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Ovidio Metamorfosis VII

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Ovidio, Metamorfosis, Libro VII


Medea y Jasón
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     Y ya el estrecho los Minias con la Pagasea popa cortaban
y bajo una perpetua noche llevando su desvalida vejez
a Fineo visto habían, y los jóvenes de Aquilón creados
las virginales aves de la boca del desgraciado viejo habían ahuyentado,
y tras muchas peripecias bajo el claro Jasón finalmente 5
habían alcanzado, robadoras, del limoso Fasis las ondas.
Y mientras acuden al rey y de Frixo los vellones le demandan
† y la condición es dada a su números, † horrenda, de grandes trabajos,
concibe entre tanto la Eetíade unos vigorosos fuegos,
y tras combatirlos mucho tiempo, después que con la razón su furor 10
vencer no pudo: “En vano, Medea, resistes.
No sé qué dios se opone”, dice, “y milagro si no esto es,
o algo ciertamente semejante a esto, a lo que amar se llama.
Pues, ¿por qué las órdenes de mi padre demasiado a mí duras me parecen?
Son también duras demasiado. ¿Por qué a quien ahora poco recién he visto 15
de que muera tengo miedo? ¿Cuál la causa de tan gran temor?
Sacude de tu virgíneo pecho las concebidas llamas,
si puedes, infeliz. Si pudiera más sana estaría.
Pero me arrastra, involuntaria, una nueva fuerza, y una cosa deseo,
la mente de otra me persuade. Veo lo mejor y lo apruebo, 20
lo peor sigo. ¿Por qué en un huésped, regia virgen,
te abrasas y tálamos de un extraño mundo concibes?
Esta tierra también puede lo que ames darte. Viva o él
muera, en los dioses está. Viva, aun así, y esto suplicarse
incluso sin amor lícito es, pues ¿qué ha cometido Jasón? 25
¿A quién sino a un cruel no conmueva de Jasón la edad
y su estirpe y su virtud? ¿A quién no, aunque lo demás falte,
su rostro conmover puede? Ciertamente mi pecho ha conmovido.
Mas si ayuda no le presto la boca de los toros a él le soplará,
y correrá contra su propio sembrado –los enemigos por la tierra 30
creados–, o al ávido dragón será entregado como fiera presa.
Esto yo, si lo tolero, entonces yo de una tigresa nacida,
entonces que hierro y peñas llevo en el corazón confesaré.
¿Por qué no también lo miro morir y mis ojos al verlo
contamino? ¿Por qué no los toros instigo contra él, 35
y a los hijos de la tierra fieros, y al insomne dragón?
Los dioses mejor lo quieran. Aunque no esto he de rogar,
sino de hacer yo. ¿Y traicionaré yo los reinos de mi padre
y por la ayuda nuestra no sé qué recién llegado se salvará,
para que, por mí salvado, sin mí dé sus lienzos a los vientos 40
y el marido sea de otra, para el castigo Medea quede?
Si hacer esto, o a otra puede anteponernos a nos,
muera el ingrato. Pero no tal el rostro en él,
no tal la nobleza de su ánimo es, tal la gracia de su hermosura,
que tema su engaño, y del mérito nuestro los olvidos. 45
Y dará antes su fe y obligaré a que en esos pactos testigos
sean los dioses ¿Qué segura temes? Cíñete y toda
demora desecha: a ti él siempre se deberá, Jasón,
a ti con antorcha solemne se unirá y por las pelasgas
ciudades como su salvadora te celebrará la multitud de las madres. 50
¿Así pues yo a mi germana y hermano, y padre y dioses
y mi natal suelo, por los vientos llevada, he de dejar?
Naturalmente mi padre cruel, naturalmente es la mía una bárbara tierra,
mi hermano todavía un bebé. Están conmigo los votos de mi hermana,
el más grande dios dentro de mí está. No grandes cosas atrás dejaré, 55
grandes cosas seguiré: el título de haber salvado la juventud aquea
y el conocimiento de un lugar mejor y fortalezas cuya fama
aquí incluso florece, y el cultivo y artes de esos lugares,
y aquél que yo con las cosas que todo posee el orbe,
el Esónida, mutar querría, con el cual, como esposo, feliz 60
y querida a los dioses se me diga y con mi cabeza las estrellas toque.
¿Y qué decir de no sé qué montes que se dice que en medio
de las ondas atacan, y, de las naves enemiga, Caribdis,
que ahora sorbe el estrecho, ahora lo devuelve, y, ceñida de salvajes
perros, de una Escila rapaz, que en el profundo siciliano ladra? 65
Naturalmente reteniendo lo que amo y a su regazo en Jasón sujeta
por estrechos largos iré. Nada a él abrazada temeré
o si de algo tengo miedo, tendré miedo de mi esposo solo.
¿Acaso matrimonio lo crees y unos especiosos nombres a la culpa,
Medea, tuya, impones? Es más, mira a qué gran 70
impiedad avanzas, y mientras lícito es, huye del crimen.”
Dijo y ante sus ojos lo recto y la piedad y pudor
se erigían, y con la vencida daba ya la espalda Cupido.

     Marchaba junto a unas antiguas aras, de Hécate la Perseide,
las cuales un bosque sombrío y una secreta espesura cubría, 75
y ya fuerte era, y rechazado se resedaba su ardor,
cuando ve al Esónida, y la extinguida llama reluce.
Enrojecieron sus mejillas y en todo se recandeció su rostro
y como suele con los vientos alimentos cobrar y, la que
pequeña bajo el acumulado rescoldo se escondía, la brasa, 80
crecer, y hasta sus viejas fuerzas, agitada, resurgir,
así ya lene su amor, ya cual languidecer creerías,
cuando vio al joven, con la hermosura de él presente, se enardeció
y, por acaso, de lo acostumbrado más hermoso de Esón el hijo
en aquella luz estaba: podrías perdonar a la enamorada. 85
Lo mira, y en su rostro, como entonces al fin visto,
sus luces fijas mantiene, y no que ella un mortal
rostro ve, demente, cree, ni se desvía de él.
Cuando empero empezó a hablar y la diestra le prende
el huésped y auxilio con sumisa voz le rogó 90
y le prometió su lecho, con lágrimas dice ella desbordadas:
“Qué haré, veo, y no a mí la ignorancia de la verdad
me engañará, sino el amor. Salvado serás por regalo de nos:
salvado lo prometido me darás.” Por los misterios de la triforme
diosa, él, y el numen que estuviera en aquella floresta, 95
y por el padre de su suegro futuro, que divisa todas las cosas,
y los eventos suyos y tan grandes peligros jura.
Creído recibe en seguida unas encantadas hierbas
y aprende su uso y alegre a sus techos se retiró.
     La posterior Aurora había despedido a las estrellas rielantes. 100
Se reúnen los pueblos en el sagrado campo de Marte
y se instalan en sus cimas. En medio el rey mismo se aposenta
del grupo, en púrpura, y por su cetro marfileño insigne.
