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palabras de Daniel, y el corazón de Florencia empezaba á regenerarse de la presión de los celos.

— —Si continuó Daniel, teniendo siempre oprimida con sus manos la cintura de Florencia, —Eduardo, ha debido ser asesinado anoche; yo pude salvarlo moribundo, y era preciso ocultarlo porque los asesinos eran agentes de Rosas. Pero ni mi casa ni la de él podían servirnos.

—¡Eduardo asesinado! | Dios mío! ¡qué día espantoso es éste para mi corazón! pero no morirá, no es cierto?

—No, está salvado. Oye; oye todavía: era necesario conducirlo á alguna parte, y lo conduje á caso de Amalia. Amalia, que es el único resto de la familia de mi madre; Amalia, la única mujer á quien después de ti quiero en el mundo, como se quiere á una hermana, como se debe querer á una hija. Gran Dios, yo la habré precipitado á su ruina, á ella, que vivía tan tranquila y feliz!

— Su ruine? ¿por qué, Daniel? ¿por qué?—y Florencia agitaba con sus manos los hombros de Daniel, porque su palidez y sus palabras imprimían el miedo en su corazón.

—Porque para Rosas la caridad es un crimen.

Eduardo está en Barracas, y tú has nombrado esc lugar, Florencia; Eduardo está herido en el muslo izquierdo, y...

—¡Nada saben, nada saben [—exclamó Florencía, radiante de alegría, y palmeándose sus peque.

ñitas manos, nada saben, pero pueden saberlo todo; joye!

Y Florencia, que ya no se acordaba de sus celos desde que tantas vidas estaban pendientes de sus palabras, levantó ella misma á su querido, y sentándolo, y cllu á su lado, en las primeras sillas que