en la capital del imperio romano-germánico, Aquisgrán. El libro, ya fuere parte de la colección de una congregación o de la biblioteca privada de un señor, era símbolo de erudición y también de riqueza y poder.(3) Por esta misma época, mediados del siglo VIII, desde China, vía Samarcanda, se transmitió el arte de la fabricación del papel —hoja lisa y flexible en base a fibras vegetales— al mundo árabe, el cual lo fue diseminando a medida que expandía su dominio por Asia, el norte de África y Europa, a través de España, aunque su real auge ocurrirá luego de la invención de la imprenta. Hacia el año mil, la ciudad de Córdoba era el centro de la cultura del continente europeo. Cientos de copistas e iluminadores trabajaban para el Califato en la confección de manuscritos, en su mayoría traducciones al árabe de los clásicos como Aristóteles e Hipócrates. Estas versiones alimentarían el conocimiento de los eruditos medievales de Occidente, junto con la enorme producción científica de los sabios árabes en los más diversos campos de las matemáticas, la astronomía o la medicina, todo lo cual daría origen a importantes bibliotecas, desde Bagdad a Toledo.(4) El primer libro conocido referente a la organización de una biblioteca también procedía del lejano oriente: un texto chino del siglo XII (Lin-t’aí ku-shih) escrito por el sabio Ch’eng Chu, para fundamentar la necesidad de crear una biblioteca, como respaldo para las decisiones del Emperador y con el fin de proporcionar a los funcionarios administrativos del Imperio la experiencia de los gobernantes anteriores, como también la sabiduría de los antiguos sabios para enfrentar los problemas del Estado.(5) Esa constante se percibe en el valor que emperadores, príncipes y jefes militares dieron a la información, a la memoria y al registro contenido en los textos. Desde las tablillas de arcilla al papiro, luego al
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