He aquí que por sus aceradas narinas vulcano soplan
los toros de pies de bronce, y tocadas por sus vapores las hierbas 105
arden, y como suelen llenas resonar las chimeneas,
o cuando en un horno de tierra los sílices sueltos
conciben fuego con la aspersión en ellos de límpidas aguas,
sus pechos así, por dentro revolviendo las encerradas llamas,
y su garganta quemada, suenan. Aun así, de ellos, el hijo de Esón 110
al encuentro va. Volvieron bravíos a la cara del que llegaba
sus terribles rostros y sus cuernos, prefijados con hierro,
y el polvoriento suelo con su pie bipartido pulsaron
y de humeantes mugidos el lugar llenaron.
Rígidos de miedo quedaron los Minias; se acerca él y no lo que ellos 115
exhalan siente –tanto las drogas pueden–,
y sus colgantes papadas acaricia con audaz diestra,
y abajo puestos del yugo el peso grave les obliga del arado
a llevar, y el desacostumbrado campo a hierro hender.
Se admiran los colcos, los Minias con sus clamores le acrecen 120
y suman arrestos. De su gálea de bronce entonces toma
los vipéreos dientes y en los arados campos los esparce.
Esas semillas ablanda la tierra, de un vigoroso veneno antes teñida,
y crecen y se hacen los sembrados dientes nuevos cuerpos
y como su aspecto humano toma en el materno vientre 125
y en sus proporciones dentro se compone el bebé,
y no, sino maduro, sale a las comunes auras,
así, cuando en las entrañas de la grávida tierra su imagen
completada fue de hombre, en ese campo preñado surge,
y lo que más milagroso es, al par dadas a la luz, sacude sus armas. 130
A los cuales cuando vieron, para blandir preparados sus astas
de puntiaguda cúspide contra la cabeza del hemonio joven,
bajaron de miedo su rostro y su ánimo los pelasgos.
Ella también se aterró, la que seguro lo había hecho a él,
y cuando que acudían vio al joven tantos enemigos, uno él, 135
palideció y súbitamente sin sangre, fría, sentada estaba,
y para que no poco puedan las gramas por ella dadas, una canción
auxiliar canta y sus secretas artes invoca.
Él, un pesado sílice lanzando en medio de los enemigos
un Marte de sí despedido vuelve contra ellos. 140
Los hijos de la tierra perecen por mutuas heridas, los hermanos,
y en civil columna caen. Le felicitan los aqueos
y al vencedor sostienen y en ávidos abrazos lo estrechan.
Tú también al vencedor abrazar, bárbara, quisieras.
Pero a ti, para que no lo hicieras, te contuvo el temor de tu fama: 145
se opuso a tu intento el pudor; mas abrazado lo hubieras.
Lo que se puede, con afecto tácito te alegras y das
a tus canciones las gracias y a los dioses autores de ellos.
     Al siempre vigilante dragón queda con hierbas dormir,
el que con su cresta y lenguas tres insigne, y con sus corvos 150
dientes horrendo, el guardián era del árbol áureo.
A él, después que lo asperjó con grama de leteo jugo
y las palabras tres veces dijo hacedoras de los plácidos sueños,
las que el mar turbado, las que los lanzados ríos asientan:
cuando el sueño a unos desconocidos ojos llegó, y del oro 155
el héroe Esonio se apodera, y del despojo, orgulloso,
a la autora del regalo consigo –despojos segundos– portando,
vencedor tocó con su esposa de Iolco los puertos.

Medea y Esón
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     Las hemonias madres por sus hijos recobrados, dones,
y los padres de avanzada edad, ofrecen, y amontonados en la llama 160
inciensos licuecen, y cubiertos sus cuernos de oro
una víctima los votos hace, pero falta entre los agradecidos Esón
ya más cercano a la muerte y cansado en sus seniles años,
cuando así el Esónida: “Oh a quien deber mi salvación
confieso, esposa, aunque a mí todas las cosas me has dado 165
y ha excedido a lo creíble la suma de los méritos tuyos,
si, aun así, esto pueden –pues qué no tus canciones pueden–,
quítame de mis años, y los quitados añade a mi padre”,
y no contuvo las lágrimas: conmovióse ella de la piedad del que rogaba
y a su desemejante ánimo acudió el Eetes que ella abandonó. 170
Y no, aun así, afectos tales confesando: “¿Qué abominación”,
dice, “ha salido de la boca tuya, esposo? ¿Así, que yo puedo
a alguien, crees, transcribir un espacio de tu vida?
Ni permita esto Hécate ni tú pides algo justo, pero que esto
que pides mayor, probaré a darte un regalo, Jasón. 175
Con el arte mía la larga edad de mi suegro intentaremos,
no con los años tuyos, renovar, sólo con que la divina triforme
me ayude y presente consienta estos ingentes atrevimientos.
     Tres noches faltaban para que sus cuernos todos se unieran
y efectuaran su círculo: después de que llenísima fulgió 180
y con su sólida imagen las tierras miró la luna,
sale de los techos, de ropas desceñidas vestida,
desnuda de pie, desnudos sus cabellos por los hombros derramados,
y lleva errantes por los mudos silencios de la media noche
no acompañada sus pasos. A hombres y pájaros y fieras 185
había relajado una alta quietud. Sin ningún murmullo serpea ella:
a la que está dormida semejante, sin ningún murmullo, la serpiente.
Inmóviles callan las frondas, calla el húmedo aire.
Las estrellas solas rielan, a las cuales sus brazos tendiendo
tres veces se torna, tres veces con aguas cogidas de la corriente
el pelo se roró y en ternas de aullidos su boca 190
libera, y en la dura tierra puesta de hinojos:
“Noche”, dice, “a los arcanos fidelísima, y los que áureos
sucedéis, con la luna, a los diurnos, astros,
y tú tricéfala Hécate, que cómplice de nuestras empresas
y fautora vienes, y cantos y artes de los magos, 195
y la que a los magos, Tierra, de potentes hierbas equipas,
y auras y vientos y montes y caudales y lagos
y dioses todos de los bosques, y dioses todos de la noche, asistid,
con cuya ayuda cuando lo quise ante sus asombradas riberas los caudales
a los manantiales retornaron suyos; y agitados calmo, 200
y quietos agito con mi canto los estrechos; las nubes expulso
y las nubes congrego, los vientos ahuyento y llamo,
vipéreas fauces rompo con mis palabras y canción,
y vivas rocas y convulsos robles de su tierra,
y espesuras muevo y mando temblar los montes 205
y mugir el suelo y a los manes salir de sus sepulcros.
A ti también, Luna, te arrastro, aunque de Témesa los bronces
las fatigas tuyas minoren, el carro también con la canción nuestra
palidece de mi abuelo, palidece la Aurora con nuestros venenos.
Vosotros para mí de los toros las llamas embotasteis, y con el corvo 210
arado su cuello ignorante de carga hundisteis,
vosotros a los nacidos de serpiente contra sí fieras guerras disteis,
y al centinela rudo de sueño dormisteis, y el oro,
a su defensor engañando, mandasteis a las griegas ciudades.
