ción humana con formas maravillosas, creando á su antojo seres ideales y sobrehumanos, tuvo, sin duda alguna, por objeto principal, materializar las tradiciones de los pueblos, excitar su entusiasmo, halagar sus preocupaciones, y apoderarse, en fin, de su ánimo por los mismos medios que el poema heroico lo había conseguido en otros siglos.
Los idiomas modernos, aún no acabados de formar, oponían á las formas poéticas su rudeza natural; la religión cristiana con su severidad filosófica había sustituido al Olimpo de los griegos; los pueblos modernos, acostumbrados á un estado de perpetua guerra, tributaban al valor una adoración entusiasta; y guiados por un espíritu caballeresco y galante, doblaban únicamente la cerviz ante el sublime espiritualismo de la fe, ante las galas brillantes de la hermosura.
Á falta de Homeros que con divino plectro pudieran ensalzar los combates de los pueblos, pudieran lamentar los amores y desgracias de los héroes, las novelas caballerescas vinieron á llenar este vacío, y á ofrecer al pueblo, bajo formas gigantescas, aquellos objetos de su admiración y de su entusiasmo; personificando en sus andantes caballeros el valor indomable que desprecia y acomete los peligros más inauditos; la religiosidad de la creencia que domina y