preparado de antemano por un concurso de influencias lentas y sordas, pero reales y poderosas, él sería inexplicable de todo punto, y no sería ya un hecho histórico sino un romance fabuloso; no hubiera sido una heroicidad sino un milagro el haberlo llevado a cabo, y como tal estaría fuera de nuestro punto de vista, que conforme a los preceptos de la verdadera ciencia filosófica, cuya mira es siempre la previsión, tiene que hacer a un lado toda influencia sobrenatural, porque no estando sujeta a leyes invariables no puede ser objeto ni fundamento de explicación ni previsión racional alguna.
¿Cuáles fueron, pues, esas influencias insensibles cuya acción acumulada por el transcurso del tiempo, pudo en un momento oportuno luchar primero, y más tarde salir vencedora de resistencias que parecían incontrastables? Todas ellas pueden reducirse a una sola —pero formidable y decisiva— la emancipación mental, caracterizada por la gradual decadencia de las doctrinas antiguas, y su progresiva substitución por las modernas; decadencia y substitución que, marchando sin cesar y de continuo, acaban por producir una completa transformación antes que hayan podido siquiera notarse sus avances.
Emancipación científica, emancipación religiosa, emancipación política: he aquí el triple venero de ese poderoso torrente que ha ido creciendo de día en día, y aumentando su fuerza a medida que iba tropezando con las resistencias que se le oponían; resistencias que alguna vez lograron atajarlo por cierto tiempo, pero que siempre acabaron por ser arrolladas por todas partes, sin lograr otra cosa que prolongar el malestar y aumentar los estragos inherentes a una destrucción tan indispensable como inevitable.
En efecto, ¿cómo impedir que la luz que emanaba de las ciencias inferiores penetrase a su vez en las ciencias superiores? ¿Cómo lograr que los mismos para quienes los más sorprendentes fenómenos astronómicos quedaban explicados como una ley de la naturaleza, es decir, con la enunciación de un hecho general, que él mismo no es otra cosa que una propiedad inseparable de la materia, pudiese no tratar de introducir este mismo espíritu de explicaciones positivas en las demás ciencias, y por consiguiente en la política? ¿Cómo los encargados de la educación pueden, todavía hoy, llegar a creer que los que han visto encadenar el rayo, que fue por tantos siglos el arma predilecta de los dioses, haciéndolo bajar humilde e impotente al encuentro de una punta metálica elevada en la atmósfera, no hayan de buscar con avidez otros triunfos semejantes en los demás ramos del saber humano? ¿Cómo pudieron no ver que a medida que las explicaciones sobrenaturales iban siendo substituidas por leyes naturales, y la intervención humana creciendo en proporción en todas las ciencias, la ciencia de la política iría también emancipándose, cada vez más y más, de la teología? Si el clero hubiera podido ver en aquel tiempo, con la claridad que hoy percibimos nosotros, la funesta brecha que esas investigaciones científicas al parecer tan indiferentes e inofensivas iban abriendo en el complicado edificio que a tanta costa había logrado levantar, y que con tanto empeño procuraba conservar; si él hubiera llegado a comprender la íntima y necesaria relación que liga entre sí todos los progresos de la inteligencia humana, y que haciéndolos todos solidarios no permite que por una parte se avance y por otra se retroceda, o siquiera se permanezca estacionario, sino que comunicando el impulso a todas partes, hace que todas marchen a la vez, aunque con desigual velocidad según el grado de complicación de los conocimientos correspondientes; si él hubiera reflexionado que, estando comunicados entre sí todos los diversos departamentos del grandioso palacio del alma, la luz que se introdujese en cualquiera de ellos debía necesariamente irradiar a los demás y hacer poco a poco percibir, cada vez menos confusamente, verdades inesperadas que una impenetrable oscuridad podía sólo mantener ocultas, pero que una vez vislumbradas por algunos, irían cautivando las miradas de la multitud, a medida que nuevas luces, suscitadas por las primeras, fueran apareciendo por diversos puntos, se habría apresurado sin duda a matar esas luces dondequiera que pudieran presentarse y por inconexas que pudiesen parecer con la doctrina que se deseaba salvar. Pero este plan que, concebido sistemáticamente por las antiguas teocracias hubiera hecho justificable la ilusión de un resultado, si no permanente al menos inmensamente prolongado, no era ni racional ni disculpable en los tiempos ni en las circunstancias en que España se apoderó del Continente de Colón. En esa época, los principales gérmenes de la renovación moderna estaban en plena efervescencia en el antiguo mundo y era preciso que los conquistadores, impregnados ya de ellas, los inoculasen, aun a su pesar, en la nueva población que de la mezcla de ambas razas iba a resultar. Por otra parte, era imposible que, en continua relación con la Metrópoli, México y toda la América española no percibiese, aunque confusamente, el fuego de emancipación que ardía por todas partes, y de que en lo político España misma había dado el noble ejemplo lanzando de su seno a los moros que, siete siglos antes y en mejores circunstancias, habían intentado hacer en la península lo que ella, a su vez, se propuso en América.
La triple evolución científica, política y religiosa que debía dar por resultado la terrible crisis por que atravesamos, puede decirse, no ya que era inminente, sino que estaba efectuada en aquella época y el clero católico que, nacido él mismo de la discusión, se había propuesto después sofocarla, había visto a sus expensas lo irrealizable de sus pretensiones, pues por una dichosa fatalidad, el irresistible atractivo de lo cierto y de lo útil, de lo bueno y de lo bello, sedujo a su pesar a los mismos a quienes su propio interés aconsejaba desecharlo y, semejantes al Cervero de la fábula, se dejaron adormecer por el encanto de las nuevas ideas y dejaron penetrar en el recinto vedado al enemigo que debieran ahuyentar.
Ahora bien, una vez dado el primer paso, lo demás debía efectuarse por sí solo y todas las resistencias que se quisieran acumular, podrían alguna vez retardar y enmascarar el resultado final; pero éste fue fatal e inevitable. La ciencia, progresando y creciendo como un débil niño, debía primero ensayar y acrecentar sus fuerzas en los caminos llanos y sin obstáculos, hasta que poco a poco y a medida que ellas iban aumentando, fuese sucesivamente entrando en combate con las preocupaciones y con la superstición, de las que al fin debía salir triunfante y victoriosa después de una lucha terrible, pero decisiva.