Ahora menester es de jugos, por los cuales renovada la senectud, 215
a la flor vuelva y sus primeros años recolecte,
y los daréis, pues ni rielaron las estrellas en vano
ni en vano por el cuello de voladores dragones tirado
mi carro aquí está.” Estaba allí, descendido del éter, su carro.
Al cual una vez hubo ascendido y los enfrenados cuellos de los dragones 220
acarició y con sus manos sacudió las leves riendas,
sublime es arrebatada y sometido el tesalio Tempe
abajo mira y a arcillosas regiones acopla sus sierpes:
y las que el Osa ofrece, las hierbas que el alto Pelión,
y el Otris y el Pindo, y que el Pindo mayor el Olimpo, 225
observa, y las que complacen, parte de raíz saca,
parte abate con la curvatura de su hoz de bronce.
Muchas también le pluguieron, gramas de las riberas del Apídano,
muchas también del Anfriso, y no eras tú inmune, Enipeo,
y no dejó el Peneo, no dejaron del Esperquío las ondas 230
de contribuir algo, y los juncosos litorales del Bebe.
Cogió también de la eubea Antédona vivaz grama,
todavía no vulgar por el cuerpo mutado de Glauco.
Y ya el noveno día con su carro y alas de dragones,
y la novena noche todos los campos lustrar la habían visto, 235
cuando regresó, y no habían sido tocados sino del olor los dragones,
y aun así de su añosa vejez la piel dejaron.
     Se detuvo al llegar más acá del umbral y las puertas,
y sólo del cielo se cubre, y rehúye los masculinos
contactos, e instituye unas aras de césped, en número de dos, 240
la más diestra de Hécate, mas por la izquierda parte de Juventa.
Éstas cuando de verbenas y de espesura agreste hubo ceñido,
no lejos sacando tierra de dos hoyos,
sus sacrificios hace, y cuchillos a unas gargantas de vellón negro
lanza, y las anchurosas fosas inunda de sangre. 245
Entonces, encima vertiendo unas vasijas de transparente vino,
y otras vasijas vertiendo de tibia leche,
palabras a la vez derrama y los terrenos númenes aplaca
y de las sombras ruega, con su raptada esposa, al rey,
que no se apresuren esos miembros a defraudar de su aliento senil. 250
A los cuales, cuando los hubo aplacado con sus plegarias y un murmullo largo,
que el cuerpo agotado de Esón fuera sacado a las auras
ordenó, y a él, relajado por su canción en plenos sueños,
a un muerto semejante, lo extendió en un lecho de hierbas.
De allí lejos al Esónida, lejos de allí ordena marchar a los sirvientes, 255
y les advierte que de los arcanos quiten sus ojos profanos.
Se dispersan, así ordenados. Sueltos Medea sus cabellos,
de las bacantes al rito, las flagrantes aras circunda
y antorchas de múltiples hendiduras en la fosa de sangre negra
tiñe, y manchadas las enciende en las gemelas aras, 260
y tres veces al anciano con llama, tres veces con agua, tres veces con azufre lustra.
     Mientras tanto una vigorosa droga en un dispuesto caldero
hierve, y bulle, y de espumas henchidas blanquea.
Allí las raíces en el valle hemonio cortadas
y las semillas y flores y jugos negros cuece. 265
Añade piedras en el extremo Oriente buscadas,
y, que el mar refluente del Océano lavó, arenas.
Añade también, recogidas en una trasnochadora luna, escarchas,
y de un búho infame, junto a sus mismas carnes, las alas,
y del que solía en hombre mutar sus rostros ferinos, 270
de un ambiguo lobo, las entrañas; y no faltó a esas cosas
la escamosa membrana de una cinifia, tenue, fétida hidra,
y de un vivaz ciervo el hígado, a los cuales encima añade
la boca y cabeza de una corneja que nueve generaciones había pasado.
Después que con éstas y mil otras cosas sin nombre 275
un propósito instruyó la bárbara más grande que lo mortal,
con una rama, árida desde hacía mucho tiempo, de clemente olivo
todo lo confundió y con lo de más arriba mezcló lo más profundo.
He aquí que el viejo palo que daba vueltas en el caliente caldero
se hace verde a lo primero, y en no largo tiempo de frondas 280
se viste, y súbitamente de grávidas olivas se carga;
mas por donde quiera que del cavo caldero espumas lanzó
el fuego y a la tierra gotas cayeron calientes,
retoña la tierra y flores y mullidas pajas surgen.
Lo cual una vez que vio, empuñando Medea la espada 285
abre la garganta del anciano, y el viejo crúor dejando
salir, rellena con sus jugos; los cuales, después que los embebió Esón
o por la boca acogidos o por la herida, la barba y los cabellos,
la canicie depuesta, un negro color arrebataron,
expulsada huye la delgadez, se van la palidez y la decrepitud 290
y con añadido cuerpo se suplen las cavas arrugas
y sus miembros exuberan: Esón se asombra y en otro tiempo,
antes cuatro decenas de años, que tal era él, recuerda.
     Había visto desde lo alto las maravillas de tan gran portento
Líber y advertido de que sus jóvenes años a las nodrizas suyas 295
podían devolverse, toma este regalo de la Cólquide.

Medea y Pelias
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     Y para que no sus engaños cesen, un odio contra su esposo falso
la Fasíade simula, y de Pelias a los umbrales suplicante
huye, y a ella, puesto que abrumado él por la vejez está,
la reciben sus hijas; a las cuales la astuta cólquide, en un tiempo 300
pequeño, de una amistad mendaz con la imagen, atrapa,
y mientras relata entre los máximos de sus méritos haber quitado
a Esón la decrepitud y en esta parte se demora,
la esperanza ha introducido entre las vírgenes de Pelias creadas
de que por arte pareja rejuvenecer podría el padre suyo, 305
y esto buscan, y un precio le ordenan que sin límite pacte.
Ella por breve espacio calla y dudar parece
y suspende los ánimos, fingiendo gravedad, de las que le rogaban.
Luego, cuando su propuesta hace: “Para que sea la fe más grande
del regalo este”, dice, “el que mayor en edad es, 310
el jefe de la grey entre las ovejas vuestras, cordero con mi droga se hará.”
     En seguida, agotado por sus incontables años un lanado
traen, curvado su cuerno alrededor de sus cavas sienes;
del cual, cuando con su cuchillo hemonio su marchita garganta
perforó y de su exigua sangre manchó el hierro, 315
los miembros a la vez de la res y unos vigorosos jugos la envenenadora
sumerge en un caldero cavo: disminuye esto las articulaciones de su cuerpo,
sus cuernos se esfuman y no menos, con sus cuernos, sus años,
y tierno se oye un balido en medio del caldero,
y sin demora, a las que del balido se asombran, les salta un cordero 320
y retoza en su huida y unas ubres lecheras quiere.
     Pasmáronse las engendradas de Pelias, y después que las promesas
exhibían su fe, entonces en verdad más encarecidamente la instan.
Tres veces los yugos Febo a sus caballos, en la ibérica corriente sumergidos,
había quitado, y en la cuarta noche radiantes rielaban 325
las estrellas, cuando a un arrebatador fuego la falaz Eetíade
impone puro líquido y sin fuerzas unas hierbas.
