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ción á Barracas muy tranquilamente; llegaron á la de Cochabamba, y, siendo Daniel quien dirigía la marcha, doblaron hacia el río y se pararon á lau puerta de una casa, al principio de esa calle de Cochabamba, á la derecha.

—Dé usted vuelta con precaución, y vea si alguien viene—dijo Daniel & su compañero, en el momento de llegar á la puerta:

La caña de la India cayó al suelo inmediatamente, como era la costumbre del señor don Cándido Rodríguez, cuando, á costa del puño de marfil, «policeaba» con sus ojos el camino que acababa de andar.

—Nadie, mi querido Daniel.

Y el joven, con la mayor calma y sangre fría, abrió la puerta con una llave que traía en su bolsillo; hizo entrar á su acompañante, y, cerrando otra vez la puerta, volvió á guardar la llave en el bolsillo.

Don Cándido, entretanto, se había puesto más blanco que la alta y almidonada corbata de estopilla, tan adherida siempre á su persona como su caña de la India.

—¿Pero qué es esto? ¿qué casa misteriosa y recóndita es ésta á que me conduces, mi querido Da.niel?

—Es una casa como otra cualquiera, mi querido señor—dijo Daniel, levantando el picaporte de una puerta al zaguán, y entrando en una pieza que servía de sala, yendo el señor don Cándido casi pegado á los pliegues de la capa de su discípulo.

—Espere usted aquí—le dijo Daniel, pasando á una habitación contigua á la sala donde había una de esas camas de matrimonio que necesitan una escalera para su ascensión. Daniel levantó la col-