Por su parte, la superstición, que tal vez sentía su debilidad, evitaba encontrarse con su adversario, y cediendo palmo a palmo el terreno que no podía defender aparentaba no comprender, o de hecho no comprendía que esa retirada continua era también una continua derrota. Sólo de tiempo en tiempo y cuando la colisión era evidente, se paraba a combatir con la furia del despecho y la tenacidad de la desesperación. Yo no referiré todas esas luchas que son ajenas de este lugar y de esta ocasión; yo no me pararé siquiera a mencionar aquí las principales fases de ese gran conflicto, que son también las fases de la historia de la humanidad, porque esto me llevaría muy lejos. Yo no diré tampoco cómo la ciencia ha logrado, en fin, abrazar a la política y sujetarla a leyes, ni cómo la moral y la religión han llegado a ser de su dominio. El campo es vasto y la materia fecunda y tentadora; mas la ocasión no es favorable y apenas se presta a mencionar el hecho.
Pero no puedo menos de recordar, en pocas palabras, la famosa condenación de Galileo hecha por la Iglesia católica que, fundada en un pasaje revelado, declaró herética e inadmisible la doctrina del movimiento de la tierra. Aquí el texto era claro y terminante, el libro de donde se sacaba no podía ser más reverenciado; por otra parte, la doctrina que se les oponía no estaba realmente apoyada en ninguna prueba irrecusable, sino que era hasta entonces una simple hipótesis científica, con la cual la explicación de los fenómenos celestes adquiría una notable sencillez; Galileo no había hecho otra cosa que prohijarla y allanar algunas dificultades de mecánica, que se habían opuesto hasta entonces a su generalización; pero lo repito, ninguna prueba positiva podía darse hasta entonces de la realidad del doble movimiento que se atribuía a la tierra; la primera prueba matemática de este importante hecho no debía venir sino un siglo después, con el fenómeno de la aberración descubierta por Bradley. Y sin embargo, era ya tal el espíritu antiteológico que reinaba en tiempo de Galileo, que bastó que la hipótesis condenada explicase satisfactoriamente los hechos a que se refería y que no chocase, como en los principios se había creído, con las leyes de la física o de la mecánica, para que ella hubiese sido bien pronto universalmente admitida, a despecho del Concilio, del Texto y de la Inquisición. Más aún: el Texto mismo tuvo por fin que plegarse a sufrir una torsión, hasta ponerse él de acuerdo con la ciencia, o por lo menos, hacer cesar la evidente contradicción de que primero se había hecho justo mérito.
Es inútil insistir aquí sobre la importancia de este espléndido triunfo del espíritu de demostración sobre el espíritu de autoridad; baste saber que desde entonces los papeles se trocaron, y el que antes imperaba sin contradicción y decidía sin réplica, marcha hoy detrás de su rival, recogiendo con una avidez que indica su pobreza, la menor coincidencia que aparece entre ambas doctrinas, sin esperar siquiera a que estén demostradas, para servirse de ella como un pedestal sobre el cual se complace en apoyar su bamboleante edificio. Pero lo que sí hace a mi propósito y debo, por lo mismo, hacer notar en este punto, es que tal era el estado de la emancipación científica en Europa cuando la corporación que se encargó aquí de la Instrucción pública por orden del gobierno de España, acometió la titánica empresa de parar el curso de este torrente que sus predecesores no habían podido contener, porque de este loco empeño debía resultar más tarde el cataclismo que, con más cordura, hubiera podido evitarse.
No sólo en sus relaciones con la ciencia, propiamente dicha, fue como los conquistadores trajeron una doctrina en decadencia incapaz de fundar, de otro modo que no fuera por la fuerza y la opresión, un gobierno estable y respetado; también entre los que habían pertenecido al propio campo había estallado la división. EL famoso cisma que bien pronto dividió la Europa en dos partes irreconciliables, y que haciendo cesar la unidad y la veneración hacia los superiores espirituales, echó por tierra la obra que, fundada por San Pablo, se había elaborado lentamente en la edad media; este cisma, cuya bandera fue la del derecho del libre examen, nació precisamente en el tiempo en que los conquistadores marchaban a apoderarse de su presa. Y si bien la España había, en apariencia, quedado libre del contagio, lo cierto es que el verdadero veneno se había inoculado de tiempo atrás en todos los cerebros y de hecho, todos los llamados católicos, eran ya, y cada día se hicieron más y más protestantes, porque todos, a su vez, apelaban a su razón particular, como árbitro supremo en las cuestiones más trascendentales y se erigían en jueces competentes, en las mismas materias que antes no se hubieran atrevido a tocar. Ahora bien, nada es más contrario al verdadero espíritu católico, que esa supremacía de la razón sobre la autoridad, y nada por lo mismo puede indicar mejor su decadencia, que esa lucha en que se le obligaba a entrar, en la cual tenía que sostener con la razón o con la fuerza, lo que sólo hubiera debido apoyar con la fe. Los famosos tratados de los regalistas en que España abunda, no eran de hecho otra cosa que una enérgica y continua protesta contra la autoridad del Papa. Y el modo brutal con que Carlos V, a pesar de su fanatismo, trató en su propio solio al Pontífice Romano, que había querido oponerse a su voluntad, prueba lo que en aquella época había decaído una autoridad que antes disponía a su arbitrio de las coronas.
Así, del lado de la religión, que parecía ser una de las piedras angulares del edificio de la Conquista, el principal elemento disolvente vino con sus fundadores, y él no podía menos de crecer aquí, como fue creciendo en todas partes y dar, por fin, en tierra, con una construcción cuyos fundamentos estaban ya corroídos y minados de antemano.
Del lado de la política, la cosa no marchaba de otro modo.
Ya he dicho que la España misma había dado el ejemplo de la emancipación, lanzando a los moros, que durante siete siglos habían dominado y ella no debía esperar mejor suerte en la empresa análoga que acometía. Sin embargo, el espíritu de dominación que se apoderó de ella después de los brillantes sucesos de América, hizo que su poder se extendiese también en gran parte de la Europa y de esta dominación y de la necesidad de libertad, que una intolerable opresión, a su vez religiosa, política y militar, debía producir en los puntos de Europa sujetos a la corona de España, debía nacer el formidable enemigo que, después de hacerle perder los Países Bajos, le arrancaría más tarde sus joyas del Nuevo Mundo y que acabará por derribar todos los tronos que hoy no existen ya sino de nombre.
El dogma político de la soberanía popular, no se formuló, en efecto, de una manera explícita y precisa, sino durante la guerra de independencia que la Holanda sostuvo, con tanto heroísmo como cordura, contra la tiranía española.
Este dogma importante que después ha venido a ser el primer artículo del credo político de todos los países civilizados, se invocó en favor de un pueblo virtuoso y oprimido y, cosa digna de notarse, fue apoyado por la Inglaterra y la Francia y por todas las monarquías, tal vez en odio a la España, o por esa fatalidad que pesa sobre las instituciones que han caducado, fatalidad que las conduce a afilar ellas mismas el puñal que debe herirlas de muerte, consumando así una especie de suicidio lento, pero inevitable, contra el cual, después y cuando ya no es tiempo, quieren en vano protestar.