Y ya a la muerte parecido el sueño, relajado su cuerpo,
del rey, y con el rey suyo de sus centinelas, se había apoderado,
al cual los habían entregado sus cantos y la potencia de su mágica lengua; 330
habían entrado al serles ordenado, junto con la cólquide, en los umbrales sus hijas
y rodeaban el lecho: “¿Por qué ahora dudáis, inertes?
Empuñad”, dice, “las espadas y el viejo crúor sacadle,
que yo rellene las vacías venas con juvenil sangre.
En las manos vuestras la vida está y la edad de vuestro padre. 335
Si piedad alguna hay y no unas esperanzas tenéis vanas,
servicio prestad a vuestro padre y con las armas la vejez
sacadle y su pus extraedle aunando vuestro hierro.”
Con tales apremios, según cada una de piadosa es, la impía primera es,
y para no ser abominable, hace una abominación. Aun así, los golpes 340
suyos ninguna contemplar puede y sus ojos vuelven
y ciegas heridas dan, vueltas de espalda, con sus salvajes diestras.
Él, crúor manando, sobre su codo, aun así, levanta el cuerpo,
y semidesgarrado del lecho intenta levantarse, y en medio
de tantas espadas sus palidecientes brazos tendiendo: 345
“¿Qué hacéis, mis hijas? ¿Quién para los hados de un padre
os arma?”, dice. Cayeron en ellas arrestos y manos.
Al que más iba a decir, junto con sus palabras la garganta la cólquide
le cortó, y despedazado lo sumergió en las calientes aguas,
que si con sus aladas serpientes no se hubiese ido a las auras, 350
no exenta hubiera quedado de castigo:

Huida de Medea
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                                                          huye alta sobre el Pelión
sombrío, del Filireo los techos, y sobre el Otris,
y por el suceso del viejo Cerambo esos lugares conocidos:
él, con ayuda de las ninfas sostenido en el aire con alas,
cuando la pesada tierra fuera enterrada por el ponto que la inundaba, 355
huyó, él no enterrado, de las ondas de Deucalión.
     La eolia Pítane por la parte izquierda deja,
y hechos de piedra los simulacros de un largo dragón,
y del Ida el bosque, en el que los hurtos de su hijo, un novillo,
ocultó Líber bajo la imagen de un falso ciervo, 360
y en donde el padre de Córito enterrado en un poco de arena fue,
y los campos que Mera con su nuevo ladrido aterrorizó,
y de Eurípilo la ciudad, en donde las madres de Cos cuernos
llevaron, entonces, cuando se alejaba de Hércules la tropa,
y la Rodas de Febo, y de Iáliso los Telquines, 365
cuyos ojos, que con su misma visión arruinaban todas las cosas,
Júpiter lleno de odio a las ondas de su hermano sometió.
Atravesó también las murallas carteas de la antigua Cea,
en donde su padre Alcidamante se habría de asombrar de que pudiera
nacer plácida, del cuerpo de su hija, un paloma. 370
Desde ahí el lago de Hirie la ve, y de Cigno el Tempe,
que un súbito cisne frecuentó: pues Filio allí,
por mandato del muchacho, unas aves y un fiero león
había entregado domados; a un toro también vencer siéndole ordenado
lo había vencido, y enconado por su amor tantas veces despreciado, 375
al que esos premios supremos demandaba del toro, le negaba.
Él indignado: “Desearás dármelo”, dijo y de su alta
roca saltó. Todos que había caído muerto creían:
hecho cisne con unas níveas alas se suspendía en el aire.
Mas su madre Hirie, de su salvación ignorante, llorando 380
se delicueció y un pantano de su nombre se hizo.
Junta yace a ello Pleurón, en la cual con trepidantes alas
la Ofíade huyó, Combe, de las heridas de sus hijos.
     De ahí de Calaurea los campos la Letoide contempla,
de ese rey, vuelto ave junto con su esposa, cómplices. 385
Diestra Cilene está, en la cual con su madre Menefron
de acostarse había, al modo de las salvajes fieras.
Al Cefiso lejos de aquí, que lloraba los hados de su nieto,
vuelve su mirada, en una henchida foca por Apolo convertido,
y de Eumelo a la casa, haciendo duelo en el aire de su hijo. 390
     Finalmente con sus vipéreas plumas la Éfira Pirénide,
alcanza: aquí los antiguos divulgaron que en la edad primera
mortales cuerpos de unos pluviales hongos habían nacido.

Medea y Teseo
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     Pero después que con los colcos venenos ardió la recién casada
y flagrante la casa del rey vieron los mares ambos, 395
con la sangre de sus hijos se inunda su impía espada
y vengándose a sí misma mal la madre, de las armas de Jasón huyó.
De aquí, por los dragones arrebatada del Titán, entra
en los recintos de Palas, los que a ti, justísima Fene,
y a ti, anciano Périfas, al par os vieron volando, 400
y apoyada en unas nuevas alas a la nieta de Polipemon.
La acoge a ella Egeo, sólo por este hecho condenable,
y no bastante la hospitalidad es, del tálamo también con la alianza a él la une.
     Y ya estaba allí Teseo, prole ignorada para su padre,
y, por la virtud suya, el de dos mares había pacificado, el Istmo. 405
De él para la perdición mezcla Medea el que un día
había traído consigo de las escíticas orillas, ese acónito.
Aquel recuerdan que de los dientes de la equidnea perra
surgido fue: una gruta hay, por su tenebrosa abertura ciega,
hay un camino declinante, por el cual el tirintio héroe 410
al que se resistía y contra el día y sus rayos rielantes
sesgaba sus ojos, con cadenas unidas a acero,
a Cérbero, arrastró, el cual, su rabiosa ira concitada,
llenó al par con sus ternas de ladridos las auras
y asperjó los verdes campos de sus espumas blanqueantes. 415
Que éstas se solidificaron creen, y que obteniendo alimentos de su feraz
y fecundo suelo, las fuerzas cobraron de hacer daño;
a los cuales, puesto que nacen vivaces en los duros escollos,
los rústicos acónitos los llaman; éstos por astucia de su esposa
su propio padre, Egeo, a su hijo extendió como a enemigo. 420
Había cogido con ignorante diestra Teseo las dadas copas,
cuando su padre en el puño de marfil de su espada conoció
las señales de su familia y la fechoría sacudió de su boca.
Escapó ella de la muerte con unas nubes mediante sus canciones movidas.
     Mas su padre, aunque se alegra de su salvo hijo, 425
atónito aun así está de que una ingente abominación, por tan poca
distancia, cometerse pudo: templa con fuegos las aras
y de presentes a los dioses colma y hieren las segures
los cuellos torosos de bovinos, atados sus cuernos con cintas.
Ninguno entre los Erectidas se dice que más celebrado que aquel 430
día lució; preparan convites los padres
y el medio pueblo, y canciones –el vino su ingenio
haciendo– no dejan de cantar: “De ti, máximo Teseo,
se ha admirado Maratón por la sangre del creteo toro,
y que, a salvo del cerdo, ara su Cromión el colono, 435
regalo y obra tuya es; la tierra epidauria por ti
vio, portadora de la maza, sucumbir de Vulcano a la prole,
vio también al inclemente Procrustes la cefisíade orilla;
de Cerción la muerte vio la Cereal Eleusis.
