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de la campaña, y el hombre que lo ha sentado contra la puerta de mi casa, no es celador, ni comisario de policia, sino un buen gaucho.

El Ministro hizo un ligero movirnionto de hombros y se levantó.

A ese tiempo, el general Corvalán entró en el comedor con un pliego en la mano.

Rosas lo abrió, y no bien hubo leído las primeras líneas, cuando una expresión de furor salvaje inundó su rostro, pero tan súbita, que el señor Mandeville, que la habia notado con facilidad, quedó en duda de si había sido acaso una ilusión de óptica ó una realidad.

—Conque, señor Mandeville, usted se retiradijo Rosas, interrumpiendo la lectura del pliego, y extendiendo la mano al señor Mandeville, que ya estaba con el sombrero en la suya.

—Vucstra Excelencia descanse en sus amigos.

—¿Cuándo piensa usted despacher el paquete?

preguntó Rosas, sin haber oído siquiera las palabras del Ministro.

—Pasado mañana, Excelentísimo señor.

—Es mucho tiempo. Hago, usted trabajar bien á su secretario, y que el paquete salga mañana á la tarde, ó más bien, hoy á la tarde, porque ya son las cuatro de la mañana.

Saldrú á las seis de la tarde, Excelentísimo sefior.

—Buenas noches, señor Mandeville.

Y se retiró este Ministro, después de tres ó cuatro profundas reverencias.

—Corvalán, que acompañien al señor, y vuelva usted.

—Señor, señor! ¿qué le hago al gringo?—dijo Vigná.