El buen uso que la Holanda supo hacer de este principio, al cual puede decirse que fue en gran parte deudora de su independencia y de su libertad, a la vez política y religiosa, y la aquiescencia tácita o expresa de todos los gobiernos, hizo pasar muy pronto al dominio universal este dogma radicalmente incompatible con el principio del derecho divino en que hasta entonces se habían fundado los gobiernos.
Así es que, cuando durante la revolución inglesa surgió la otra base de las repúblicas modernas —la igualdad de los derechos— no pudo encontrar seria contradicción, a pesar de haber abortado en esta vez su aplicación práctica, sin duda por haber sido prematura; pero este nuevo dogma era una consecuencia tan natural y un complemento tan indispensable del anterior, que no obstante su insuceso, los colonos que de Inglaterra partieron para América, lo llevaron grabado, así como su precursor en el fondo de sus corazones y ambos dogmas sirvieron de simiente y de preparación para el desarrollo de ese coloso que hoy se llama Estados Unidos, y que en la terrible crisis por que acaba de pasar, crisis suscitada por la necesidad de deshacerse de elementos heterogéneos y deletéreos ha demostrado un vigor asombroso y una virilidad, que los que maquinaban contra ella han visto con espanto y que sus más ardientes admiradores estaban lejos de imaginar.
Pero si la soberanía popular es contraria al derecho divino de la autoridad regia y al derecho de conquista, la igualdad social es, además, incompatible con los privilegios del clero y del ejército. De suerte que con esos dos axiomas, se encontraba, en lo político, minado desde sus principios el edificio social que España venía a construir.
Ya lo veis, señores, todos los veneros de ese poderoso raudal de la insurrección estaban abiertos; todos los elementos de esa combustión general estaban hacinados; la compresión continua y cada día mayor que se ejercía sobre éstos y el aislamiento en que se quiso siempre tener a México, para impedir la corriente de aquéllos, no podían producir y no produjeron otro resultado que el de hacer más terrible la explosión de los unos, en el instante en que la combustión comenzase por un punto cualquiera y el de aumentar los estragos del otro, luego que los diques con que quería contenerse su curso llegasen a ceder.
Una conducta más prudente, que hubiese permitido un ensanche gradual y una gradual disminución de los vínculos de dependencia entre México y la Metrópoli, de tal modo que se hubiese dejado entrever una época en que esos lazos llegasen a romperse, como la naturaleza misma parecía exigirlo, interponiendo el inmenso Océano entre ambos continentes, habría sin duda evitado la necesidad de los medios violentos que la política contraria hizo necesarios. Sería, sin embargo, injusto echar en cara a España una conducta que cualquiera otra nación en su caso habría seguido y que, la falta de una doctrina social positiva y completa, hacía tal vez necesaria en aquella época. Pero sea de ello lo que fuere, el hecho es que en la época de la insurección, los elementos de esa combustión estaban ya reunidos y estaban además, en plena efervescencia determinada por la noticia de la independencia de los Estados Unidos y de la explosión francesa: sólo se necesitaba ya una chispa para ocasionar el incendio.
Esta chispa fue lanzada por fin la memorable noche del 15 al 16 de septiembre de l810, por un hombre de genio y de corazón: de genio para escoger el momento en que debía dar principio a la grandiosa obra que meditaba; de corazón, para decidirse a sacrificar su vida y su reputación, en favor de una causa que su inspiración le hacía ver triunfante y gloriosa en un lejano porvenir. El conocimiento pleno que tenía de la fuerza física de los opresores, no le podía dejar ver otra cosa en el presente, que la derrota en el campo de batalla y la difamación en el de la opinión. El no podía racionalmente contar con el glorioso episodio del Monte de las Cruces; y la sangrienta escena de Chihuahua era de pronto su único porvenir. A él se lanzó resuelto y decidido, porque en la cima de esa escala de mártires, de la cual él iba a formar la primera grada, veía la redención de su querida patria, veía su libertad y su engrandecimiento; porque en la cima de esa escala de sufrimientos y de combates, de cadalsos y de persecuciones, veía aparecer radiante y venturosa una era de paz y de libertad, de orden y de progreso, en medio de la cual los mexicanos, rehabilitados a sus propios ojos y a los del mundo entero, bendecirían su nombre y el de los demás héroes que supieran imitarlo, ora sucumbiesen como él en la demanda, ora tuviesen la inefable dicha de ver coronado con el triunfo el conjunto de sus fatigas.
Once años de continua lucha y de sufrimientos sin cuento, durante los cuales las cabezas de los insurgentes rodaban por todas partes, y en que para siempre se inmortalizaran los nombres de Morelos, de Allende, de Aldama, de Mina, de Abasolo y tantos otros, dieron por resultado que en 1821, el virtuoso e infatigable Guerrero y el valiente y después mal aconsejado Iturbide, rompieran por fin la cadena que durante tres siglos había hecho de México la esclava de la España. El pabellón tricolor flameó por primera vez en el palacio de los Virreyes y la nación entera aplaudió esta transformación, que parecía augurar una paz definitiva. Pero por otra parte, los errores cometidos por los hombres en quienes recayó la dirección de los negocios públicos y, por otra, los elementos poderosos de anarquía y de división que como resto del antiguo régimen quedaban en el seno mismo de la nueva nación, se opusieron y debían fatalmente oponerse, a que tan deseado bien llegase todavía. ¡No se regenera un país, ni se cambian radicalmente sus instituciones y sus hábitos, en el corto espacio de dos lustros! ¡No se acierta del primer golpe con las verdaderas necesidades de una nación que, en medio de la insurrección no había podido aprender sino a pelear y que antes de ella sólo sabía resignarse! ¡No se apagan ni enfrían, luego que tocan la tierra, las ardientes lavas del volcán que acaba de estallar!
En el regocijo del triunfo, se creyó fácil la erección de un imperio, se creyó que las instituciones que parecían tener más analogía con las que acababan de ser derrocadas, serían las que podían convenirnos mejor. El caudillo que, halagado por el brillo del trono se dejó seducir desconociendo en esto la verdadera situación que la ruptura de todos los lazos anteriores había creado, cometió un inmenso error que pagó con la vida, y hundió a la nación en la guerra civil. Esta pudo tal vez evitarse; pero una vez iniciada, no debía esperarse que concluyese por una transacción; los elementos que se agitaban y se combatían eran demasiado contradictorios, para que una combinación fuese posible; era necesario que uno de los dos cediese radicalmente de sus pretensiones; era preciso que uno de los dos, reconociendo su impotencia, se resignase a ceder el campo a su contrario, y a seguir, aunque con trabajo y sólo pasivamente, una corriente que no podía contrarrestar.