Cayó aquel Sinis, que de sus grandes fuerzas mal se sirvió, 440
el que podía curvar los troncos, y bajaba desde lo alto
a la tierra los que a lo ancho habían de esparcir cuerpos: unos pinos.
Segura hasta Alcátoe, lelegeias murallas, una senda,
una vez terminó con Escirón, se abre, y dispersos la tierra
les niega una sede, una sede le niega a sus huesos de ladrón la onda, 445
los cuales, agitados mucho tiempo, se dice que los endureció su vejez
en escollos; de escollos el nombre de Escirón está prendido.
Si tus glorias y los años tuyos contar quisiéramos,
tus hechos someterían a tus años. Por ti, valerosísimo, estos votos
públicos asumimos, de Baco por ti tomamos estos sorbos.” 450
Resuena, del asentimiento del pueblo y las súplicas de los fautores,
el real, y lugar triste alguno en toda la ciudad no hay.

Minos y Céfalo (I)
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     Aun así –hasta tal punto ningún placer es limpio
e inquietud alguna en las alegrías interviene–, Egeo
unos goces no percibió íntegros por su hijo recobrado: 455
guerras prepara Minos, el cual, aunque en soldado, aunque
por su armada es fuerte, aun así por su paterna ira es firmísimo
y del asesinato de Androgeo se venga con justas armas.
Antes, con todo, para la guerra busca fuerzas amigas
y con la que poderoso es considerado, con su voladora armada, los mares recorre. 460
Por aquí a Anafe se adhiere y los reinos de Astipalea
–con promesas a Anafe, los reinos de Astipalea con la guerra–,
por aquí la humilde Míconos, y los arcillosos campos de Cimolos,
y floreciente de tomillo a Citnos, y la plana Serifos,
y la marmórea Paros, y a la que impía traicionó Arne, 465
† Siton † : recibido el oro, que avara había demandado,
mutada fue en un ave que ahora también ama el oro,
negra de pies, de negras plumas velada, la corneja.
     Mas no Olíaros y Dídime y Tenos y Andros
y Gíaros y de su nítida oliva feraz Peparetos 470
a las naves ayudaron de Gnosos. De allí por su costado siniestro
a Enopia Minos acude, de los Eácidas los reinos:
Enopia los antiguos la llamaron, pero el propio
Éaco Egina, de su madre con el nombre, le llamó.
La multitud se lanza y de tanta fama a un hombre conocer 475
ansía; al encuentro corren de él Telamón y menor
que Telamón Peleo y, la prole tercera, Foco;
el mismo también sale, tardo por la pesadez senil,
Éaco, y cuál sea de su venida la causa pregunta.
Al serle recordado de su padre el luto suspira y a él 480
palabras le refiere tales el regidor de los cien pueblos:
“Que estas armas favorezcas te pido, por mi hijo tomadas, y de esta piadosa
milicia parte seas: para su túmulo consuelos demando.”
A él el Asopíada: “Pides cosa inútil”, dijo, “y que la ciudad
no ha de hacer mía; pues no más unida ninguna 485
tierra a los cecrópides que ésta está: tales las alianzas nuestras.”
Triste se va y: “Se mantendrán para ti tus pactos a alto precio”,
dijo, y más útil una guerra amenazar piensa que es,
que hacerla, y sus fuerzas allí previamente consumir.
     La armada lictia desde los enopios muros todavía 490
contemplarse podía, cuando a plena vela lanzada
una ática popa llega y en esos puertos amigos entra,
la cual a Céfalo, y de la patria a la vez unos encargos, llevaba.
Los Eácidas jóvenes, después de largo tiempo visto,
reconocieron, aun así, a Céfalo y sus diestras le dieron 495
y de su padre a la casa lo condujeron. Digno de ver el héroe,
y de su vieja hermosura reteniendo todavía ahora las prendas
avanza, y una rama sosteniendo de su paisana oliva
a su diestra y su siniestra a dos de edad menor,
él el mayor, tiene, a Clito y Butes, por Palante creados. 500
     Después que sus encuentros primeros sus palabras propias llevaron,
del Cecrópida los encargos Céfalo cumple y le ruega
auxilio y el pacto le recuerda y las leyes de sus padres
y que el dominio se pretende de toda la Acaya añade.
Así, cuando la encargada causa su elocuencia hubo alentado, 505
Éaco, en el puño de su cetro su mano siniestra apoyando:
“Auxilio no pedid, sino tomadlo”, dijo, “oh Atenas,
y sin dudar las fuerzas que esta isla tiene, vuestras
decidlas, y todo lo que de las cosas mías el estado es.
Reciedumbre no falta: me sobra a mí soldado y hueste. 510
Gracias a los dioses, feliz e inexcusable tiempo este.”
“Mejor que así sea”, Céfalo: “Que crezca tu urbe en ciudadanos
te deseo”, dice. “Llegando yo, ciertamente, ahora poco, gozos sentí
cuando una tan bella, tan semejante en edad, esta juventud
a mi encuentro avanzaba; muchos, aun así, entre ellos echo de menos, 515
a los que un día vi en vuestra ciudad anteriormente al ser recibido.”

La peste de Egina
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     Éaco gimió hondo y con triste voz así hablando:
“A un luctuoso principio una mejor fortuna ha seguido.
Ésta ojalá pudiera a vosotros remembraros sin aquél.
Por su orden ahora lo recordaré y para no con un largo rodeo deteneros: 520
huesos y cenizas yacen los que con memorativa mente echas de menos,
y cuánta parte, ellos, del estado mío, perecieron.
     Una siniestra peste por la ira injusta de Juno sobre estos pueblos
cayó, al odiar ella, dichas por su rival, estas tierras.
Mientras pareció mortal la desgracia y de tan gran calamidad 525
se escondía la causa dañina, combatióse con el arte médica;
la perdición superaba al remedio, que vencido yacía.
Al principio el cielo una espesa bruma sobre las tierras
puso y unos perezosos ardores encerró entre esas nubes,
y mientras cuatro veces juntando sus cuernos completó su círculo 530
la Luna, cuatro veces su pleno círculo, atenuándose, destejió,
con mortíferos ardores soplaron los calientes austros.
Consta que también hasta los manantiales el daño llegó, y los lagos,
y muchos miles de serpientes por los incultivados campos
vagaron y con sus venenos los ríos profanaron. 535
En el estrago de los perros primero, y de las aves y ovejas y bueyes
y entre las fieras, de la súbita enfermedad se captó la potencia.
De que caigan el infeliz labrador se maravilla, vigorosos,
entre la labor, los toros, y en mitad se tumben del surco.
De las lanadas greyes, balidos dando dolientes, 540
por sí mismas las lanas caen y sus cuerpos se consumen.
El acre caballo un día y de gran fama en el polvo,
desmerece de sus palmas, y de sus viejos honores olvidado
junto al pesebre gime a punto de morir de enfermedad inerte;
no el jabalí de su ira se acuerda, no de confiar en su carrera 545
la cierva, ni contra los fuertes ganados de correr los osos.
