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Almanaque Sud-americano

sumida en un éxtasis profundo, elevando sus preces á la Madre de Dios, cuando advirtió que la imagen de la Emperatriz de los cielos se animaba notablemente, dirigiéndole miradas preñadas de bondad. Vió dibujarse en los labios de María sonrisas de una dulzura infinita, en las que se reflejaba todo el tesoro de amor y benevolencia que sentía por su querida hija, la pudorosa terciaria que se prostraba á sus pies. Hubo más aún: volviéndose hada el divino infante que llevaba en sus brazos, le mostró á Rosa, que ante gracia tan sobrenatural hallábase toda turbada y suspensa, no atreviéndose á retirar la vista de aquel cuadro milagroso, ansiosa de gozarlo en todos sus detalles.

De pronto iluminóse extraordinariamente el rostro de la Virgen, y Rosa oyó la voz de la Reina de los ángeles que la decía:—Mira, atiende, ¡oh Rosa!, la merced crecida que mi Hijo ha sido servido de hacerte.—Y luego el Niño:—¡Rosa de mi corazón, yo te quiero por esposa!

Imposible describir los sentimientos de gratitud, respeto y amor que embargaron su ánimo al escuchar estas palabras; asaltóle la idea de su indignidad, y apenas pudo pronunciar con voz entrecortada estas palabras: Ecce ancilla Domini (he aquí la esclava del Señor).

Comenzó desde entonces á recibir de su Divino Esposo un sinnúmero de gracias y favores espirituales, con los que quiso probar Dios cuán digna consideraba á Rosa de la merced que le había hecho desposándose con ella en presencia y con intervención de su Santísima Madre.

Dedicada por entero á la contemplación suprema y á la práctica de la caridad, obtuvo del Todopoderoso el don infinito de que le fuera revelado el día de su muerte. Preparóse al último viaje con la alegría y tranquilidad de quien está seguro de mejorar y ser bien recibido al término de su jornada.

Después de recibir los auxilios espirituales, en plena