Por una fatalidad, tan lamentable como inevitable, el partido a quien el conjunto de las leyes reales de la civilización llamaba a predominar, era entonces el más débil; pero, con la fe ardiente del porvenir, con esa fe que inspiran todas las creencias que constituyen un progreso real en la evolución humana, él se sentía fuerte para emprender y sostener la lucha y ésta debía continuar encarnizada y a muerte.
Un partido, animado tal vez de buena fe, pero esencialmente inconsecuente, pretendió extinguir esta lucha y de hecho no logró otra cosa que prolongarla; pues, por falta de una doctrina que le sea propia, ese partido toma por sistema de conducta la inconsecuencia, y tan pronto acepta los principios retrógrados como los progresistas, para oponer constantemente unos a otros y nulificar entrambos. Proponiéndose, a su modo, conciliar el orden con el progreso, los hace en realidad aparecer incompatibles, porque jamás ha podido comprender el orden, sino con el tipo retrógrado, ni concebir el progreso, sino emanado de la anarquía, teniendo que pasar mientras gobierna, alternativamente y sin intermedio, de unos partidos a otros. Ese partido, repito, haciendo respectivamente a cada uno de los contendientes concesiones contradictorias e inconciliables, halagaba las ilusiones de cada uno sin satisfacer sus deseos y prolongaba así el término de la contienda que quería evitar.
Por una parte el clero y el ejército, como restos del pasado régimen y por otra, las inteligencias emancipadas e impacientes por acelerar el porvenir, entraron en una lucha terrible que ha durado 47 años; lucha sembrada de sangrientas y lúgubres escenas que sería largo y doloroso referir; lucha durante la cual el partido progresista, unas veces triunfante y otras también vencido, iba cada vez creando mayor fuerza, aun después de los reveses, pero en la que su contrario, a medida que sentía desvanecerse la suya, apelaba a medios más reprobados, desde la felonía de Picaluga hasta la Sainte Barthelemy de Tacubaya, y desde allí hasta la traición en masa consumada en 1863, y premeditada muchos años antes.
Conciudadanos: la palabra traición ha salido involuntariamente de mis labios. Yo habría querido en este día de patrióticas reminiscencias y de cordial ovación, no traer a vuestra memoria otros recuerdos que los muy gratos de los héroes que se sacrificaron por darnos patria y libertad; yo habría querido no evocar en vuestro corazón otros sentimientos que los de la gratitud, ni otras pasiones que las del patriotismo y de la abnegación de que supieron darnos ejemplo los grandes hombres que hoy venimos a celebrar; y he visto en estos momentos pintada en vuestros rostros la indignación y he visto salir de vuestros ojos el rayo, que, quemando la frente de esos mexicanos degradados, dejará sobre ella impreso el sello de la infamia y de la execración...
Pero al salir de la espantosa crisis suscitada por su criminal error; al tocar afanosos y casi sin aliento la playa de ese piélago embravecido que ha estado a punto de sepultarnos bajo sus olas, no hemos podido menos que volver el rostro atrás para mirar, como Dante, el peligro de que nos hemos librado y tomar lecciones en ese triste pasado, que no puede menos que horrorizarnos...
Las clases privilegiadas que en 1857 se habían visto privadas de sus fueros y preeminencias, que en 1861 vieron por fin sancionada con espléndido triunfo esta conquista del siglo y ratificada irrevocablemente la medida de alta política, que arrancaba de manos de la más poderosa de dichas clases, el arma que le había siempre servido para sembrar la desunión y prolongar la anarquía, derribando, por medio de la corrupción de la tropa a los gobiernos que trataban de sustraerse a su degradante tutela: estas clases privilegiadas, repito, llegaron por fin a persuadirse de su completa impotencia, pues, por una parte, el antiguo ejército, habiéndose visto vencido y derrotado por soldados noveles y generales improvisados, perdió necesariamente el prestigio y con él la influencia que un hábito de muchos años le había sólo conservado; y por otra, el clero comprendió su desprestigio y decadencia, al ver que había hecho uso sin éxito alguno, de todas sus armas espirituales —únicas que le quedaban— para defender a todo trance unos bienes que él aparenta creer que posee por derecho divino, y sobre los cuales le niega por lo mismo, todo derecho a la sociedad y al gobierno, que es su representante. ¡Como si algo pudiese existir dentro de la sociedad que no emanase de ella misma! ¡Como si la propiedad y demás bases de aquélla, por lo mismo que están destinadas a su conservación y no a su ruina, no debiesen estar sujetas a reglas que les hagan conservar siempre el carácter de protectoras, y no de enemigas de la sociedad! ¡Como si alguna vez el medio debiera preferirse al fin para el cual se instituye!
Acabo de decir que las armas espirituales eran las que le quedaban al clero y debo añadir también que a estas armas, el vencedor no sólo no había tocado, sino que las había aumentado en realidad, con la severa lógica que presidió a la formación de las leyes llamadas de Reforma. Porque al separar enteramente la Iglesia del Estado; al emancipar el poder espiritual de la presión degradante del poder temporal, México dio el paso más avanzado que nación alguna ha sabido dar, en el camino de la verdadera civilización y del progreso moral y ennobleció, cuanto es posible en la época actual, a ese mismo clero que sólo después de su traición y cuando Maximiliano quiso envilecerlo, a ejemplo del clero francés, comprendió la importancia moral de la separación que las Leyes de Reforma habían establecido. Y protestó, tarde como siempre, contra la tutela a que se le sujetó. Y suspiró por aquello mismo que había combatido...
Cuando el clero y el ejército y algunos hombres que los secundaban cegados por el fanatismo o por la sed de mando, se vieron privados de todas sus ilusiones, como el árbol que al soplo del otoño deja caer una a una las hojas que lo vestían, se acogieron con más ahínco al único medio que parecía quedarles, para prolongar aún por algún tiempo su dominación o al menos, ver a sus vencedores sepultados también en las ruinas de la nación.
Hay en Europa, para mengua y baldón de la Francia, un soberano cuyas únicas dotes son la astucia y la falsía y cuyo carácter se distingue por la constancia en proseguir los perversos designios que una vez ha formado.
Este hombre meditaba, de tiempo atrás, el exterminio de las instituciones republicanas en América, después de haberlas minado primero y derrocado por fin en Francia, por medio de un atentado inaudito, el 2 de diciembre de 1851.
A este hombre recurrieron, de este soberano advenedizo se hicieron cómplices los mexicanos extraviados que, en el vértigo del despecho, no vieron tal vez el tamaño de su crimen, en manos de ese verdugo de la República francesa entregaron una nacionalidad, una independencia y unas instituciones que habían costado ríos de sangre y medio siglo de sacrificios y de combates.