Todo el languor lo posee y en las espesuras y campos y caminos
cuerpos feos yacen y vician con sus olores las auras.
Maravillas diré: no los perros y las ávidas aves,
no los canos lobos a ellos los tocaron; caídos se licuecen 550
 y con su aflato dañan y llevan sus contagios a lo ancho.
     “Llega a los pobres colonos con daño más grave
la peste y en las murallas señorea de la gran ciudad.
Las vísceras se queman a lo primero, y de la llama escondida
indicio el rubor es y el producido anhélito. 555
Áspera la lengua se hincha, y por esos tibios vientos árida
la boca se abre, y auras graves se reciben por la comisura.
No la cama, no ropas soportarse algunas pueden,
sino en la dura tierra ponen sus torsos, y no se vuelve
el cuerpo de la tierra helado, sino la tierra de ese cuerpo hierve, 560
y moderador no hay, y entre los mismos que la medican salvaje
irrumpe la calamidad, y en contra están de sus autores sus artes.
Cuanto más cercano alguien está y sirve más fielmente a un enfermo,
al partido de la muerte más pronto llega, y cuando de salvación
la esperanza se ha ido y el fin ven en el funeral de la enfermedad, 565
ceden a sus ánimos y ninguna por qué sea útil su preocupación es,
pues útil nada es. Por todos lados, dejado el pudor,
a los manantiales y ríos y pozos espaciosos se aferran
y no la sed es extinguida antes que su vida al beber;
de ahí, pesados, muchos no pueden levantarse y dentro de las mismas 570
aguas mueren; alguno aun así toma también de ellas.
Y, tan grande es para los desgraciados el hastío del odiado lecho,
de él saltan, o si les prohíben sostenerse sus fuerzas,
sus cuerpos ruedan a tierra y huye de los penates
cada uno suyos, y a cada uno su casa funesta le parece, 575
y puesto que la causa está oculta, su lugar pequeño está bajo acusación.
Medio muertos errar por las calles, mientras estar de pie podían,
los vieras, llorando a otros y en tierra yacentes
y sus agotadas luces volviendo en su supremo movimiento,
y sus miembros a las estrellas tienden del suspendido cielo, 580
por aquí y allá, donde la muerte los sorprendiera, expirando.
     Cuánto yo entonces ánimo tuve, o cuánto debí de tener,
que la vida odiara y deseara parte ser de los míos.
Adonde quiera que la mirada de mis ojos se volvía, por allí
gente había tendida, como cuando las pútridas frutas 585
caen al moverse sus ramas y al agitarse su encina las bellotas.
Unos templos ves enfrente, sublimes con sus peldaños largos
–Júpiter los tiene–: ¿quién no a los altares esos
defraudados inciensos dio? ¿Cuántas veces por un cónyuge su cónyuge,
por su hijo el padre, mientras palabras suplicantes dice, 590
en esas no exorables aras su vida terminó,
y en su mano del incienso parte, no consumida, encontrada fue?
¿Llevados cuántas veces a los templos, mientras los votos el sacerdote
concibe y derrama puro entre sus cuernos vino,
de una no esperada herida cayeron los toros? 595
Yo mismo, sus sacrificios a Júpiter por mí, mi patria y mis tres
hijos cuando hacía, mugidos siniestros la víctima
dejó escapar, y, súbitamente derrumbándose sin golpes algunos,
de su exigua sangre tiñó, puestos bajo ella, los cuchillos.
Sus entrañas también enfermas las señas de la verdad y las advertencias de los dioses 600
habían perdido: tristes penetran hasta las vísceras las enfermedades.
Delante de los sagrados postes vi arrojados cadáveres,
delante de las mismas –para que la muerte trajera más inquina– aras.
Parte su aliento con el lazo cierran y de la muerte el temor
con la muerte ahuyentan y voluntariamente llaman a unos hados que se acercan. 605
Los cuerpos enviados a la muerte en ningún funeral, como de costumbre,
se llevan, pues tampoco abarcaban los funerales las puertas;
o no sepultados pesan sobre las tierras o son dados a las altas
piras, no dotados. Y ya reverencia ninguna hay
y acerca de las piras pelean y en ajenos fuegos arden. 610
Quienes les lloren no hay, y no lloradas vagan
de los hijos y hombres las ánimas, y de jóvenes y viejos,
y ni lugar para los túmulos, ni bastante árbol hay para los fuegos.
     Atónito por tan gran torbellino de desgraciadas cosas:
 “Júpiter, oh”, dije, “si que tú, relatos no falsos 615
cuentan, a los abrazos de Egina, la Esópide, fuiste,
ni tú, gran padre, nuestro padre te avergüenzas de ser,
o a mí devuelve a los míos, o a mí también guárdame en el sepulcro.”
Él una señal con el relámpago dio, y el trueno siguiente.
 “Los acojo y sean éstos, te ruego, felices signos 620
de la mente tuya”, dije; “el presagio que me das tomo por prenda.”
Por acaso había allí junto, de anchurosas ramas ralísima,
consagrada a Júpiter, una encina de simiente de Dodona.
Aquí nos unas recolectoras observamos, en fila larga,
una gran carga en su exigua boca, unas hormigas, llevando, 625
que por la rugosa corteza preservaban su calle.
Mientras su número admiro: “Otros tantos, padre óptimo”, dije,
“tú a mí dame, y estas vacías murallas suple.”
Se estremeció y, sus ramas moviéndose sin brisa, un sonido
la alta encina dio: de pavoroso temor el cuerpo mío 630
se estremeció y erizado tenía el pelo; aun así, besos a la tierra
y a los robles di, y que yo tenía esperanzas no confesaba;
tenía esperanzas, aun así, y con mi ánimo mis votos alentaba.
La noche llega y, hostigados por las inquietudes, de los cuerpos el sueño
se apodera: ante mis ojos la misma encina a mí que estaba, 635
y que prometía lo mismo, y los mismos animales en las ramas
suyas llevaba, me pareció, y que parejamente temblaba con aquel movimiento,
y que la recolectora fila esparcía en sus subyacentes campos;
que crece de súbito, y mayor y mayor parece,
y se levanta en la tierra y en un recto tronco se asienta 640
y su delgadez y su número de pies y negro color
depone y que la humana forma a su miembros introduce.
     El sueño se va. Condeno despierto mis propias visiones y me lamento
de que en los altísimos de ayuda no haya nada; mas en las estancias un ingente
murmullo había y voces de hombres oír me parecía, 645
ya para mí desacostumbradas. Mientras sospecho que ellas también del sueño
son, viene Telamón presto y, abriéndose las puertas:
“Que la esperanza y la fe, padre”, dijo, “cosas mayores verás.
Sal.” Salgo y, cuales en la imagen del sueño
me pareció haber visto unos hombres, por su orden tales 650
los contemplo y reconozco: se acercan y a su rey saludan.
Mis votos a Júpiter cumplo y a estos pueblos recientes la ciudad
reparto y, vacíos de sus primitivos cultivadores, los campos,
y mirmidones los llamo, y de su origen sus nombres no privo.
