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do traía agua, él las puso junto á una planta de jacintos. En esto fué cuando sentí la campanilla, vine, y olvidé. las copitas.

JmL Ves —exclamó Amalia, sin saber lo que decía, pues mientras sus dedos de rosa y leche jugaban con las alas de sus pájaros, eu imaginación se había preocupado de mil ideas divcrsas, y que sólo Dios y su espíritu podrían explicarnos, al escuchar la sencilla relación de Luisa.

—Ves, qué? señora insistió ésta. Si el se ñor don Eduardo no hubiera sido tan curioso, yo no hubiera olvidado...

—Luisa.

—¿Señora?

—Oye.

—Me va usted á retar por otra cosa?

—No... oye... ¿qué hora es?

—Las once.

—Bien, irás á decir al señor Belgrano, que dentro de media hora tendré mucha satisfacción enl recibirlo, si le es posible llegar hasta el salón.

II

COMO UNA SOLA PUERTA TENÍA TRES LLAVES

Acababan de dar las cinco de la tarde en el reloj de San Francisco; el sol, próximo á su ocaso, no prometía por mucho tiempo ese recuerdo de su pasado esplendor que se Lama erepúsculo, porque la tarde estaba nebulosa, cargado el aire de esos