Y, el que se había introducido en Francia deslizándose como una serpiente para ahogar a su víctima; el que, cubierto con una popularidad prestada, había logrado alucinar al pueblo y seducir al ejército, para arrancarle al uno su libertad y convertir al otro, el 2 de diciembre, en asesino de sus hermanos indefensos, aceptó gustoso esa misión de retroceso y de vandalismo, y guiado por la traición y azuzado por fraudulentos agiotistas y por su digno intérprete Saligny, se lanzó sobre su presa y con la innoble voracidad del buitre, se propuso hartarse de una víctima que se imaginó muerta.
Desde los primeros pasos, la actitud imponente que tomó toda la nación, aprestándose a rechazar tan inicua agresión, hizo ver a la España y a la Inglaterra el tamaño de la iniquidad que se habían prestado a secundar y la Francia quedó sola en su tenebrosa empresa.
Su primer acto como beligerante fue una villanía.
Negándose a cumplir los tratados de la Soledad y haciéndose dueña por medio de la felonía, de unas posiciones fortificadas que no se atrevió a atacar, se identificó más con la causa que venía a defender y dejó ver con toda claridad cuál sería el espíritu que debía animarla en esta inmunda guerra, que comenzaba por conculcar un compromiso sagrado y acabaría por abandonar y vender cobardemente a sus propios cómplices.
Cuando el cuerpo expedicionario se creyó bastante fuerte, y cuando habiendo salvado, a precio de su honor, los primeros obstáculos, se proporcionó los recursos y bagajes que le faltaban, emprendió su marcha sobre la capital seguro del triunfo, lleno de pueril vanidad, llevando en los pechos de sus soldados como garantes infalibles de la victoria, esculpidos en preciosos metales, los nombres de Roma y Crimea, de Magenta y Solferino. Mientras que en las llanuras de Puebla los esperaba un puñado de patriotas armados de improviso, bisoños en la guerra, pero resueltos a sacrificarlo todo por su independencia, y trayendo en sus pechos una condecoración que vale más que todas y que los reyes no pueden otorgar a su antojo: el amor de la patria y de la libertad, grabado en su corazón.
El jefe que mandaba a este puñado de héroes, no era un general envejecido en los campos de batalla; no llevaba sobre sus sienes el laurel de cien combates; era sólo un joven lleno de fe y de patriotismo; era un republicano de los tiempos heroicos de la Grecia que, sin contar el número ni la fuerza de los enemigos, se propuso como Temístocles, salvar a su patria y salvar con ella unas instituciones que un audaz extranjero quería destruir y que contenían en sí todo el porvenir de la humanidad.
Conciudadanos: vosotros recordáis en este momento, que el sol del 5 de mayo que había alumbrado el cadáver de Napoleón I, alumbró también la humillación de Napoleón III. Vosotros tenéis presente que, en ese glorioso día, el nombre de Zaragoza, de ese Temístocles mexicano, se ligó para siempre con la idea de independencia, de civilización, de libertad y de progreso, no sólo de su patria, sino de la humanidad. Vosotros sabéis que haciendo morder el polvo en ese día a los genízaros de Napoleón III, a esos persas de los bordes del Sena que más audaces o más ciegos que sus precursores del Eufrates, pretendieron matar la autonomía de un continente entero y restablecer en la tierra clásica de la libertad, en el mundo de Colón, el principio teocrático de las castas y de la sucesión en el mando por medio de la herencia; que venciendo, repito, esa cruzada de retroceso, los soldados de la República en Puebla, salvaron como los de Grecia en Salamina, el porvenir del mundo al salvar el principio republicano, que es la enseña moderna de la humanidad. Vosotros sabéis que la batalla del 5 de mayo fue el glorioso preludio de una lucha sangrienta y formidable que duró todavía un lustro, pero cuyo resultado final quedó marcado ya desde aquella época. ¡Los que habían alcanzado la primera victoria debían también obtener la última! ¡Y los que habían penetrado sin honor por las cumbres de Acultzingo, debían salir cubiertos de infamia por el puerto de Veracruz!
No es este el momento ni la ocasión de trazar la historia de la época de represalias y de asesinatos, que sucedió al triunfo del 5 de mayo de 1862. Una voz más robusta y caracterizada que la mía, una pluma muy más experta y elocuente, os ha hecho estremecer desde esta misma tribuna, refiriéndoos los crueles episodios y las sangrientas y devastadoras escenas de ese terrible período en que México luchó solo y sin recursos, contra un ejército formidable que de nada carecía y contra la traición que le ayudaba en todas partes.
En este conflicto entre el retroceso europeo y la civilización americana; en esta lucha del principio monárquico contra el principio republicano, en este último esfuerzo del fanatismo contra la emancipación, los republicanos de México se encontraban solos contra el orbe entero. Los que no tomaron abiertamente cartas en su contra, simpatizaron con el invasor y secundaron sus torpes miras, reconociendo y acatando el simulacro de imperio que quiso constituir; los que no imitaron a la Bélgica y a la Austria mandando sus soldados mercenarios, prestaron, por lo menos, su apoyo moral para sostener al príncipe malhadado que tuvo la debilidad, por no decir la villanía, de prestarse a hacer su papel en esta farsa, que merecería el nombre de ridícula mojiganga si no hubiera sido una espantosa tragedia.
La gran República misma se vio obligada en virtud de la guerra intestina que la devoraba, a mantenerse neutral y aun a prestar alguna vez, con mengua de su dignidad, servicios a esa misma invasión, que pretendía entrar por México a los Estados Unidos.
¿Qué extraño es, pues, que como resultado y como síntoma de ese conjunto de circunstancias adversas, los reveses se multiplicasen para los verdaderos mexicanos, en todo el ámbito de la República? ¿Qué extraño puede ser que por algún tiempo la causa de la libertad pareciese perdida y que mexicanos, tal vez de recto corazón, pero débiles e ilusos, se dejasen sobrecoger por el desaliento y creyesen que ya no quedaba otro recurso sino plegarse al hado que parecía contrario? ¿Qué mucho que el benemérito e inmaculado Juárez, que se había abrazado al pabellón nacional levantándolo siempre en alto para que, como la columna de fuego de los israelitas, sirviese de guía y de prenda segura de buen éxito a los dignos mexicanos que sostenían aquella lucha, tan desigual como heroica y tenaz, qué mucho, repito, que Juárez y sus dignos compañeros se viesen obligados a recorrer centenares de leguas, sin hallar un punto en que la bandera de la independencia pudiese descansar segura, ni flotar con libertad? ¿Qué mucho que nuestros más valientes adalides, se viesen por un momento obligados a buscar en la aspereza de nuestros montes, en la inmensidad de nuestros desiertos y en las mortíferas influencias climatéricas de la tierra caliente, los fieles aliados que no podían encontrar en otra parte?