Sus cuerpos has visto; sus costumbres, las que antes tenían, 655
ahora también tienen: parca su raza es y sufridora de fatigas
y de su ganancia tenaz y que lo ganado conserve.
Éstos a ti a tus guerras, parejos en años y ánimos, te seguirán,
tan pronto como el que a ti felizmente te ha traído, el euro”
–pues el euro le había traído– “háyase mutado en austros.” 660

Céfalo (II)
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     Con tales y otros discursos ellos llenaron
el largo día: de la luz la parte última a la mesa,
fue dada, la noche a los sueños. Su resplandor el áureo Sol había levantado;
soplaba todavía el euro y unas velas que habían de regresar retenía.
A Céfalo los engendrados de Palante, cuya edad mayor era, 665
al rey, Céfalo junto a los creados de Palante,
acuden, pero todavía al rey un sopor alto retenía.
Los recibe un Eácida a ellos en la entrada, Foco,
pues Telamón y su hermano los hombres para la guerra elegían.
Foco a un más interior espacio y a unos bellos recesos 670
a los Cecrópidas conduce, con los que a la vez él se sienta.
     Observa que el Eólida, de un desconocido árbol hecha,
lleva en la mano una jabalina, de la cual fuera áurea la cúspide.
Pocas cosas antes en las intermedias conversaciones habiendo dicho:
 “Soy a los bosques aficionado”, dice, “y a la matanza de fieras. 675
De qué espesura, aun así, tengas ese astil cortado
hace tiempo que dudo. Ciertamente si de fresno fuera
de bermejo color sería; si cornejo, nudo en medio tendría.
De dónde sea lo ignoro, pero no más hermosa que ella
han visto los ojos nuestros un arma arrojadiza.” 680
Toma la palabra de los acteos hermanos el otro, y: “Un uso
mayor que su hermosura admirarás”, dijo, “en él.
Alcanza cuanto busca y la fortuna, cuando es lanzado,
a él no le rige, y vuelve volando, sin que nadie lo traiga, cruento.”
Entonces verdaderamente el joven Nereio todo pregunta, 685
por qué le fue y de dónde dado, quien de tan gran regalo el autor.

Céfalo (III) y Procris
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     Lo que pide él relata, pero lo que narrar pudor le da,
por qué merced lo obtuvo, guarda silencio, y tocado del dolor
de su esposa perdida, así, con lágrimas brotadas, habla:
 “Ésta, hijo de una diosa –¿quién podría creerlo?– 690
esta arma llorar me hace y lo hará por mucho tiempo, si vivir a nos
los hados por mucho tiempo dieran: ella a mí, con mi esposa querida,
me perdió: de éste regalo ojalá hubiera carecido siempre.
     Procris era, si acaso más ha arribado a los oídos tuyos
Oritía, hermana de la raptada Oritía. 695
Si la hermosura y el carácter quisieras comparar de las dos,
más digna ella de ser raptada. Su padre a ella a mí la unió, Erecteo,
a ella a mí la unió el amor: feliz se me decía y era.
No así a los dioses les pareció, o ahora también quizás yo lo sería.
El segundo mes pasaba, después de los sacrificios conyugales, 700
cuando a mí, que a los cornados ciervos tendía redes,
desde el vértice supremo del siempre floreciente Himeto,
ocre por la mañana, me ve la Aurora, ahuyentadas las tinieblas,
y contra mi voluntad me rapta. Lícito me sea la verdad referir,
con la venia de la diosa: aunque sea por su cara de rosa digna de admirar, 705
aunque tenga los de la luz, tenga los confines de la noche,
aunque de nectáreas aguas se alimente, yo a Procris amaba.
En mi pecho Procris estaba, Procris siempre en mi boca.
De los sacramentos del diván y de las uniones nuevas y tálamos recientes
y primeros pactos le contaba de mi abandonado lecho. 710
Conmovióse la diosa y: “Detén, ingrato, tus lamentos.
A Procris ten”, dijo, “que si la mía providente mente es,
no haberla tenido querrás.” Y a mí a ella, llena de ira, me remitió.
Mientras vuelvo y conmigo las advertencias de la diosa repaso,
a existir el miedo empezó de que las leyes conyugales mi esposa 715
no bien hubiera guardado. Su hermosura y su edad me ordenaban
creer en su adulterio. Me prohibían creerlo sus costumbres.
Pero aun así yo había estado ausente, pero también ésta era, de donde volvía,
de ese crimen ejemplo, pero todo tememos los enamorados.
Indagar por lo que me duela decido, y con regalos su púdica 720
fidelidad inquietar. Alienta este temor la Aurora
y transmuta –me parece haberlo sentido– mi figura.
A la Paladia Atenas llego no reconocible
y entro en mi casa: de culpa la casa misma carecía
y castas señales daba y por su dueño raptado estaba angustiada: 725
apenas acceso, por mil engaños, a la Eréctide fue logrado.
Cuando la vi me quedé suspendido y casi abandoné las premeditadas
tentaciones a su fidelidad. Mal, para no confesarle la verdad,
me contuve, mal para –como oportuno era– besos no ofrecerle.
Triste estaba, pero ninguna aun así más hermosa que ella 730
triste haber puede, y por la nostalgia se dolía
de su esposo arrebatado. Tú colige cuál en ella,
Foco, la gracia sería, a quien así el dolor mismo la agraciaba.
Para qué referir cuántas veces las tentaciones nuestras su púdico
carácter rechazara, cuántas veces: “Yo”, había dicho, “para uno solo 735
me reservo. Donde quiera que esté, para uno solo mis goces reservo.”
¿Para quién en su sano juicio bastante esta comprobación de su fidelidad
grande no sería? No me quedé contento y contra mis propias heridas
pugno, mientras diciéndole que fortunas le daría yo por una noche,
y los regalos aumentando, al fin a dudar la obligué. 740
Grito yo, en mala hora farsante: “Delante tienes en mala hora fingido a un adúltero:
tu verdadero esposo era yo: conmigo, perjura, como testigo has sido cogida”;
ella nada; en su callado pudor únicamente vencida,
de esos insidiosos umbrales, y con ellos de su esposo en mala hora, huye,
y ofendida del mío, por todo el género llena de odio de los hombres, 745
por los montes erraba a los afanes dedicada de Diana.
Entonces a mí, abandonado, más violento un fuego hasta los huesos
me llega. Rogaba su perdón y haber pecado confesaba
y que hubiera podido, dados esos regalos, sucumbir a semejante
culpa yo también, si regalos tan grandes se me dieran. 750
A mí, que tales cosas confesaba, su herido pudor antes vengando,
regresa ella, y dulces en concordia pasó los años.
Me da a mí además, como si consigo pequeños dones
me hubiese dado, un perro de regalo, el cual, cuando se lo entregara a ella
su Cintia: “Corriendo superará”, había dicho, “a todos.” 755
Me da a la vez también la jabalina que nos, como ves, tenemos.

El perro de caza y la fiera
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     ¿De este regalo otro cuál sea la fortuna, quieres saber?
