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bien—continuó, será muy cierto cuanto usted me dice del general Lamadrid, pero no alcanzo la consecuencia personal que saca usted para sí mismo.

—Para mi? Para todos, debes decir. Mira, hablemos con franqueza: á pesar de todas las apariencias, es imposible que seas amigo del Gobierno, que quieras los desórdenes y la sangre. ¿No es verdad?

—Señor, yo tendré mucho honor en recibir todas las confianzas que quiera usted hacerme, dendo á usted la más completa seguridad de mi secreto; pero no es esta una ocasión que me inspire la necosidad de hacer confidencias sobre mis opiniones políticas.

—Bien, bien, eso es prudencia, poro yo sé lo que me digo; y te decía también, o quería decirte, que el suceso del general Lamadrid va á irritar excesivamente al señor Gobernador; que su irritación sanguínea va á comunicarse rápida y sutilmente á todos esos caballeros á quienes ni tú ni yo tenemos el honor de conocer, y que no debes tener la menor duda de que han sido mandados por el díablo. Quiero decir también que todas las amenazas de la Gaceta van á cumplirse; que van á herir y matar á diestra y siniestra, y que, aunque tenga yo la convicción profunda, religiosa y santa de mi inocencia, no tengo la seguridad de que no me maten por equivocación cuando menos. Y es esto lo que es preciso evitar, lo que es necesario que evites tú, mi Daniel querido y estimado. ¿Estás ahora?

—Lo único que pienso, es que, con tales temores, lo inejor que podrá usted hacer, será no salir