Pero la tierra prometida debía aparecer alguna vez; la aurora comenzó a brillar después de aquel denso nublado; Díaz por el Oriente y Corona por el Occidente; Escobedo y Régules por el Norte y por el Sur Riva Palacio, Treviño, Jiménez y otros mil obtuvieron por todas partes victorias señaladas sobre la conquista y sobre la traición reunidas o separadas.
La horrible ley de 5 de octubre, imaginada por el general francés y sancionada cobardemente por el nefando imperio; esa ley en que se pagaba con la vida hasta el delito de respirar el aire que habían respirado los defensores de la independencia, lejos de amedrentarlos, no hizo sino enardecer su valor y aumentar su actividad.
Los millares de patriotas que caían víctimas de esa máquina infernal puesta en manos de las cortes marciales y disparada sin interrupción; los sangrientos cadáveres del inmaculado Arteaga y del heroico Salazar, se presentaban sin cesar a sus ojos, pero vivificados y resplandecientes de gloria, para animarlos al combate anunciándoles el próximo triunfo y conducirlos así a la victoria...
Una voz se levantó entonces en favor de México, voz poderosa y largo tiempo esperada; pero que se había tenido la dignidad de no querer mendigar.
Al tremendo estallido de millares de balas tiradas a la vez sobre centenares de prisioneros desarmados en Puruándiro y en otros puntos; a los plañideros ayes de tantas familias dejadas en la orfandad y en la miseria, el águila del Norte despertó en fin de su letargo. Los Estados Unidos pidieron cuenta a la Francia de este atentado contra las leyes de la civilización y de la humanidad, intimándole, en nombre de su propia dignidad, que hiciese cesar tan espantosa carnicería el dictador de Francia, con el cinismo propio de los Bonaparte, dejó toda la responsabilidad de estos hechos a Maximiliano; pero las contestaciones entre Francia y los Estados Unidos se cruzaban sin cesar; las de éstos cada día más apremiantes; las de aquélla cada vez más y más flojas y plagadas de contradicciones e inconsecuencias .
Por una parte el temor de una guerra insostenible con la colosal República, a cuyo lado se encontraría todo el continente; por otra, la posición cada día más falsa y precaria del ejército expedicionario en México, que no podía ya ni defender el terreno que pisaba; y la completa impopularidad de la expedición en Francia, decidieron por fin a su autor a arrancar esa página que, en días más felices, cuando llegó a creer que en México había muerto el amor a la patria y a la libertad, osó llamar la más bella de su reinado.
El abandono del imperio, que a tanta costa y por medio de tantas infamias y calumnias se había querido fundar, se decidió por fin. La grandiosa obra de reconstitución de razas y de influencias europeas en América, que con tan vivos colores se había pintado al Senado francés, se abandonó también; y la orden para la retirada del ejército y con ella la humillación de Napoleón y el desprestigio de la Francia, se firmó por fin.
Este fue el servicio que México debió a la República vecina. Servicio grande sin duda, pero que en nada rebaja el mérito de nuestra heroica defensa; y antes bien, lo pone más de manifiesto, porque sin esta indomable resistencia prolongada por cerca de seis años; sin la constancia de Juárez y de los demás jefes que, diseminados en el país, sostuvieron sin interrupción el combate, levantando en todas partes la enseña de la República, la tan demorada resolución de interponer en esta cuestión sus respetos y su influjo, o no habría tenido lugar, o habría llegado demasiado tarde, no sólo para México, sino también para los Estados Unidos, a quienes se quería asestar el tiro desde las fortalezas del imperio.
La calumnia y la maledicencia se han apoderado de este hecho, en el que si los Estados Unidos prestaron un servicio a México, también éste se lo hizo a ellos, prolongando la lucha y conservando un gobierno con quien pudiesen mantener relaciones que les permitieran, luego que hubiesen dominado su guerra civil, tomar la iniciativa en una negociación cuyo resultado debía ser: acabar con la influencia europea en América y aumentar la suya propia.
La calumnia, digo, se ha apoderado de ese hecho queriendo presentarlo como deshonroso para nosotros. Se ha supuesto que fuimos a mendigar la intervención armada de los Estados Unidos y que el gobierno nacional, personificado en Juárez, no buscaba otra cosa sino que el país cambiase de señor.
Esta infame calumnia, como las demás de que sin cesar ha sido el blanco México, ha sido desmentida con hechos irrefragables.
La nación habría tenido, sin duda, el incuestionable derecho de llamar en su auxilio, para desembarazarse de una influencia extraña y opresora, las armas de otra potencia amiga, sin comprometer con esto ni su autonomía ni su dignidad, pero la conciencia de su propia fuerza y esa clara visión del porvenir que animó siempre al Primer Magistrado de la República, y que sostuvo su valor y su constancia en aquellos aciagos días de prueba y de persecución, hizo que se desechara siempre ese medio de salvación que, lo repito, nada tenía de deshonroso ni de inusitado.
La Holanda, llamando a los ingleses para emanciparse de la tiranía española; los Estados Unidos admitiendo los servicios de la Francia para obtener su independencia; la España, lanzando de su seno con ayuda de los ingleses, a esa Francia que entonces como ahora, había logrado penetrar en el territorio ajeno por la puerta de la felonía y de la traición; a esa Francia que entonces como ahora, pretendió hacer una colonia de una nación independiente y fundar un simulacro de trono que le sirviese de escabel para sentar su planta y de apoyo para extender su influencia y su dominación; a esa Francia que entonces como ahora, era víctima y cómplice, a la vez, de la tiranía de un Bonaparte; de un Bonaparte, señores, cuyo nombre sólo es un programa completo de usurpación y de retroceso, de guerras y de conquistas, de tronos improvisados y hundidos en la nada, de bambolla y de charlatanismo y, por último y como resultado final, de baldón y oprobio para su nación! La España, repito, los Estados Unidos y la República holandesa, no mancillaron su nombre ni comprometieron su autonomía, ni siquiera empañaron el brillo de sus heroicos esfuerzos. por haber utilizado el socorro armado de naciones amigas y que estaban interesadas en sus respectivos triunfos.
Pero la gloria de México ha sido todavía más esplendente. ¡Ni un solo sable del ejército americano se ha desnudado en favor de la República, ni un solo cañón de la Casa Blanca se ha disparado sobre el Alcázar de Chapultepec! ¡Y sin embargo, el triunfo ha sido espléndido y completo! ¡Tres meses habían pasado apenas desde que los invasores abandonaron nuestro suelo, y nada existía ya de ese imperio, que había de extinguir la democracia en América!
