— No, si yo no me quejo—respondió la muchacha con turbación.—Si no digo nada; si estoy decidida á casarme. Ya te lo dije al entrar aquí. Mi padre lo quiere y basta. ¡Pues no faltaba más!
— Y no sólo porque lo quiere tu padre, sino porque te conviene, Sola; porque este favor del Cielo excade á cuanto podías apetecer... Dirae, ¿qué encuentras en Anatolio que no te agrade? Yo le encontré bien parecido, simpático, y eu franqueza y lealtad rae cautivaron.
— ¡Ohl á mí también... no me desagrada, — dijo Sola tratando de aparecer serena.
— ¡Si vieras con cuánto interés le miraba yo! Le miraba co.mo á persona que va á entrar en mi familia, y observándole decía para mí; Como no hagas feliz á mi pobre Sola, ya te verás conmigo.»
— Si él hubiera sospechado quién eres tú, es decir, q[ue eres mi hermano, que me das ¿iiíiosna...—indicó la joven.
— jOh! cualquier sospecha de este género le habría sentado muy mal. Es difícil hacerse cargo de las circunstancias en que nos hemos visto tú y yo... Cualquiera pensaría mal de mí y peor de tí, Solilla.
— ¡Valiente cuidado me daría á mí de que pensaran algún disparate!
—Pero ya debemos estar tranquilos. Muy pronto, no necesitarás de mí. Yo te aseguro que lo siento.
—Y yo también,— replicó ella maquinalsnente.
— Ahora son un tanto peligrosas estas eu-