Oros son triunfos: 6

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Pudiera decirse que desde el mismo día en que César abandonó la patria, comenzó doña Sabina a poner en ejecución el plan que había ideado para arrancar del corazón de su hija hasta el recuerdo del malaventurado chico; y como aquella mujer todo lo subordinaba al fausto y al relumbrón, dicho se está que de este género fueron las armas que eligió para vencer al enemigo que le quitaba el sueño.

Si antes iba al teatro dos veces por semana, desde entonces fue siete; a cada cambio, no ya de estación, sino de temperatura, nuevos trajes para la niña... y para su madre; recepciones suntuosas en su casa; asistencia a cuantas se celebraban en las del gremio, sacrificando al objeto viejas antipatías e inveterados odios. En el otoño a Madrid; por Semana Santa, a Sevilla; en el estío, a las Provincias; en invierno, a París, y en París y en las Provincias y en Sevilla y en Madrid, el oro a torrentes y las galas a montones.

-Ya ves, hija mía -decía con frecuencia a Enriqueta la amorosa madre-, el rey del mundo es el dinero: por él brillas en la sociedad; por él acuden adoradores al resplandor de tu belleza; por él viajas, gozas y aprendes; eres la admiración de las pobres y la envidia de tus iguales. Con una posición menos brillante que la tuya, estarías metida en el rincón de tu casa; llegarías a ser la esposa de un modesto traficante, o de un abogado de talento: pasarías la vida sufriendo la pesada carga de tus hijos, y acabarían por hastiarte las virtudes de tu marido, si no te llevaba al mundo y no podías hacer compatibles las tareas de la madre con los triunfos de la gran señora. Por eso te encargo como madre tierna y te aconsejo como amiga cariñosa, que no te dejes vencer nunca de los impulsos de tu corazón de mujer; que estudies bien a los hombres que se te acerquen, y que, en la duda, si duda puede caber en esto, te decidas siempre por el más rico, sin que por eso te hagas esclava de ninguno. A esto te obligan tus conveniencias, la sociedad en que vives y el nombre que llevas.

¿Labraban algo estos peregrinos consejos en el ánimo de Enriqueta, o seguía ésta llenando su corazón con el recuerdo del pobre César? No es prudente llegar ahora a tales profundidades con el escalpelo de las conjeturas. Baste declarar, y eso porque se veía, que Enriqueta, en la plenitud entonces de su belleza, no mostraba la menor repugnancia a seguir la senda en que la había colocado su madre. El continuo trato de tan diversas gentes habíala hecho perder el natural encogimiento de sus años primaverales, su aire meditabundo y su aversión a la bulla y a la agitación de los centros del mundo elegante. En cambio había ganado una multitud de recursos atractivos, hijos del arte de agradar a los hombres y desesperar a las mujeres menos artistas; recursos que, por de pronto, revelan en quien los posee afición y desenvoltura. Sabía como ninguna hacer crujir, andando, la seda de su vestido: entretener largo tiempo con agudezas y discreteos una corte de aduladores; cantar al piano una romanza sentimental o unas seguidillas picantes, con todo el donaire de una consumada artista, aun cuando la escuchara un público desconocido; y, por último, esgrimir los ojos, la morbidez del brazo, la pequeñez del pie y la flexibilidad del talle, con una fuerza de encanto irresistible. Pero a la vez, preciso es confesarlo si hemos de ser escrupulosos historiadores, no perdía ocasión de preguntar a su padre si César escribía, si estaba bueno y si andaba ya en camino de llegar pronto a la fortuna. A lo cual respondía siempre el pobre hombre que su sobrino continuaba siendo tan cariñoso; que no tardaría en ser rico y en volver al país, y que en sus cartas siempre le preguntaba por todos y cada uno. ¿Quería don Serapio (que sin embargo decía la verdad) mantener vivo en su hija el fuego de la combatida pasión, para llevar adelante su contrariado proyecto, o simplemente responder a las preguntas que se le hacían? Y estas preguntas, ¿eran hijas de un sencillo deseo de ver cuanto antes al ausente, o de un afán de que éste fuera muy rico para, en caso muy probable, preferir, en la necesaria elección, lo que, sin salir de los preceptos de su madre, no repugnase a su corazón? Vaya usted a adivinarlo.

Lo que no ofrece duda es que al cabo de seis años pasados por doña Sabina en constante despilfarro, la casa de su marido no pudo con ellos: llegó don Serapio a no hallar ya puntales con qué sostenerla, y no tuvo más remedio que armarse de valor y decidirse, por primera vez en su vida, a hacer la consabida hombrada, convencido de que antes de pocos meses tendría que presentarse a sus acreedores y declararles toda la verdad.

En tan amargo trance, cerró los ojos y abordó a su mujer con estas palabras, por toda introducción:

-¿No se te ha ocurrido jamás la idea de que podía llegar un día en que, por la adversidad de la suerte, o por la imprudencia de los hombres... Y de las mujeres, ese filón que viene surtiéndote de oro sin tasa se agotara de repente?

-Nunca se me ha ocurrido semejante idea -respondió con la mayor serenidad doña Sabina. Pero tornándose luego hosca y altanera, preguntó a su vez: -Y ¿por qué se me había de ocurrir?