Todo se ensayó para sostenerlo y arraigarlo; a todas las puertas se llamó para encontrarle adictos; todo lo que la intriga, la hipocresía y la fuerza pueden sugerir, todo se puso en práctica para aclimatar una institución que el instinto popular repugna.
Al penetrar en el interior del país el ejército invasor y más tarde al venir el Archiduque a tomar posesión de su trono, no pudieron menos de reconocer que el partido que los había llamado y que fundaba en ellos sus esperanzas, era en realidad el menos numeroso, el menos ilustrado y el menos influyente de los que se disputaban en México la supremacía. Un clero ignorante y que se imagina vivir en plena Edad Media; que no comprende ni sus intereses ni los de la nación; que maldiciendo el presente y el porvenir sin comprender que son una consecuencia forzosa del pasado, no tiene otro programa que la imposible retrogradación de ocho siglos, para volver a los tiempos de Hildebrando: un clero a quien la nación nada debe sino el no haber podido constituirse; que en 1847 no tuvo siquiera el fanatismo suficiente para imitar el heroico ejemplo que 40 años antes le había dado el clero español, y que vio impasible la humillación de su patria, la profanación de sus templos y la irrisión de sus imágenes por un ejército extranjero y protestante; un clero que facilitó y contribuyó a estos mismos atentados suscitando en la capital de la República el más inmoral de los pronunciamientos, en los momentos mismos en que el enemigo desembarcaba en Veracruz, era el primero y principal elemento de ese partido que solicitó la intervención.
Los restos de un ejército desmoralizado y corrompido, acostumbrado a medrar en las revueltas políticas y a considerar el tesoro nacional como patrimonio propio y que en la invasión americana probó que si sabía ensañarse con los mexicanos indefensos, sabía mejor volver la espalda ante el extranjero armado, era el segundo elemento de los aliados de la Francia y del imperio.
Con estos y con algunos fanáticos ilusos o perversos, ayudados de ciertos capitalistas que por egoísmo o por el deseo de lucrar con los fondos de las arcas públicas se unieron a ellos, debía contar el Archiduque para fundar su soñada dinastía.
Pero él y sus tutores los franceses, al mirar de cerca a los cómplices de su crimen; al ver por sus propios ojos todo el tamaño de su abyección y de su infamia, no pudieron menos que avergonzarse de esa compañía y renegaron de ellos y les escupieron el rostro.
Toda la política, todo el ahínco de Maximiliano y de Napoleón, fue desde luego captarse la voluntad y procurarse el apoyo, o al menos la aquiescencia, del único partido nacional, del gran Partido Liberal.
Pero tanto cuanto el partido de la tiranía se había manifestado ruin y degradado, tanto se mostró grande y digno el resto de la nación: por todas partes se multiplicaban los halagos y se sucedían sin interrupción las invitaciones y las promesas, con objeto de corromper a los patriotas que habían dado pruebas de valer alguna cosa, o que habían ocupado puestos públicos de la República; no hubo género de seducción que no se emplease, no hubo medio a que no se recurriese para lograr que los buenos liberales aceptasen los empleos con que se les brindaba en todas partes. La vanidad, el orgullo, el interés y hasta el terror, todo se ensayó, de todo se echó mano para lograr un resultado al que con razón se daba tanto precio.
Todo fue inútil, sin embargo. Por todas partes se sucedían las tentadoras proposiciones y por todas también se multiplicaban las honrosas repulsas de mexicanos dignos que preferían la oscuridad, la miseria o el ostracismo, al brillo y la opulencia comprados al precio de su conciencia y de su patriotismo.
Unos cuantos indignos mexicanos, que antes habían medrado a la sombra del partido progresista, pero en cuyos criminales pechos había tal vez latido siempre el corazón de Judas, se dejaron arrastrar por la vanidad o la codicia y se prestaron a tirar del dogal que debía acabar con el aliento de la patria.
Fuera de estas tristes excepciones, más dignas de despreciarse que de sentirse, el gran partido nacional se mantuvo inflexible, y se abstuvo de toda participación que pudiera sancionar de algún modo los actos de la intervención y del gobierno intruso; causándoles con esta muda pero enérgica protesta una derrota constante que no pocas veces costó más y hubo menester, de parte de los combatientes pacíficos, más energía de carácter y un valor no menos grande y si más sostenido que el que se ha menester para presentarse en los campos de batalla.
He aquí, señores, por qué, cuando el ejército francés huyó despavorido y abandonó su temeraria empresa, Maximiliano, que sabía por experiencia que no podía contar con el partido liberal, cualesquiera que fuesen las promesas con que quisiese atraérsele, y que no pudo tampoco resolverse a abandonar un trono que a pesar de sus espinas halagaba su vanidad y su ambición, se vio forzado a echarse en brazos de aquellos mismos a quienes poco antes había juzgado indignos de estar a su lado.
Señores: aquí tocamos con la mano los acontecimientos a que me refiero; aquí oímos aún tronar el cañón que se dispara a la vez en Querétaro y en Puebla, en México y en Veracruz; aquí asistimos a ese último combate, en que nuestra patria obtendrá por fin el complemento indispensable de su independencia, la emancipación de la tutela de todo gobierno extraño.
En efecto, no fue sólo la reacción y sus gastados generales; no fue el clero y sus desprestigiados jefes, lo que decidió al Archiduque a intentar este ultimo esfuerzo; lo que sin duda pesó más en su ánimo, fue ese enjambre de extranjeros armados que la Francia, la Bélgica y el Austria habían enviado para defensa de su candidato; fue esa falange de ministros diplomáticos y sus respectivos gabinetes, que prontos a calumniar a México cuando para ello medía su interés, han tenido voto decisivo en nuestras cuestiones y han sido hasta aquí el padrastro de todos los gobiernos, fundados en unos tratados leoninos arrancados a nuestra inexperiencia y a nuestra vanidad y al deseo de conservar una paz que sólo para ellos existía.
Al haber triunfado del príncipe aventurero y de estos elementos con que contaba todavía para su apoyo; al haber aplicado con justicia y severidad, pero sin encono ni pasión, el condigno castigo al principal cómplice de tantos crímenes, al que no vaciló en echar sobre sus hombros todo el peso de seis años de matanzas y de incendios, de devastaciones y de ruina, México ha cortado la última cabeza a la hidra venenosa que por tantos años había emponzoñado su existencia y ha asegurado su futuro reposo.