Escucha cosa admirable. Por la novedad te conmoverás del hecho.
     Canciones el Láiada no comprendidas por los talentos
de sus predecesores había resuelto, y despeñada yacía, 760
olvidada de los ambages suyos, la vate oscura.
[Claro es que la nutricia Temis no tales cosas deja sin venganza.]
En seguida a la aonia Tebas se envía una segunda
peste, y por la destrucción de sus ganados muchos payeses,
y la suya propia, tuvieron miedo de la fiera. La juventud vecina 765
acudimos, y los anchos campos en ojeo ceñimos.
Ella, por su ligero salto veloz, superaba las redes
y lo alto de los linos traspasaba de las puestas redes.
Su cópula se quita a los perros, de los que ella, que la perseguían,
huye, y su contacto no más lenta que un ave burla. 770
Se me demanda a mí por consenso grande a mi Lelaps:
de mi regalo, éste el nombre; ya hace tiempo que de sus ataduras lucha
por despojarse él mismo, y con el cuello, al ellas retenerlo, las tensa.
No bien soltado fue, y ya no podíamos dónde estaba
saber. De sus pies las huellas el polvo caliente tenía, 775
él de nuestros ojos se había arrancado: no más rápida que él
una asta, ni sacudidas de la arremolinada honda las balas,
ni el cálamo leve sale de un arco de Gortina.
De mitad de una colina el pico emerge sobre los campos a ella sometidos.
Me alzo a él y percibo el espectáculo de una novedosa carrera 780
en la que ora ser cogida, ora sustraerse de la misma
herida la fiera parece, y no por una senda recta, astuta,
y a un espacio huye, sino que burla la boca de su perseguidor
y vuelve en redondo, para que no mantenga su ímpetu su enemigo.
La acosa éste, y la sigue pareja y, semejante al que la tuviera, 785
no la tiene y vanos repite en el aire sus mordiscos.
A la ayuda me volvía yo de mi jabalina, la cual, mientras la derecha mía
la balancea, mientras los dedos en sus correas aplicar intento,
mis luces giré, y, revocadas de nuevo, al mismo sitio
las había devuelto: en medio –asombroso– del llano dos mármoles 790
contemplo. Huir éste, aquél ladrar creerías.
Claro es que invictos ambos en la disputa de esa carrera
que quedaran un dios quiso, si algún dios les asistió a ellos.”

Muerte de Procris
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     Hasta aquí, y calló: “¿Y en la jabalina propia, qué crimen hay?”,
Foco dice. Y de la jabalina así los crímenes recontó él: 795
     “Nuestros goces el principio son, Foco, de nuestro dolor:
ellos antes te contaré. Agrada, oh, acordarse de ese feliz
tiempo, Eácida, en el que durante los primeros años, como es rito,
con mi cónyuge era feliz, feliz era ella con su marido.
Una mutua inquietud a los dos y un amor común nos tenía, 800
y ni de Júpiter ella a mi amor los tálamos preferiría,
ni a mí que me atrapara, no si Venus misma viniera,
alguna había. Iguales abrasaban llamas nuestros pechos.
Con el sol apenas con sus radios primeros hiriendo las cumbres
de caza a las espesuras juvenilmente ir yo solía, 805
ni conmigo sirvientes ni caballos ni de narinas acres
ir perros, ni los linos nudosos seguirme solían:
seguro estaba con la jabalina. Pero cuando saciado de matanza
de fieras mi derecha se había, regresaba yo al frío y las sombras,
y, la que de los helados valles salía, aura. 810
Esa aura buscaba lene en medio yo del calor,
esa aura ansiaba, descanso era ella para la fatiga.
“Aura”, pues, recuerdo, “vengas tú”, cantar solía,
“y a mí me confortes y entres en los senos, gratísima, nuestros
y, como haces, volver a aliviar quieras, con los que ardemos, estos calores.” 815
Quizás añadiera –así a mí mis hados me arrastraban–
ternuras más, y: “Tú para mí gran placer”,
decir habría solido, “tú me repones y alientas,
tú haces que las espesuras, que ame estos lugares solos:
el aliento este tuyo siempre sea buscado por mi boca.” 820
A estas voces ambiguas engañado oído prestó
no sé quién, y el nombre del aura, tan a menudo invocado,
ser cree de una ninfa, a una ninfa cree que yo amo.
Al instante, de ese crimen fingido temerario delator,
a Procris acude y con su lengua refiere los oídos susurros. 825
Crédula cosa el amor es. Por el súbito dolor desvanecida,
según a mí se narra, cayó, y tras largo tiempo
reponiéndose, desgraciada ella, ella de un hado inicuo se dijo
y de mi fidelidad se lamentó, y por un crimen incitada vano,
de lo que nada es tuvo miedo, tuvo miedo sin cuerpo de un nombre, 830
y se duele la infeliz como de una rival verdadera.
Muchas veces aun así duda y espera, desgraciadísima, engañarse
y de la delación la veracidad niega y, si no los viera ella misma,
de condenar no ha los delitos de su marido.
     Las siguientes luces habían ahuyentado de la Aurora a la noche. 835
Salgo y a las espesuras acudo, y vencedor por las hierbas:
“Aura, ven”, dije, “y nuestra fatiga remedia”,
y súbitamente unos gemidos entre mis palabras me pareció,
no sé cuáles, haber oído: “Ven”, aun así, “la mejor”, mientras yo decía,
una fronda caduca un leve crujido de nuevo al hacer, 840
consideré que era una fiera y mi dardo volátil le lancé.
Procris era, y en medio sosteniendo de su pecho su herida:
“¡Ay de mí!”, clama. La voz cuando fue conocida de mi fiel
cónyuge a su voz en picado y amente corrí.
Medio muerta y sus asperjadas ropas ensuciando la sangre, 845
y sus regalos, triste de mí, de la herida sacando
la encuentro, y su cuerpo, que el mío para mí más querido, con codos
blandos levanto y desgarrándome desde el pecho la ropa
sus heridas salvajes ligo e intento inhibir el crúor,
y que no a mí, por la muerte suya abominable, me abandone, le imploro. 850
De fuerzas ella carente y ya moribunda se obligó
a estas pocas palabras decir: “Por los pactos de nuestro lecho
y por los dioses suplicante te imploro, por los altísimos y los míos,
por lo que quiera que he merecido de ti bien y por el que permanece
ahora también, cuando muero, causa para mí de muerte, mi amor, 855
en los tálamos nuestros que Aura entre no toleres como esposa”,
dijo, y el error entonces por fin que había de un nombre
sentí y le mostré. ¿Pero qué mostrarlo ayudaba?
Se resbala y sus pocas fuerzas huyen con su sangre,
y mientras algo mirar puede, a mí me mira y en mí 860
su infeliz aliento, y en mi boca, exhala.
Pero, por su semblante mejor, morir tranquila parece.”

Céfalo (IV)
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     A quienes lloraban estas cosas, llorando el héroe, remembraba, y he aquí
que Éaco entra con su doble prole y el nuevo
ejército; el cual recibe Céfalo, junto con sus fuertes armas. 865