-¿Por qué? Porque es una idea muy puesta en razón.

-Una idea como tuya, y nada más.

-Una idea que puede realizarse a la hora menos pensada.

-¡En tu casa! ¿Es ella, por ventura, de apariencia? ¿Somos nosotros ricos de pega, o de ayer acá? ¿No es tu fortuna la primera del pueblo?

-Pero las fortunas se quebrantan... Y se concluyen...

-¡No la tuya!

-Como otra cualquiera, Sabina.

-Pero aunque eso sea, ¿por qué quieres, así tan de repente, que me ponga yo a meditar sobre ese ridículo tema?

-Porque es indispensable, no solamente que medites, sino también que ajustes tu conducta a esa meditación.

-¿Estás loco, Serapio?

-¡Ojalá lo estuviera!

-Pero ¿qué sucede?

-Que esos temores están a punto de ser un hecho, Sabina.

-¡Jesús nos ampare!

-Y que si no pones coto a tus despilfarros, y acaso aunque le pongas, antes de seis meses me presento...

-¡Acaba!

-En quiebra.

-¡Imposible! -gritó doña Sabina en un arrebato de soberbia-. Tu casa no puede quebrar... Yo no puedo dejar de ser rica... Yo no puedo reducirme a las estrecheces de una mujer cualquiera... Tú tienes obligación ¡entiéndelo bien! de vencer todas las dificultades que se opongan al brillo de tu familia.

-He aquí el fruto de mis contemplaciones... He aquí bien patente la mano de Dios, -exclamó el desdichado comerciante dejando caer su cabeza sobre el pecho.

-Pero ¿y el mundo? ¿Qué dirá el mundo si nos ve caer de tal altura? -insistió la soberbia mujer, mirando como una fiera a su marido.

-¡Ahora te acuerdas del mundo!... ¡ahora le temes! ¿Por qué no le temiste antes? ¿Por qué te dejaste seducir por él?

-¿Serás capaz también de echarme la culpa de tus torpezas.

-¡De mis torpezas!

-¡Sí, de tus torpezas!... Una mala dirección, una inteligencia tan... tan estúpida pomo la tuya, son siempre la causa de los malos negocios; no los miserables gastos de una pobre mujer, esclava de sus deberes.

Y la insensata lloraba de ira.

-¡Mientes! -gritó fuera de sí el manso don Serapio, oyéndose tratar con tan negra injusticia-. Los azares de la suerte las menos veces, y las más el constante, espantoso saqueo que has estado haciendo en mi caja, han sido la causa del desastre... o pueden llegar a serlo, si mis temores, bien fundados, se realizan.

-¿Luego todavía no ha llegado ese caso? -exclamó anhelante y menos ensoberbecida ya doña Sabina-. Quizá podrá evitarse...

-Pues ¿qué estoy diciéndote, mujer diabólica?

-Y ¿crees tú -prosiguió ésta sin darse por entendida del piropo-, que con alguna economía en casa?...

-No creo que sólo eso pueda bastar; pero en el trance en que me veo, quiero, aunque me haya acordado tarde, echar mano de todos los recursos que estén a mi alcance.

-Y el de las economías...

-El de las economías es el primero que exijo, hasta por razones de delicadeza.

-No comprendo esas razones.

-Ni lo necesitas. Lo indispensable son economías, y éstas, yo te lo aseguro, las habrá desde hoy.

-¿Y Enriqueta?

-Enriqueta no necesita saber nada por ahora.

-¿Y si desea vestirse... o un capricho?

-¡Vestirse!... ¡cuando tiene su ropero abarrotado! ¡Caprichos! Enriqueta no los tendrá si su madre no se los propone.

-¡Serapio!

-Me tienen ya sin cuidado tus furores. ¡Ojalá me hubiera pagado siempre de ellos lo que me pago en este instante!

-¡Estos son los hombres honrados! -exclamó aquí doña Sabina, llorando, no sé si de despecho o de dolor-. Crueles, sin corazón, cuando nos ven agobiadas por la desgracia.

-Estos martirios, Sabina, no los damos los hombres. Suelen venir de más alto. ¡Harto será que en esta ruda prueba no estemos pagando todos el mayor de tus pecados y la más indigna de todas mis debilidades!

-¿Qué pecado tan horrendo puedo haber cometido yo que merezca el infamante castigo de ser pobre? -rugió doña Sabina en un arrebato de desesperación.

-Muchos -le replicó don Serapio indignado-: por de pronto, el de la soberbia que te dicta esas palabras insensatas, y después, el de arrojar de tu casa inicuamente a mi pobre sobrino, porque no era rico y estorbaba a tus planes.

-¿Por qué lo consentiste?

-Ese es precisamente el pecado de mi debilidad, pecado que, con el tuyo, ha traído el desastre sobre mi casa. Esta es la verdad. Cuida ahora de no perderla de vista si hemos de evitar mayores desventuras.

Dicho esto, salió don Serapio y cayó su señora en un estupor casi de idiota, del cual no volvió sino para meterse en la cama y pasarse en ella dos días, alimentándose el alma con haraposas visiones, y el cuerpo con tisanas.