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—Agrégue V. tambien: los esfuerzos militares. Y dígame V. ahora: esos miles de aduaneros, esos ejércitos, esas escuadras, esas contribuciones con que abruma V. al contribuyente, esa tension continua hacia un fin imposible de conseguir, ese estado permanente de guerra franca y al descubierto unas veces, rastrera y secreta otras, ¿no es todo ello la consecuencia lógica, necesaria de habérsele encasquetado al legislador esta idea (que, V. lo ha dicho, no se le ocurre á nadie cuando por sí y para sí obra): «La riqueza consiste en el dinero; aumentar la masa de numerario es aumentar la riqueza?»

—Efectivamente: ó el axioma es cierto, y entonces el legislador debe hacer lo que yo he dicho, por mas que esto conduzca á una guerra universal, ó es falso y en este caso, para arruinarse, es para lo que se degüellan los hombres unos á otros.

—Y recuerde V. ahora, que aun antes de obrar como legislador, este mismo axioma le habia ya conducido á V. lógicamente á establecer estas máximas: «Lo que uno gana lo pierde otro. El beneficio de este, es la ruina de aquel,» lo cual supone un eterno antagonismo entre los hombres.

—Es ciertísimo todo eso por desgracia. Filósofo ó legislador, sea que medite ó que dicte leyes, partiendo de este principio; el dinero es la verdadera riqueza, siempre se llega á esta conclusion: guerra universal. En verdad que ha obrado V. cuerdamente en principiar indicándome las consecuencias; pues de otro modo no hubiera tenido valor para seguir una disertacion que, francamente, no es muy divertida.

—¡A quién se lo dice V.! No era otra la idea que me preocupaba, cuando me oyó V. esclamar: ¡maldito dinero! Me lamentaba, y aun me lamento,