Negando a Maximiliano el indulto que solicitó, ha podido creerse por algunos, principalmente de fuera del país, que el gobierno y la nación entera, que unánimemente aprobó su conducta, obraban con mayor severidad de la que su estricto deber exigía; ha podido sostenerse por algunos escritores más brillantes que profundos, que México pudo y debió perdonar al Archiduque, sin que por esto se comprometiese su tranquilidad, ni se diese mayor aliento al partido vencido. Sin duda, señores, el triunfo ha sido más grandioso y espléndido de lo que era preciso para que toda idea de un nuevo trono erigido en México sea desde luego desechada como una empresa de orates; sin duda, los Gutiérrez Estrada y los Almonte acabaron para siempre su infame papel y no serian ya escuchados aun cuando se propusiesen empezar de nuevo; sin duda el clero y los restos del antiguo ejército están suficientemente desarmados para que la paz pública no tenga mucho que temer de estos irreconciliables pero impotentes enemigos; sin duda el corazón de los mexicanos es bastante grande para que en él pueda caber, sin rebasarlo, el perdón generoso otorgado a un hijo de cien reyes, por más que éste se haya manifestado indigno de esa noble prosapia y se haya prestado a ser, si no el principal autor, por lo menos el principal instrumento de execrables atentados. Pero cuando se trata de autonomía de la nación, de su porvenir y de su independencia, cuando ha llegado el momento de sentar la clave de esa delicada construcción que se elabora hace ya 57 años, toda idea que no conduzca al fin deseado debe abandonarse, todo movimiento del corazón que nos desvíe del sendero y nos haga perder nuestro punto de mira, debe sofocarse.
¡Maximiliano humillado y perdonado por Juárez!
¡Un emperador viviendo por galardón de una República!... Es sin duda, un magnífico golpe de teatro en un melodrama; es un soberbio desenlace para una novela. Pero ni ese melodrama ni esa novela hubieran cimentado la paz de la República, ni afirmado la respetabilidad y completado la emancipación de la nación.
Maximiliano desterrado en Europa, hubiera sido con su voluntad o sin ella, la bandera de todos los descontentos, la esperanza continua de los vencidos, el amago constante de la tranquilidad pública y el pábulo que mantuviese viva la llama secreta de la rebelión, pronta a la menor oportunidad, a encender de nuevo la guerra civil, como la encendió Santa Anna después de haber caído prisionero en Jico y recibido un generoso perdón. . .
Maximiliano perdonado no hubiera creído jamás que debía su vida a la generosidad de México, sino al miedo a Francisco José o a la presión de los Estados Unidos.
Maximiliano perdonado, después del insolente memorándum de Widembrok y de la inoportuna intromisión de Sevard, hubiera sido un perpetuo padrón de infamia para México y una prueba que se habría creído irrecusable, de que vivía siempre bajo la tutela de las otras naciones.
Maximiliano perdonado en los momentos en que, por ese memorándum y por esa intromisión de los Estados Unidos, estaba justamente sobreexcitado el sentimiento de la dignidad nacional, hubiera indudablemente provocado una escisión entre nuestros jefes y un grito de universal reprobación. Y ni México se habría rendido ni el país se habría pacificado.
Que aquellos filántropos de gabinete, que han osado dar su fallo en contra de esa inevitable ejecución, echen una mirada sobre el país un mes después de llevarla a cabo y que nos digan con el corazón en los labios, si creen que con esa generosidad tan decantada se había obtenido una pacificación tan general y tan completa.
¡Ahora bien! ¿Sería posible vacilar un momento, entre el perdón de un delincuente y la pacificación de un pueblo?
Dejemos a la Francia y a la Europa entera; dejemos, digo, a los gobiernos de la Europa que vociferen y declamen contra un acontecimiento que pone sus tronos a merced de la democracia y que da el ultimo golpe al derecho divino de las castas, a ese resto de las instituciones teocráticas; dejemos que, en la rabia de su impotencia y en la impotencia de su rabia, se desaten en improperios y calumnias contra una nación que, si ha sabido ser superior en la guerra que le obligaron a sostener, lo sabrá también ser en la paz que ha sabido conquistar.
Conciudadanos: hemos recorrido a grandes pasos toda la órbita de la emancipación de México; hemos traído a la memoria todas las luchas y dolorosas crisis por que ha tenido que pasar, desde la que lo separó de España, hasta la que lo emancipó de la tutela extranjera que lo tenía avasallado. Hemos visto que ni una sola de esas luchas, que ni una sola de esas crisis, ha dejado de eliminar alguno de los elementos deletéreos que envenenaban la constitución social. Que del conjunto de esas crisis, dolorosas pero necesarias, ha resultado también, como por un programa que se desarrolla, el conjunto de nuestra plena emancipación y que es una aserción tan malévola como irracional, la de aquellos políticos de mala ley, que demasiado miopes o demasiado perversos, no quieren ver en esas guerras de progreso y de incesante evolución, otra cosa que aberraciones criminales o delirios inexplicables.
Hemos visto que dos generaciones enteras se han sacrificado a esta obra de renovación y a la preparación indispensable de los materiales de reconstrucción .
Mas hoy esta labor está concluida, todos los elementos de la reconstrucción social están reunidos; todos los obstáculos se encuentran allanados; todas las fuerzas morales, intelectuales o políticas que deben concurrir con su cooperación, han surgido ya.
La base misma de este grandioso edificio está sentada. Tenemos esas leyes de Reforma que nos han puesto en el camino de la civilización, más adelante que ningún otro pueblo. Tenemos una Constitución que ha sido el faro luminoso al que, en medio de este tempestuoso mar de la invasión, se han vuelto todas las miradas y ha servido a la vez de consuelo y de guía a todos los patriotas que luchaban aislados y sin otro centro hacia el cual pudiesen gravitar sus esfuerzos; una Constitución que, abriendo la puerta a las innovaciones que la experiencia llegue a demostrar necesarias, hace inútil e imprudente, por no decir criminal, toda tentativa de reforma constitucional por la vía revolucionaria.
Hoy la paz y el orden, conservados por algún tiempo, harán por sí solos todo lo que resta.
Conciudadanos: que en lo de adelante sea nuestra divisa libertad, orden y progreso; la libertad como medio; el orden como base y el progreso como fin; triple lema simbolizado en el triple colorido de nuestro hermoso pabellón nacional, de ese pabellón que en 1821 fue en manos de Guerrero e Iturbide el emblema santo de nuestra independencia; y que, empuñado por Zaragoza el 5 de mayo de 1862, aseguró el porvenir de América y del mundo, salvando las instituciones republicanas.
Que en lo sucesivo una plena libertad de conciencia, una absoluta libertad de exposición y de discusión, dando espacio a todas las ideas y campo a todas las inspiraciones, deje esparcir la luz por todas partes y haga innecesaria e imposible toda conmoción que no sea puramente espiritual, toda revolución que no sea meramente intelectual. Que el orden material, conservado a todo trance por los gobernantes y respetado por los gobernados, sea el garante cierto y el modo seguro de caminar siempre por el sendero florido del progreso y de la civilización.
Guanajuato, 16 de septiembre de 1867