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pueden esplicarse, indudablemente, por las mismas ilusiones ópticas de que tantos ejemplos nos han dado ya los relámpagos y la caida de los bólides. Ahora que recientes espediciones nos permiten apreciar en su justo valor las narraciones de los pescadores de Groenlandia y de los cazadores de zorras de la Siberia, se duda que las tempestades magnéticas, semejantes á las eléctricas por lo tocante á la formacion de la luz, lo sean tambien por lo que respecta á la produccion del ruido. No parece sino que las auroras boreales se han vuelto silenciosas desde que se las observa con mas cuidado. Parey, Franklin y Richardson en el polo Norte; Thienemann en Islandia; Gieseke en Groenlandia; Lothis y Bravais en el cabo Norte, y Wrangel y Anjou en las orillas del mar Glacial, han visto millares de auroras boreales sin oir jamás ni el mas ligero ruido. ¿Se querrá que todas estas pruebas negativas cedan ante dos afirmaciones positivas, la de Hearne en la embocadura del rio de la Mina de Cobre, y la de Henderson en Islandia? Pues entonces seria preciso olvidar que si Hood oyó, durante la aparicion de una aurora boreal, una especie de trepidacion semejante al ruido que produce una descarga de fusilería bien nutrida, el mismo estruendo se repitió el dia siguiente, sin ir acompañado de luz polar; seria preciso desechar la esplicacion plausible de Wrangel y de Gieseke, que atribuian aquellos estallidos á la súbita contraccion de la nieve endurecida ó del hielo, causada por un brusco enfriamiento de la atmósfera. Fácil es esplicar, por otra parte, cómo ha podido acreditarse, no ya entre el pueblo sino aun entre los viajeros instruidos, la creencia de esas pretendidas detonaciones de la aurora boreal: como las auroras boreales se asimilaban en otro tiempo á los fenómenos eléctricos que se producen en un aire muy enrarecido, cual debe estarlo el de las elevadas regiones de la atmósfera, de aquí que hasta el mas leve rumor se trocase para observadores ya preocu-